¿Qué puede haber peor que secuestrar, torturar y asesinar? Que los secuestradores, torturadores y asesinos sean agentes de la Policía y que su víctima sea el ciudadano que los llamó pidiendo auxilio. ¿Cuál puede ser el interés que lleva a la Justicia a sancionar con una levedad extraordinaria este tipo de conductas, en los pocos casos que llegan a juicio?
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La libertad de expresión forma parte del conjunto de Derechos Fundamentales reconocidos en las primeras declaraciones de derechos revolucionarias del siglo XVIII, es decir, constituye una de las primeras conquistas del constitucionalismo liberal. El objeto del reconocimiento de este derecho, como el de la mayor parte de los derechos que se reconocen en aquel momento, es la garantía de un espacio de libertad del ciudadano frente a las injerencias de los poderes públicos. Así pues, estamos ante uno de los clásicos derechos de libertad frente al Estado, que ha pasado a nuestra Constitución consagrado en su articulo 20. Con carácter general, y sin entrar en mayores precisiones doctrinales, señalaremos que esta libertad tiene su fundamento y es manifestación externa de otro derecho fundamental: la libertad ideológica (articulo 16 CE). Por su parte, estas libertades básicas vienen consagradas en los artículos 9 y 10 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y Libertades Fundamentales (CEDHLF, hecho en Roma en 1950), que forma parte integrante de nuestro ordenamiento.
Hace décadas que el Tribunal Constitucional ha venido considerado que, efectivamente, existe esa imbricación inescindible entre los Derechos Fundamentales de libertad ideológica y de libertad de expresión, declarando que la libertad ideológica “no se agota en una dimensión interna del derecho a adoptar una determinada posición intelectual ante la vida y cuanto le concierne y a representar o enjuiciar la realidad según personales convicciones, sino que comprende además una dimensión externa de agere licere con arreglo a las propias ideas, y que entre las manifestaciones externas de dicha libertad figura muy principalmente la de expresar libremente lo que se piensa” (por todas, STC 120/1990, FJ 10).
El Tribunal Constitucional, entre otras en su Sentencia num. 107/1988, comienza a aplicar la doctrina de la posición preferente a la libertad de expresión, siguiendo la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que en la Sentencia del caso Handyside, de 7 de diciembre de 1976, había extendido dicha doctrina a la libertad de expresión cuando se trate de opiniones sobre asuntos públicos, afirmando que en estos casos “sus efectos actúan sobre las expresiones ofensivas que puede contener el mensaje, pues la confrontación de opiniones necesarias para que el debate democrático sea robusto exige admitir como parte del mismo expresiones que “ofendan, inquieten o perturben” a la mayoría de la opinión pública”.
En efecto, uno de los ejercicios que más cuestan hacer en Democracia es aceptar la opinión del otro cuando diverge diametralmente de la propia. Pero esa es la verdadera Democracia. Y esa es, además, su fortaleza. Sin embargo, en los últimos tiempos podemos observar como las condenas por delitos de opinión proliferan y, sobre todo, lo hace el miedo a que cualquiera pueda ser encausado por ello.
Una de esas condenas es la sufrida por Alfredo Remírez, de quien trata el articulo de Alejandro Torrús que les ofrecemos hoy. Varias reflexiones y comentarios suscita la condena de Alfredo (sobre la levedad de los hechos, su antigüedad en el tiempo –datan de 2005-, las consecuencias devastadoras de la entrada en prisión en el núcleo familiar, incluso, sobre la discutible estrategia de la defensa que no ha previsto o no ha podido evitar la concurrencia de las dos Ejecutorias penales, etc), de algunos se ocupa el autor, otros exceden nuestro propósito. Hoy no queremos hablar de nada de eso; hoy queremos volver a llamar la atención en el agrio contraste que supone la condena de Alfredo frente a otras decisiones judiciales y posicionamientos de la acusación pública: el Ministerio Fiscal.
En este boletín les hemos informado, entre otros, de los casos de Fran Molero, condenado a cinco años de prisión por tirar piedras en una manifestación o el de la muerte de Diego Pérez, que murió a manos de los agentes a los que él mismo había llamado para que le protegieran; murió, tras ser golpeado repetidamente, abandonado en un paraje solitario. El caso se ha resuelto para los agentes de Policía Nacional acusados con una acuerdo entre las partes y una pena para ellos de cuatro años de prisión. Y por supuesto, tristemente, no son los únicos casos.
¿Cuál es el parámetro que explica estos tratamientos tan dispares, esa falta de proporcionalidad entre la gravedad de los hechos y el castigo impuesto?
La mayor de las veces la respuesta la encontramos en el llamado “principio de oportunidad”, no sancionado legalmente como principio inspirador de nuestro proceso, cuyo fundamento se encuentra en motivos de descarga a la administración de justicia del gran número de asuntos penales que no puede tramitar adecuadamente por falta de medios y en razones de utilidad pública o interés social o general. El principio de oportunidad en un caso como el de Diego Pérez queda, incomprensiblemente, por encima del principio de legalidad, refrendado en nuestra constitución (y que es, además, el fundamento de la cláusula de «Estado de Derecho» que instaura el artículo 1 de la Constitución Española de 1978).
Porque, ¿dónde se queda el interés social, la utilidad pública en que unos agentes que han acabado con la vida de una persona sean castigados tan levemente y que no se prevea siquiera en una situación así la separación definitiva del servicio, volviendo los agentes en un corto de tiempo a su puesto (o a un destino distinto, es indiferente)?
El Ministerio Fiscal actúa en contra del interés general si no le confiere la relevancia que se merece a uno de los ataques más graves que se pueden producir frente al Estado de Derecho y que, por demás, generan una fractura irreparable en la sociedad, generando la mayor de las desconfianzas en los ciudadanos, que se ven desvalidos.
¿Cual es, pues, el interés que hace quebrar el Principio de Legalidad? ¿Cual puede ser el interés existente en dejar en la impunidad -14 meses de prisión y dos años de suspensión- el secuestro, tortura y asesinato de Diego Pérez por parte de funcionarios policiales que, en muy breve plazo, volverán a ejercer como Policías? En verdad, la respuesta es para echarse a temblar.
Con este tipo de decisiones, de condenas, que sólo sancionan al ciudadano de «a pie», se produce, además del efecto directamente buscado en cada caso, otra consecuencia indeseable, que debe repudiar al Derecho y al ciudadano, el denominado “EFECTO DESALIENTO” DEL EJERCICIO DE LOS DERECHOS HUMANOS, que se corresponde con situaciones en que los ciudadanos renuncian («no se atreven») al ejercicio lícito de sus Derechos Humanos (en el caso del presente artículo, el Derecho Fundamental de Libertad de Expresión) ante la posibilidad de resultar condenados penalmente por cualquier extralimitación que pueda ser apreciada en dicho ejercicio.
Hasta nuestro Tribunal Constitucional se ha quejado sobre este efecto disuasorio del ejercicio de un Derecho Fundamental. En Sentencia 136/1999, señalaba:
“Finalmente, cabe decir a los efectos que nos ocupan que, la Vulneración del Principio de Legalidad (Art. 25, 1º CE), supone además la vulneración del Principio de PROPORCIONALIDAD, conforme a la doctrina sentada, tanto por el Tribunal Constitucional (por todas, Sentencia 136/1999 de 15 de julio , sobre el asunto de la Mesa Nacional de Herri Batasuna -BOE 197, de 18 de agosto de 1999; con sus votos particulares), como por el mismo Artículo 10, 2º del Convenio Europeo de Derechos Humanos -Libertad de Expresión-, y especialmente conforme a la invariable y abundante Doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (por todas, Sentencia de 25 de noviembre de 1997, ap. 49 y 50, caso Zana).
Conforme a esta doctrina, “la sanción penal sólo podrá estimarse constitucionalmente legítima si en la formulación del tipo y en su aplicación se han respetado las exigencias propias del Principio de Legalidad Penal del art. 25, 1º CE, y si además no han producido, por su severidad, un sacrificio innecesario o desproporcionado de la libertad de la que se privan o un efecto que en otras resoluciones hemos calificado de DISUASOR O DESALENTADOR DEL EJERCICIO DE DERECHOS FUNDAMENTALES IMPLICADOS EN LA CONDUCTA SANCIONADA”; precisamente por ello, continúa la citada STC 136/99, “una reacción penal excesiva frente a este ejercicio ilícito de esas actividades puede producir efectos disuasorios o de desaliento sobre el ejercicio legítimo de los referidos derechos, ya que sus titulares, sobre todo si los límites penales están imprecisamente establecidos, pueden no ejercerlos libremente ante el temor de que cualquier extralimitación sea severamente sancionada” (F. 20).
Y estas restricciones se producen por parte de un Estado, España, que ha sido condenado por violación, entre otros, del articulo 3 CEDHLF (torturas y tratos degradantes) en diferentes ocasiones: así, por ejemplo, Sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en caso Martínez Sala contra España, caso Argimiro Isasa contra España, caso Otamendi Egiguren contra España, o la STEDH, caso B.S. c. España, de 24 julio 2012. En la mayoría de las ocasiones la queja más reiterada del Tribunal Europeo era la falta de protección a la victima, la falta de investigación sobre la denuncia de malos tratos o de tortura, ausencia que supone por sí la vulneración del Derecho Fundamental y la condena del Estado español. Recordaremos brevemente que estas restricciones también se producen en un Estado en el que el Comité de Derechos Humanos y el Comité contra la Tortura (ambos pertenecientes al sistema de Naciones Unidas, integrados por expertos que velan por el cumplimiento y aplicación del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes respectivamente, supervisando la actuación de los Estados que los han ratificado) han llegado a decir en Informe del 6 de febrero de 2004 que aunque la tortura o los malos tratos no eran sistemáticos en España, su práctica podría ser «más que esporádica e incidental».
La preocupación es que España se está convirtiendo en un país en que se premia al corrupto, se alienta el crimen violento al favorecerse la impunidad o la cuasi impunidad de los autores y se desalienta el ejercicio de los Derechos Humanos. Esto nos debería inquietar mucho más que la unidad del territorio, que, por otro lado, tiene una fácil solución: se llama federalismo. ¿Quien querría abandonar un Estado en el que se protegen y garantiza los Derechos Humanos? Y, a contrario, ¿quien querría abandonar un Estado en el que los Derechos Humanos ni son efectivos, ni están garantizados?
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La libertad de expresión en España es como los billetes de 500: no hay para los pobres
Por ALEJANDRO TORRÚS
Alfredo Remírez ingresará en prisión en los próximos días tras ser condenado en dos ocasiones por el delito de enaltecimiento del terrorismo. Será el primer detenido en las operaciones ‘araña’ que ingrese en prisión.
Alfredo Remírez tiene 37 años, vive con su pareja y un niño pequeño. Trabaja en una taberna en Bilbao, aunque tiene estudios como auxiliar de enfermería. Esa vida, no obstante, quedará en suspenso en los próximos días. La Audiencia Nacional ha ordenado recientemente su ingreso en prisión en cumplimiento de una condena por enaltecimiento del terrorismo del Tribunal Supremo en 2009 por unos hechos que se remontan a agosto de 2005. Está a la espera de una llamada, una notificación, que le diga que ya ha llegado el momento.
Remírez ha sido condenado en dos ocasiones por el delito de enaltecimiento del terrorismo. El primero, al portar un muñeco de cartón con la cara del condenado por colaboración con ETA Santos Berganza en el Salón de Plenos del Ayuntamiento durante el chupinazo de 2005. La segunda, que ha provocado su ingreso en prisión por la reincidencia, por dar la bienvenida en la red social Twitter a miembros de ETA a su salida de prisión tras cumplir condena. Remírez, de hecho, fue detenido el mismo día que el cantante César Strawberry durante la Operación Araña III. Y será el primero de los 76 detenidos por sus comentarios en redes sociales que ingrese en prisión aunque cumplirá la primera condena, de un año de cárcel.
Será el primero de los 76 detenidos por sus comentarios en redes sociales que ingrese en prisión aunque cumplirá la primera condena
«Tengo bastante claro que entraré en prisión a principios de mes. Estoy nervioso. A nadie le agrada entrar en la cárcel y menos por algo tan chorra y tan injusto. Tengo un trabajo que tengo que dejar, en una taberna. Se va a romper mi familia. No es fácil. Claro que sufro ansiedad. Están siendo unos meses muy chungos. Qué le vamos a hacer», responde Alfredo al otro lado del teléfono, desde Bilbao, justo después de terminar de dar de comer al menor.
El hombre fue detenido en mayo de 2015 en la Operación Araña III. Los agentes de la autoridad le detuvieron en la puerta de su casa cuando se disponía a acudir a su trabajo. Dice que nadie le dijo por qué estaba detenido hasta que llegó a la comisaría de Bilbao. Ahí le dijeron que era por sus tuits. ¿Y qué mensajes pusiste, Alfredo?
«Me acusaban de ser el autor de tuits que daban la bienvenida a Pablo Gorostiaga, ex alcalde de Llodio, que fue condenado por formar parte del periódico Egin y al que no le dejaron ni despedirse de su mujer antes de morir. Me pasó lo mismo con Xabier Alegría, que fue condenado por algo de Egin también, y también por poner unos versos de una canción que decía algo así como: ‘Los GAL no estuvo mal, me dice la muy bruta, yo opino que Galindo merece un tiro en la nunca'». Remírez no quiere decir el autor de la canción para no comprometer a nadie. Se trata de la canción del Nega, rapero Los Chikos del Maíz, titulado Mi novia es de derechas.
Alfredo Remírez fue a declarar ante la Audiencia Nacional la semana en la que el tribunal batió todos los récords en juicios por enaltecimiento del terrorismo. Fue el primero de las siete personas que pasaron durante la primera semana de marzo de este año por la Audiencia Nacional por sus comentarios en redes. El escrito de acusación de la Fiscalía señalaba que Remírez llevaba desde 2010 publicando en Twitter comentarios de «apoyo a organizaciones terroristas, a sus integrantes y acciones cometidas y de vejación a las víctimas del terrorismo», por los que pedía una pena de dos años de cárcel, 16 de inhabilitación absoluta y cinco de libertad vigilada.
«Quince días después de que la Audiencia Nacional aprobara el acuerdo con Fiscalía, nos llegó la notificación de que la Sala que me había juzgado en 2009 pedía mi ingreso en prisión»
Finalmente, la defensa de Remírez alcanzó un acuerdo con la Fiscalía, que fue aprobado por el juez, por el que se reducía la condena a un año de prisión, 16 de inhabilitación y a una sanción económica. Con ese acuerdo, Remírez y su defensa pensaron que podrían evitar el cumplimiento de la primera condena. Pero se equivocaban. «Quince días después de que la Audiencia Nacional aprobara el acuerdo con Fiscalía, nos llegó la notificación de que la Sala que me había juzgado en 2009 pedía mi ingreso en prisión. El motivo es que algunos de los tuits por los que se me había condenado los había publicado cuando estaba en el período de inhabilitación absoluta. Así que dijeron que era reincidente«, prosigue Remírez en su relato.
«Así que el resumen para mí es que voy a prisión por un muñeco de cartón y unos tuits. Es decir, voy a prisión por un delito de opinión. Tanto en el delito de 2005, como en el de los tuits, lo único que he hecho ha sido denunciar la dispersión de los presos vascos porque suponen una doble condena para las familias de los condenados. Ya han muertos 16 personas en las carreteras mientras visitaban a sus seres queridos», relata Remírez, que recuerda que el mismo tribunal que le ha condenado por unos tuits dejó libre al torturador franquista Billy el Niño. «Es que en España se han indultado a torturadores, se ha absuelto a Billy el Niño y yo me voy a comer un año de cárcel por dar mi opinión y por unos cuantos chistes malos en Twitter. Yo soy un pringao, un tipo anónimo que escribe de vez en cuando, me parece ridículo que el Estado considere que tengo que estar en prisión», prosigue.
De hecho, Remírez considera que la clave de este asunto es qué busca el Estado con su ingreso en prisión. «La cárcel tiene una función de reinserción y yo estoy integrado en la sociedad. No tengo problemas con mis vecinos. No robo a nadie y tampoco van a conseguir hacer cambiar mi opinión. Entiendo que hay mucha gente que no opina como yo y que considera que defiendo los derechos de asesinos. Es su opinión. Yo digo que todos tenemos derechos y que la política de dispersión que se aplica a los presos vascos vulnera sus derechos», continúa el hombre.
El ponente José Manuel Maza
La sentencia que ahora tiene que cumplir Alfredo Remírez fue dictada por el Tribubal Supremo, en recurso de casación, y su ponente fue el actual Fiscal General del Estado José Manuel Maza. Los hechos descritos son los siguientes. La cuadrilla Herriarenak, de Amurrio (Álava), eligió como Reina y Dama de Honor de las fiestas a los condenados por colaboración con banda armada José Ángel Viguri y Santos Berganza, naturales de Amurrio y que en el momento de los hechos cumplían condena desde hace más de 15 años. El día del chupinazo, Remirez y otra compañera de la cuadrilla llevaron dos muñecos de cartón con las caras de sus elegidos al Ayuntamiento para su nombramiento oficial tratando de que se les pusiera las condecoraciones a los muñecos, algo que fue descartado por las autoridades municipales. Posteriormente, los dos jóvenes sacaron los sacaron al balcón municipal.
El ponente José Manuel Maza sentenció entonces que la acción de los dos jóvenes buscaba «ensalzar, encumbrar o mostrar como digna de honra la conducta de una determinada gravísima actuación delictiva, como lo es la de los elementos terroristas». Por tanto, ratificó la condena de un año que había impuesto la Audiencia Nacional. Por contra, el juez de la Audiencia Ramón Sáez se había distanciado de la sentencia dictada por su tribunal con un voto particular que pedía absolver a los acusados.
«A mi también me jode que se amenace a Puigdemont con acabar como Companys. Pero ellos tienen derecho a decirlo y parece que yo no»
Los motivos de Sáez fueron los siguientes. La acción no había sido acompañada de ningún tipo de información y tampoco podía afirmarse que el nombre de los condenados por colaboración con ETA había sido pronunciado públicamente. Asimismo, destacó el magistrado, en el acto estuvo presente el jefe de la policía local y el responsable del distrito policial de la Hertziana, que no observaron ningún acto de apología o enaltecimiento de terroristas, «lo que desvela que la imagen del rostro de los dos presos condenados no decía nada a la memoria colectiva».
Ahora, 12 años después de aquellos hechos, el condenado tendrá que cumplir la sentencia por haber reincidido a través de mensajes en las redes sociales a juicio de la Audiencia Nacional. «Protesté por la dispersión de presos. Me parece un castigo añadido a las familias de los condenados. Y años después, lo sigo pensando. La dispersión sigue vigente y quizá mis familiares sufran esa misma dispersión», denuncia Remirez.
El hombre de 37 años afirma que no se arrepiente de «estar al lado de los presos y sus familiares y haber denunciado de una forma pacífica y original una cosa tan cruel como es la dispersión de presos, que vulnera los derechos humanos más elementales». Remírez dice que su única arma es una cámara de fotos y la escritura y no entiende por qué tiene que ser condenado.
«Yo sé que mis planteamientos políticos y sociales no van acordé con mucha gente. Eso lo entiendo. Pero creo que tengo derecho a expresarlos. A mi también me jode que se amenace a Puigdemont con acabar como Companys. Pero ellos tienen derecho a decirlo y parece que yo no», dice Remirez que sentencia la entrevista con la siguiente frase: «La libertad de expresión en España es como los billetes de 500 euros, no hay para los pobres».
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