EL PRINCIPIO DE DIVISIÓN DE PODERES EN LA UNIÓN EUROPEA Y EN EL ESTADO ESPAÑOL

Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu, nació el 18 de enero de 1689 en el château de La Brède que su familia materna poseía, rodeado de viñedos, cerca de Burdeos. Según la tradición, sus padres –Jacques de Secondat y Marie-François de Pesnel– realizaron un acto de humildad, como lo ha descrito alguno de sus biógrafos, eligiendo a un mendigo para que fuese su padrino de bautizo, con intención de que el niño no olvidase nunca que, a pesar de su privilegiada posición –pertenecía a una de las familias más aristocráticas de la antigua comarca de Guyena, al suroeste de Francia– los pobres también eran sus hermanos.

Criado por las nodrizas que cuidaban de los demás niños del pueblo, Charles recibió una esmerada educación por parte de su padre –militar retirado, heredero de las gentes de toga y espada, como le habría descrito Alexandre Dumas– hasta que se trasladó, no muy lejos de París, al Colegio de la Abadía de Juilly donde estuvo interno aprendiendo música, esgrima y equitación y –lo que resultó más trascendental para desarrollar su personalidad– recibió las enseñanzas de los padres de la congregación del Oratorio, uno de los centros más avanzados de aquella época, que le inculcaron los valores del espíritu más allá del status social al que se perteneciera.

Continuando la tradición jurídica familiar, estudió Derecho en la Universidad bordelesa y ejerció de magistrado hasta que, en 1713, falleció su padre y tuvo que regresar a La Brède. Ya con el título de Barón, el joven Montesquieu se casó con Jeanne Lartigue; desempeñó el cargo de consejero en el Parlamento regional de Guyena, en sustitución de su propio tío, e ingresó como miembro de la Academia de las Ciencias de Burdeos.

A pesar de que había escrito otras obras, su reputación como escritor dio el salto definitivo en 1721 cuando publicó sus famosas Cartas Persas (Lettres persanes) de forma anónima, aunque su autoría fuese vox populi. Continuando la tradición de las novelas epistolares del siglo XVII, puso en boca de sus protagonistas –los persas Usbek y Rica, de viaje de estudios por Francia– cuestiones relacionadas con la política, la moral, la religión, la economía o la sociología, desde un punto de vista satírico y muy agudo, para demostrar el anacronismo de muchas de las instituciones y costumbres de su país.

El éxito de aquellas cartas y de su posterior obra El Templo de Gnido (Le Temple de Gnide) propiciaron su ingreso en la Academia Francesa y su traslado a París en 1728, donde tuvo ocasión de relacionarse con los salones ilustrados del momento y participar en las reuniones de los círculos políticos más influyentes. Su formación concluyó con un largo viaje de tres años por diversas naciones europeas –especialmente, Inglaterra, donde descubrió las nociones de su sistema parlamentario, la tolerancia religiosa (su mujer era protestante) y la libertad– antes de regresar a su castillo de La Brède.

Allí se dedicó casi veinte años a escribir su libro Del espíritu de las leyes (De l´Esprit des lois) que empezó y dejó en numerosas ocasiones, entregando mil veces á los vientos las hojas que había escrito y que, finalmente, concluyó, siendo publicado en Ginebra (Suiza) en 1748 y convirtiéndose en una de las obras maestras que forman parte del acervo cultural de la Humanidad aunque, en su momento, fuese objeto tanto de grandes alabanzas como de enconadas críticas, por lo que el propio Montesquieu tuvo que defenderse –dos años más tarde– escribiendo la Defensa del espíritu de las leyes (Défense de l´Esprit des lois) que cimentó aún más el éxito de aquélla a pesar de que Roma la incluyó en su lista de libros prohibidos.

Su libro estableció -entre otras claves del pensamiento político, jurídico, sociológico e histórico de todos los tiempos- la teoría de la separación de poderes, afirmando la independencia del poder judicial con respecto al ejecutivo y el legislativo, para asegurar la libertad del pueblo.

Los últimos años de su vida, el autor continuó viajando a París, donde coincidió en reuniones con los enciclopedistas Diderot, d´Alembert y Duclos. Enfermo y con problemas en la vista, el barón de Montesquieu falleció el 10 de febrero de 1755.

http://archivodeinalbis.blogspot.com.es/2011/02/montesquieu.html

 

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EL PRINCIPIO DE DIVISIÓN DE PODERES EN LA UNIÓN EUROPEA Y EN EL ESTADO ESPAÑOL: BREVE REFERENCIA AL PODER JUDICIAL

Por Susana Urbano Gómez

Funcionaria de la Diputación Foral de Bizkaia

http://noticias.juridicas.com/conocimiento/articulos-doctrinales/4679-el-principio-de-division-de-poderes-en-la-union-europea-y-en-el-estado-espanol:-breve-referencia-al-poder-judicial-/

 

I.Teoría de la división de poderes. Autores que la formularon, contexto histórico en que surgió y finalidad.

La teoría de la división de poderes constituye el resultado histórico de la lucha contra el absolutismo de los reyes en nombre de los derechos y libertades de los ciudadanos. Quienes realmente aparecen como formuladores de la teoría de la división de poderes son Locke y Montesquieu. Ambos parten de la necesidad de que las decisiones no deben concentrarse, por lo que los órganos del poder han de autocontrolarse a través de un sistema de contrapesos y equilibrios (checks and balances). Si en el plano doctrinal la teoría de la división de poderes se debe a la obra de Locke y Montesquieu, como se ha comentado, su configuración legislativa se produjo con la Constitución Americana de 1787 y, posteriormente, en el año 1789 la Declaración de los derechos del hombre y de los ciudadanos determinará la necesidad de separación de los poderes.

Es a MONTESQUIEU a quien se le atribuye propiamente enunciar a mediados del siglo XVIII la teoría de la división de poderes en su obra “El Espíritu de Las Leyes” y cuya esencia ha perdurado durante dos siglos. Para Montesquieu el valor político supremo era la libertad y el mayor enemigo de ésta el poder, ya que todo poder tiende por su propia naturaleza a su abuso. Asimismo este pensador consideraba que el poder sólo podía ser detenido por el poder, luego se hacía preciso neutralizar la tendencia al abuso de poder dividiendo el ejercicio del mismo en distintos órganos. En definitiva, y conforme al marco histórico en el que se formuló, Montesquieu afirmó que la libertad de la que gozaba Inglaterra se debía a la separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial así como a la existencia de frenos y contrapesos entre esos poderes a fin de limitarse en busca de un equilibrio que garantice la libertad. De esta manera, Montesquieu estableció la división de poderes como un dogma del constitucionalismo liberal, señalando la existencia de tres poderes en todo Estado:

Poder legislativo: correspondería al Parlamento (que puede ser de una o dos cámaras) que en todos los regímenes democráticos encarna la representación del pueblo al ser designados sus miembros por elecciones iguales, libres y secretas.

Poder ejecutivo: atribuido al gobierno y ocupa la posición política el Jefe o Presidente de Gobierno, que puede o no coincidir con el Jefe de Estado, según sea la forma de gobierno que la Constitución establezca. Su clasificación más importantes de estas formas de gobierno son: 1.- Presidencialistas (como la americana) en donde coinciden el Jefe de Estado y Jefe de gobierno que es elegido directamente por los ciudadanos; 2.- Parlamentarista en donde NO coincide el Jefe de Estado y el Jefe de gobierno. El jefe de Estado es elegido en el caso del Presidente de la República o bien por designación hereditaria en las Monarquías. El gobierno se identifica con el poder ejecutivo propiamente en tanto que el Jefe de Estado sólo tiene funciones arbitrales o de alta representación del Estado (sus actos son refrendados).

Poder judicial: su función es solucionar, sobre la aplicación del derecho, situaciones de conflicto entre partes o trasgresiones de ley. El propio Montesquieu, su descubridor político, advierte que es un poder de escasa importancia política en relación a los otros dos. Para garantizar su función, los Jueces son independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente a la ley.

Esta división del poder del Estado en tres, según Montesquieu, es la única manera de asegurar la libertad de los ciudadanos, pero ésta no puede ser otra que la establecida por las leyes pues un uso ilimitado de la libertad sería despótico. Reconoce la libertad del individuo sólo dentro del marco de la ley. Como por definición los poderes públicos tienden necesariamente a abusar del poder, lo que supondría una negación de esa libertad, parte de la consideración de que una Ley arbitre una estructura orgánicamente separada y equilibrada de poderes, de manera que unos sean freno de los otros, garantizando a los particulares su ámbito de libertad.

                La ley, en definitiva, debe reconocer la libertad y los derechos de las personas a la par que regular un equilibrio armónico de los poderes públicos de manera que unos moderen y controlen a los otros en el ejercicio de las funciones principales que tienen atribuidas en aras a garantizar aquellos derechos y libertades. La Constitución Española (CE) responde a esta idea al estructurarse en dos partes bien diferenciadas: La primera aborda una regulación de los derechos y libertades de los ciudadanos y, la segunda, trata de los poderes del Estado y sus relaciones y controles entre sí.

 

II.Teoría de la división de poderes. Diferencias con las funciones del Estado y la separación de órganos.

1.- La división de poderes se erige como paradigma constitucional del Estado de derecho. El Concepto de Estado de Derecho es político y trata de condensar una forma de organización de la vida social en el que el ordenamiento jurídico ha sido creado de la forma más racional para que no sean mermados las libertades y derechos de la persona. La función del Estado supone una actividad continuada y ordenada al cumplimiento de un fin, siendo éste el DERECHO. El Estado se propone -o es- una realización jurídica, y hablar de la Teoría de la función del Estado es cuestionar cómo se realiza el Derecho en y por el Estado. En la Constitución Española (Art. 1.1.) se dice que: “España se constituye en un Estado Social y Democrático de DERECHO”, siendo así que un Estado de Derecho implica el imperio de la Ley, entendido como ordenamiento jurídico en el que la Constitución forma parte con carácter preferente, a la que se someten todos los poderes públicos (incluido el judicial) y los ciudadanos (Art. 9.1º CE)

                Históricamente se han señalado TRES funciones del Estado: a) La función legislativa, esto es, la creación del Derecho; b) La función ejecutiva que supone la actividad llevada a cabo por unos órganos determinados en aplicación del Derecho para la consecución de un fin de interés público; c) La función judicial, es decir, la aplicación de ese Derecho para solucionar conflictos o controversias prácticas.

                Ahora bien, conviene diferenciar las Funciones (del Estado) de los Poderes (del Estado). La Teoría moderna de la división o separación de los poderes plantea problemas diferentes del que se suscita en la doctrina de las funciones del Estado.

                La Teoría de la división de poderes se ha elaborado teniendo en cuenta las instituciones que se han especializado en determinadas direcciones de la actividad política, y aunque se le haya dado un alcance jurídico, en la media que una división de los poderes constituye una condición, entre otros, en un régimen de garantía de las libertades y derechos de los ciudadanos, lo cierto es que su importancia reside en su valor desde un punto de vista de la estructura del Estado, fruto de circunstancias esencialmente históricas, en donde se ha llevado a cabo la distribución institucional de las fuerzas políticas en un clima de problemático equilibrio entre aquéllas.

                La Teoría de las funciones del Estado plantea un problema de fondo (NO de Estructura del Estado). Las funciones, en cuanto expresan direcciones capitales de la actividad del Estado, se producen -con diferentes complejidades- en todo Estado. En cambio, el sistema y estructura de las instituciones que se reputan poderes, como órganos de ejecución de su actividad, depende de la naturaleza particular de cada Estado y de sus propias circunstancias.

En el régimen constitucional, un poder del Estado es un órgano encargado de realizar una función cardinal de las que conforma la actividad del Estado y así la función legislativa se ha asignado al poder legislativo; la función ejecutiva al órgano ejecutivo y la judicial a los órganos de esta denominación. Sin embargo, debe insistirse en que los poderes públicos no deben ser confundidos, ni se confunden, con las funciones del Estado y, por tanto, no deben asimilarse unos a otras.

                La prueba de la distinción la suministra el hecho, sobre el que se comentará más adelante, de que el mismo poder público interviene en varias funciones: Así, el llamado poder ejecutivo, interviene en la función legislativa al redactar reglamentos y normas de rango inferior de desarrollo de leyes. El poder legislativo no sólo ejerce la función legislativa sino que también interviene en las funciones gubernamentales y administrativas mediante el control parlamentario y, por último, al poder judicial no sólo le corresponde la función jurisdiccional, sino también aquellas otras que una ley expresamente le atribuya.

                En definitiva, se comprueba que los poderes públicos ni realizan exclusivamente funciones de las que específicamente son titulares (el legislativo hace más que legislar; el ejecutivo más que ejecutar las normas, y el judicial no se limita a dictar sentencias en aplicación de las leyes al caso concreto) ni tampoco monopolizan las funciones que se les asigna. Cada uno de estos poderes desempeña, por tanto, funciones principales, que son las tradicionalmente asignadas y funciones accesorias. Por ello, queda demostrado que no se debe confundir los poderes públicos con la función principal que realizan, no sólo porque intervienen cada uno de ellos en funciones accesorias, sino también, porque en el cumplimiento de su función principal recibe cada poder el concurso de los demás y, por consiguiente, no realizan por sí sólos ni siquiera su función principal.

2.- Por otra parte, si no debe ser confundida la teoría de la separación o división de poderes con la doctrina de las funciones del Estado, también conviene decir que NO debe ser confundida con la separación de los órganos. Los poderes públicos, por razón de división del trabajo, deben descomponerse en órganos encargados de ejecutar o elaborar sus voluntades. Existe una estrecha relación entre los poderes públicos y sus órganos y, sin embargo, no se deben confundir pues, por ejemplo, en varios casos la voluntad de un poder es la síntesis de la voluntad de varios de sus órganos, esto es, que existe una separación de órganos pero no de poderes públicos como ocurre en el llamado poder legislativo que tiene por órganos dos Cámaras que, en la elaboración de las leyes, confluye como resultado de ambas voluntades.

 

III. Objeciones a la teoría de división de poderes.

1.- Una de las mayores objeciones que se ha realizado a esta Teoría estriba en el hecho de que postule que en el Estado existan tres poderes, cuando lo cierto es que hay un único poder supremo, como consecuencia de que el Estado es una unidad. Llegados a este punto es necesario recordar que Montesquieu formuló su teoría desde la interpretación de la situación existente en aquella época y, en consecuencia, adscribió a cada poder político real (rey, nobleza y pueblo) otras tantas funciones estatales (legislativo, ejecutivo y judicial) para evitar la concentración del poder en una sola mano y organizarlo dentro de una estructura determinada acorde con la situación del momento. Esta constelación de poderes entre monarquía, nobleza y burguesía garantizaba un equilibrio político, puesto que representaban fuerzas reales en dicho contexto social.

                En la situación constitucional actual, contrariamente, los poderes legislativo y ejecutivo no representan ya poderes políticos independientes, sino únicamente competencias dependientes separadas funcionalmente. Todos los poderes están legitimados por la Constitución democrática y sólo el pueblo representa, por sí mismo, un poder político propio y junto a él no existe ningún otro titular legítimo de poder. Por tanto, aquella “separación de poderes” originaria, representativa de fuerzas sociales, se ha convertido en una “separación de funciones” determinada por la Constitución.

                Este planteamiento puede deducirse sin ninguna dificultad de la Constitución Española de 1978 puesto que el pueblo es el único representante de la soberanía nacional (Art. 1.2 CE: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”).y así lo reafirma el artículo 2º CE, además, reforzado por los términos “indisoluble” y “patria común e indivisible de todos los españoles”. La soberanía sólo es compatible con la democracia si es el pueblo quien encarna políticamente la Nación abstracta y no el Jefe del Estado. En nuestro sistema constitucional el Rey ya NO personifica la soberanía nacional, sino que es tan sólo “símbolo de la unidad y permanencia del Estado” y ser símbolo es todo lo contrario que “representante”, ya que, conforme al artículo 66.1º CE, son las Cortes Generales quienes “representan” al pueblo español, sin que suponga asignar carácter soberano a las Cortes Generales (inexistente por otra parte), sino una naturaleza meramente representativa del soberano constituyente y constitucional que es el pueblo español.

                Queda claro que lo que se ajusta a la realidad es que existen una serie de funciones que se ejercen por ciertos órganos independientes (legislativo, ejecutivo, jurisdiccional), y es por eso que cada órgano estatal representa, dentro de sus límites, el poder único del Estado. Se trataría de un principio para organizar el poder, como un tema de debate político, se referiría sobre todo al ejercicio del poder en el Estado que lo reparte entre diferentes actores que en su ejercicio se interrelacionan.

2.- Lo más defectuoso de la teoría de la separación de poderes es el nombre mismo con que se le designa pues podría interpretarse como una negación a la participación entre ellos y, por ello, no expresar toda la realidad. Lo cierto es que este modelo de separación de poderes responde a un momento histórico concreto, cual era la monarquía absoluta de principios del siglo XVIII, y pretendía poner fin a los desmanes y abusos protagonizados por las monarquías continentales europeas y degeneró en una absoluta y rotunda separación de poderes pues cada poder tenía asignada una parcela concreta y determinada de actuación que debía ser ejercida sin invadir la esfera competencial de los otros dos poderes, aunque se reconocía una facultad de control de unos sobre los otros para evitar el abuso del poder por sus titulares.

                A primera vista, la teoría de la división o separación de poderes formulada por Montesquieu parece suponer que los poderes separados NO participan en las mismas funciones más que para moderarse y no para colaborar, ejerciendo de manera exclusiva y excluyente sus respectivas funciones. Montesquieu no empleó la palabra “colaborar”, que la mayoría de los autores consideran más adecuada para caracterizar esta separación flexible de poderes políticos. No obstante, Montesquieu, como todos los que han utilizado su teoría, no contemplaba en realidad una separación absoluta entre los tres poderes, aunque se le haya criticado lo contrario. Habiéndose inspirado Montesquieu para formular su teoría en la vida constitucional inglesa, entendió el principio de separación de los poderes en un sentido flexible, lo que entraña la colaboración de los mismos poderes en el cumplimiento de las mismas funciones. Se trata, por tanto, de crear una organización estatal que funcione eficazmente y, al mismo tiempo, garantice un equilibrio y control (checks and balances) entre los diversos poderes.

                El resultado es una interdependencia entre los diversos poderes y la necesidad de cooperar entre ellos para tomar decisiones políticas. En conclusión, puede afirmarse de modo verosímil que el objetivo de la teoría política de Montesquieu es la vinculación y no la separación de los poderes. Además, por otra parte, la historia demuestra que los poderes públicos cuando son moderados y controlados los unos por los otros realmente realizan una colaboración de funciones. Evidentemente no podría hablarse de colaboración si no hubiera entre los poderes separación, o sea, que la separación es el presupuesto inexcusable de la colaboración. En todo caso, ello no presupone la capacidad de funcionamiento de la comunidad ni que se alcance una armonía estatal.

3.- Por último, se ha objetado que esta teoría se formuló anteriormente a la aparición de los partidos políticos. Si un partido obtiene la mayoría absoluta del parlamento el jefe de gobierno es, a la vez, líder del partido político mayoritario del parlamento y, en este supuesto, la oposición entre estos dos poderes, legislativo y ejecutivo, sería más formal que real porque un mismo partido político controla de hecho a ambos y la verdadera oposición se daría entre gobierno y mayoría parlamentaria de un lado y la oposición y minorías parlamentarias del otro. Se trataría, en definitiva, no de una simple desviación del principio de división sino de una quiebra del citado principio inherente al propio sistema parlamentario que, por ejemplo, España se declara en el citado Art. 1.2 CE.

                Algunos autores estiman que la teoría de la división de poderes no se invalida en este punto pues los parlamentarios no se deben ni al electorado ni a los partidos políticos que los proponen, en virtud de la prohibición del mandato imperativo y al sistema de incompatibilidades para asumir cargos públicos que no permite que las decisiones de distintos poderes, o dentro de un poder, se tomen por las mismas personas. Con todo, son muchos los factores que hacen que exista un desfase entre la realidad jurídica-constitucional (de corte clásico) y política-constitucional (dependencia del parlamento respecto al gobierno) y, de hecho, la separación jurídica de funciones se incumple.

 

IV. La división de poderes en el marco de la Constitución Española.

1.- En el Estado español, la vigente Constitución Española de 1978 (CE) se inspira en el principio de la división de poderes, a pesar de que no lo formula expresamente en un artículo concreto, pero se deduce claramente al declararse el Estado Español un Estado de Derecho. Aunque no es muy escrupulosa en cuanto a la terminología empleada ya que en ocasiones usa el término PODER para denominar al “poder judicial” (T. VII CE) y, en otras, el de FUNCIÓN para hacer referencia a la ejecutiva y, finalmente, emplea el término POTESTAD para aludir a la legislativa, se establece una división de poderes de corte clásico.

                En la actual situación constitucional se observa la existencia entre los diferentes poderes del Estado de una vida interna permanente fruto de la existencia de controles y frenos mutuos. La Constitución encomienda a las Cortes Generales, entre otras, la función de controlar la Acción del Gobierno y se le faculta para formular peguntas e interpelaciones al gobierno y a cada uno de sus miembros o nombrar Comisiones de Investigación. El Congreso de los Diputados puede exigir la responsabilidad política del Gobierno (que es solidaria) mediante la adopción de una Moción de Censura. Al Gobierno, por su parte, se le reconoce la iniciativa legislativa y la de reforma constitucional; cuenta con la legitimación para interponer el recurso de inconstitucionalidad y tienen la facultad de disolver las Cámaras. Los Tribunales ordinarios controlan la potestad reglamentaria y legalidad de la actividad administrativa.

                Pero, además de existir esos controles que ejercen unos poderes sobre los otros se observa, dentro del respeto a la “esfera nuclear” de cada poder, una colaboración en sus clásicas funciones. Así, el llamado poder ejecutivo, no se limita a realizar una actividad de ejecución sino que interviene en la función legislativa por propia iniciativa, por delegación de las propias Cortes, o a través de Decretos-leyes, en cuyo caso su legitimación viene atribuida directamente por la Constitución ex Art. 86 CE- y promulga leyes. Además, al ejecutivo se le encomienda la redacción de reglamentos y normas de rango inferior a ley que las desarrolle y que, al igual que las normas con rango de ley, constituyen fuente de Derecho e integran el ordenamiento jurídico en cuanto tales. El poder legislativo no sólo ejerce la función legislativa sino que también interviene en las funciones gubernamentales y administrativas mediante el control parlamentario y la exigencia de responsabilidad del gobierno. Y, finalmente, al poder judicial no sólo le corresponde la función jurisdiccional, esto es, la de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado aplicando la ley sino también complementar el ordenamiento jurídico con la doctrina del Tribunal Supremo y ejercer otras funciones NO jurisdiccionales que la Ley Orgánica del Poder Judicial le atribuye.

                Los autores coinciden en señalar que la división tripartita de poderes establecida constitucionalmente se ha transfigurado hasta prácticamente resultar otra al coexistir, junto a los clásicos, una constelación de poderes en el contexto de la realidad social como consorcios económicos, asociaciones empresariales y sindicales, grupos de presión, etc. que también tienen poder real. Se produce, concluyen, una contradicción entre la división de poderes establecida constitucionalmente y la constelación de poderes que existe en el contexto de la realidad social. Por otra parte, se observa una división entre poderes constituyente y constituidos, adquiriendo relevancia en este punto el Tribunal Constitucional, en cuanto órgano supremo del Estado que no integra el poder judicial aunque sí es un órgano jurisdiccional, sometido únicamente a la Constitución y a su propia ley orgánica, por corresponderle el control de la constitucionalidad de las leyes y demás normas con rango de ley elaboradas por los poderes ordinarios, en especial, por el poder legislativo (Parlamento)

2.- Junto a esta división de poderes horizontal, la Constitución también recoge, como piedra angular de la organización de los poderes constituidos la llamada división vertical o territorial, pues el artículo 2 reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que lo integran. Entre los principios generales del Título VIII, el artículo 137 CE afirma que El Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan. Todas estas entidades gozan de “autonomía” para la gestión de sus respectivos intereses. Tal y como señaló el Tribunal Constitucional sobre este artículo, los órganos generales del Estado NO ejercen la totalidad del poder público, porque la Constitución prevé, de acuerdo con una distribución vertical de poderes, la participación en el ejercicio del poder de entidades territoriales de rango diferente.

                Entre el Estado y las Comunidades Autónomas se han distribuido el poder legislativo y ejecutivo, si bien el Estado se reserva las competencias legislativas sobre materias más importantes y declara prevalerte el Derecho estatal. El poder judicial, como se dirá más adelante, no ha sido objeto de distribución y se encuentra centralizado. Por su parte, la autonomía local es menor que la de las Comunidades autónomas -porque no gozan de potestad legislativa que, por el contrario, sí ostentan aquéllas- al carecer de asambleas legislativas. La potestad normativa de los entes locales es meramente reglamentaria.

3.- Una nueva distribución vertical de poderes tiene lugar, como consecuencia de la disposición adicional 1º de la Constitución Española, en el País Vasco, al reconocerse y garantizar la existencia en el ámbito de cada uno de los Territorios Históricos que lo integran, y junto al esquema normal de poder autonómico conformado por un órgano legislativo (el Parlamento Vasco) y otro ejecutivo (Gobierno Vasco), una organización añadida, Juntas Generales y Diputaciones Forales, que se parece más al de la Comunidad Autónoma o al del Estado, que al del resto de las Provincias y Municipios, ya que las Juntas se conforman como un “órgano normativo” que ejerce a través de normas forales y de “control” de las Diputaciones Forales, que se configuran como el “órgano ejecutivo” del Territorio Histórico, con potestad reglamentaria y administrativa. Ahora bien la facultad de dictar normas con rango de Ley formal corresponde en exclusiva al Parlamento Vasco.

 

V. La división de poderes en el marco de la Unión Europea.

1.- La Unión Europea (UE) no es una federación como los Estados Unidos ni una mera organización de cooperación entre gobiernos, como las Naciones Unidas. Los países que la constituyen siguen siendo naciones soberanas independientes pero comparten su soberanía al delegar algunos de sus poderes decisorios en las instituciones comunes creadas por ellos para poder tomar democráticamente y a nivel europeo decisiones sobre asuntos específicos de interés conjunto. Estos ámbitos constituyen el “primer pilar” de la UE. También existen áreas en que los estados miembros no han delegado sus poderes sino que simplemente trabajan juntos en una “cooperación intergubernamental”, que constituyen el “segundo pilar” (PESC) y “tercer pilar” (cooperación policial y judicial en materia penal). En ejercicio del Art. 93 CE tuvo lugar la integración de España.

                Las tres principales instituciones responsables de la toma de decisiones son: a) El Parlamento Europeo (que representa a los ciudadanos de la Unión y es elegido directamente por ellos); b) El Consejo de la Unión Europea (que representa a los Estados miembros individuales); c) la Comisión Europea (que defiende los intereses de la Unión en su conjunto). Además: d) El Tribunal de Justicia Europeo (que vela por el cumplimiento del derecho comunitario); e) el Tribunal de Cuentas (controla las cuentas de todas las instituciones y organismos comunitarios).

2.- Tal vez resulte un tanto ilusorio tratar de encontrar en la Unión Europea el clásico principio de división de poderes presente en las democracias parlamentarias nacionales, aunque parezca que el poder esté repartido entre distintas instituciones. De hecho, incluso en aquéllas, como se ha comentado del caso español, la separación no es tan nítida como antaño. De acuerdo con el Documento de la Convención sobre el Futuro de Europa CONV 162/02, el sistema institucional de la Unión no se basa en el principio de la separación de poderes, ni en una definición de las funciones habituales de las instituciones, como ocurre en el Derecho constitucional clásico. Más bien, los Tratados trazan de manera pragmática las formas de colaboración entre instituciones que representan intereses diferentes. Esta carencia de un sistema coherente de procedimientos para adoptar decisiones y la gran variedad de éstas podría constituir un factor adicional de complejidad y opacidad.

                En efecto, las cuatro instituciones tradicionalmente centrales (Consejo, Comisión, Parlamento y Tribunal de Justicia) apenas tienen un correlato en la clásica división de Poderes, y los tratados no definen el poder legislativo ni el ejecutivo, tan sólo el judicial es el único que recibe un trato coherente y más o menos claro al corresponderle, sin perjuicio de lo que más adelante se dirá, el ejercicio en exclusiva de la función jurisdiccional, en garantía del Derecho comunitario, frente a los demás poderes y para la salvaguardia de los Tratados en cuanto fuente suprema de tal Derecho comunitario.

                Así pues, de los órganos que conforman el denominado triángulo institucional no puede decirse, en puridad, que sean legislativos o ejecutivos, puesto que comparten, en mayor o menor medida, según los casos, las funciones de dirección política, ejecución, control y, especialmente, su intervención en la producción normativa, según la modalidad de procedimiento seguido- e incluso el tribunal de justicia tiene un activismo judicial de alcance próximo a una intervención de naturaleza legislativa.

                El Parlamento Europeo, que ha ido ganando poder con el transcurso de la integración, aprueba la legislación europea, conjuntamente con el Consejo en muchos ámbitos, lo que puede resultar insuficiente para asemejarlo a los órganos legisladores de los Estados miembros. Ahora bien, al igual que en aquéllos, también ejerce el control democrático de todas las instituciones de la Unión Europea, especialmente sobre la Comisión, a través de técnicas como la moción de censura, creación de comisiones temporales de investigación o la obligación de información. Por su parte, el Consejo tiene atribuido el poder legislativo; unas veces junto con el Parlamento Europeo y otras, las menos, en exclusiva; y un poder ejecutivo residual. También tiene responsabilidades en el segundo y tercer pilar de la Unión. La Comisión Europea dispone del muy importante derecho de iniciativa legislativa -aunque no en exclusiva- y funciones ejecutivas que le colocan en la cúspide del poder ejecutivo. En este órgano se imbrican, así, los poderes ejecutivo y legislativo, aunque debe destacarse más por su competencia para controlar la correcta aplicación de la legislación europea. Y, finalmente, los tratados encomiendan al tribunal de justicia garantizar el respeto del Derecho comunitario tanto en la interpretación como en la aplicación del mismo. Ahora bien, como el ordenamiento jurídico comunitario no es completo, esta institución ha rellenado sus lagunas y definiendo los caracteres del nuevo Derecho mediante una actividad creativa que ha resultado determinante en la conformación del Derecho comunitario. Además, la atribución de una vasta competencia ha determinado que su actividad pueda reconducirse a actuaciones judiciales de muy distinta naturaleza: constitucional, administrativa, arbitral, etc. en función de las características de los recursos de que conozca.

                Por último, la determinación de la dirección y prioridades políticas generales, que en los regímenes constitucionales nacionales suele corresponder al Gobierno, queda conferida en la Unión al Consejo Europeo que, con el tiempo, ha terminado convirtiéndose en la más alta institución decisoria de la Unión.

3.- El reparto de poderes entre los órganos básicos en la política de la Unión, así como el sistema de checks and balances que implica, responde pues, antes que a una diferenciación de funciones, a los diversos elementos e intereses que componen las Comunidades y al peso que se concede a cada uno de ellos. Así, el Parlamento Europeo, que no representa a un pueblo europeo sino al cuerpo electoral de los Estados miembros que integran la Unión; sería el representante de los pueblos europeos. El Consejo y el Consejo Europeo serían órganos de expresión de los intereses particulares de los Estados. La Comisión, por su parte, simbolizaría el interés general de la Comunidad, con independencia de los intereses estatales, aunque no con supremacía sobre ellos.

                En definitiva, que en el ejercicio de los tres poderes clásicos en el ámbito de la unión europea pueden concurrir varias instituciones que ejercen funciones de muy distinta naturaleza. Las interrelaciones que se dan convierten la colaboración en algo continuo y necesario, además del respeto al sistema de pesos y contrapesos establecido. Se suele invocar, como principio jurídico que regula las relaciones entre las instituciones de la Unión, ya que no la separación de poderes, el llamado equilibrio institucional. Ello supone, en primer lugar, que las instituciones gozan de autonomía: ni siquiera el Consejo puede ser considerado como una institución dependiente de los intereses de los Estados y, en segundo término, entre ellas no existe una relación de jerarquía, y ninguna puede ser subordinada a otra.

 

VI. Breve referencia a la división de poderes respecto al poder judicial.

VI.1. La división de poderes y el poder judicial en el ámbito español.

1.- El poder judicial hace referencia a uno de los poderes, junto con el legislativo y ejecutivo, en que tradicionalmente se han clasificado los poderes del Estado a partir de la Teoría de separación de poderes formulada por Montesquieu. Montesquieu, después de un viaje a Inglaterra, interpretó que un poder judicial independiente puede ser un freno eficaz del poder ejecutivo. Sin embargo no le dedicó tanta atención como a la confrontación entre el legislativo y ejecutivo y dio por supuesto que los procedimientos establecidos para la selección de sus componentes eran suficiente garantía frente a la posible injerencia de los otros poderes. En “El espíritu de las leyes” (1748), se llega a afirmar que el poder judicial es, en realidad, un poder nulo. El desarrollo del moderno Derecho Constitucional ha mostrado claramente que tal parecer no era acertado. Cada vez más el poder judicial se configura como un poder.

                La necesidad de un órgano independiente que vele por los derechos y libertades de los ciudadanos, aplicando imparcialmente las normas que expresan la voluntad popular y controlando la actuación de los poderes públicos, se configura como la esencia del Estado de derecho. Y al conjunto de órganos jurisdiccionales a los que se atribuye este cometido se llama poder judicial. En la Constitución española (que expresamente se ocupa de este poder en el título VI), y en otras de nuestro entorno, se ha producido un cambio radical en sus funciones pues, además de ostentar en exclusiva el ejercicio de la función jurisdiccional ejerce un control de los poderes ejecutivo y legislativo a través de los tribunales ordinarios y de la jurisdicción constitucional.

2.- El control del Tribunal Constitucional sobre el poder legislativo se establece en el artículo 161.1 a) CE y en el artículo 31 LOTC y resulta exclusivo por cuanto, en virtud del principio de sometimiento a la ley de los poderes públicos, cuando los jueces consideren que una ley o norma con rango legal, de cuya validez dependa el fallo en un procedimiento, pueda ser contraria a la Constitución, no pueden sin más inaplicarlas, sino que habrá de plantear la cuestión ante el Tribunal Constitucional. Este control del Tribunal Constitucional cumple una función equilibradora entre los poderes si se tiene en cuenta, como ya se apuntó, que en el régimen parlamentario, debido a los partidos políticos se produce cada vez más un control del ejecutivo sobre el legislativo, de forma que sin el control del tercer poder se hubiera producido un desequilibrio entre poderes.

                Por lo que respecta al a la jurisdicción contenciosa, y en base al artículo 106.1 CE, se ha constitucionalizado el control judicial de la potestad reglamentaria, abarcando ésta no sólo a la Administración, sino también al gobierno. En virtud del principio de sometimiento al imperio de la ley, y, en relación con los reglamentos o cualquier otra disposición normativa de rango inferior a ley, los tribunales ordinarios pueden inaplicarlas cuando sean contrarios a aquélla (o al principio de jerarquía normativa) y proceder a declarar su nulidad y derogación.

3.- Tanto la independencia como la unidad jurisdiccional, en cuanto principios base de la organización y funcionamiento de los Tribunales, contribuyen al mantenimiento del principio de la división de poderes.

                Así, la independencia no solo se proyecta con respecto a otros órganos constitucionales sino también con respecto a todos los órganos judiciales y de gobierno del poder judicial, por lo que se prohíbe expresamente dirigir instrucciones, de carácter general o particular, sobre la aplicación o interpretación del ordenamiento jurídico. La inamovilidad de jueces y magistrados es la fórmula que garantiza su independencia personal frente a los abusos del ejecutivo mediante la estabilidad en el ejercicio de su potestad jurisdiccional, pero sin ser vitalicio.

                Por su parte, la unidad jurisdiccional supone excluir las jurisdicciones especiales, tanto los Tribunales de excepción (art. 117.6º) como los Tribunales de Honor (art. 26) lo que no impide la posibilidad de especialización de Juzgados y Tribunales. Además, la unidad jurisdiccional implica la reserva de la «Administración de Justicia» como competencia propia del Estado (Art. 149.1.5 CE). La jurisdicción, potestad estatal única, es intransferible, irrenunciable, intangible y no susceptible de ser invadida por las Comunidades Autónomas, es decir, que no tiene lugar una división horizontal del poder judicial, como ocurre con el legislativo y ejecutivo. El conjunto de medios materiales y personales que no integran el núcleo esencial de lo que ha de entenderse por «Administración de Justicia» y que ha de estar «al servicio de la Administración de Justicia» (artículo 122.1 CE) son aptos para que las Comunidades Autónomas asuman competencias sobre ellos en sus respectivos Estatutos de Autonomía.

                Sin embargo, aunque la función jurisdiccional en manos del poder judicial sigue enunciándose en la Constitución Española con un carácter excluyente y exclusivo, lo que significa la prohibición absoluta de los otros órganos de ejercerla, la transformación socio-política ha hecho que, esta exclusividad tenga excepciones. En primer lugar, porque la función jurisdiccional ya no se reduce a la mera aplicación de las normas al caso concreto, pues la doctrina reiterada del Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la Ley, la costumbre y los principios generales del derecho, denominada jurisprudencia, complementa el ordenamiento jurídico (Art. 1.6 CC). En segundo lugar, porque no son los únicos que juzgan y hacen ejecutar lo juzgado, pues la actividad arbitral excluye la aplicación judicial. En tercer lugar, porque también ejercen funciones no jurisdiccionales como encargarse del registro civil e intervenir en los actos de jurisdicción voluntaria o bien en los jurados provinciales de expropiación, y en la Juntas electorales. Finalmente, y en cuarto lugar, porque el artículo 125 CE regula tres cauces de participación ciudadana en la Administración de Justicia que, en resumen, son: a) la acción popular; b) participación mediante el jurado y; c) participación en los Tribunales consuetudinarios y tradicionales.

 

VI.2. La división de poderes y el poder judicial en el ámbito de la Unión Europea.

1.- Los autores coinciden en señalar que el poder judicial en la unión europea es el único que asume las funciones propiamente jurisdiccionales equiparables a las que ejercen los órganos judiciales en un Estado y su denominación se corresponde con la función que clásicamente se atribuye a un órgano de esta naturaleza. Se configura como garante del Derecho Comunitario, con jurisdicción general, exclusiva y obligatoria a la que pueden acceder tanto los Estados como los particulares y cuyas sentencias tienen fuerza ejecutoria por sí mismas en todo el territorio de la Comunidad, sin necesidad de intermediación estatal.

                Que sea una jurisdicción obligatoria significa, a diferencia del caso español en donde, por ejemplo, se regula el arbitraje como medio de resolución de conflictos alternativo a la vía judicial, que los Estados miembros se comprometen a no someter las controversias relativas a la interpretación o aplicación de los tratados a un procedimiento de solución distinto de los previstos por los mismos tratados.

2.- En el ámbito de la Unión Europea se reproducen los mismos principios de la organización y funcionamiento de los Tribunales, como la independencia, unidad de la jurisdicción y la exclusividad que, como se dijo en el caso español, contribuyen al mantenimiento del principio de la división de poderes.

                La independencia e imparcialidad en el ejercicio de sus funciones queda asegurada por el sistema de nombramiento, la “polémica” duración del cargo y un conjunto de derechos y deberes que conforman el estatuto de los jueces y abogados generales.

                También en el ámbito de la unión europea se produce la unidad de la jurisdicción porque ningún otro órgano de la unión ejerce ni participa en sus funciones. Inicialmente existía una jurisdicción única para evitar que disposiciones similares consignadas en los distintos tratados pudieran ser objeto de interpretaciones divergentes. Con el tiempo, y sin que suponga desvirtuar dicha unidad, bien para aligerar la carga de trabajo como por razones de especialización, conforman el entramado de la jurisdicción europea, además del tribunal de justicia , un Tribunal General y el tribunal de función pública.

                El carácter exclusivo de la jurisdicción del Tribunal de Justicia podría resultar contradictorio con el hecho de que el juez estatal, en cualquiera de los niveles jurisdiccionales, es el juez llamado a aplicar el Derecho comunitario. Como ocurre en España con respecto a los ciudadanos, los tribunales nacionales internos participan en la actividad del tribunal de justicia europeo al aplicar el Derecho comunitario en la resolución de las controversias que se les permiten, esto es, aquellos en los que se ven afectados los particulares. Convertir al juez estatal en el juez ordinariamente llamado a aplicar el Derecho comunitario plantea el riesgo de la heterogeneidad en la interpretación de la norma europea que se resuelve al tener el Tribunal de Justicia la misión de unificar los criterios de interpretación del ordenamiento jurídico comunitario mediante el recurso por parte del juez nacional a la denominada “cuestión prejudicial de interpretación o validez”. A pesar de concurrir dos órdenes jurisdiccionales, el nacional y el propio del Tribunal de Justicia, en la aplicación del Derecho comunitario, no es posible hablar de la existencia de una doble instancia jurisdiccional, estatal y comunitaria, sino de un “sistema de cooperación” entre los tribunales nacionales y el Tribunal de Luxemburgo -que forman un único entramado jurisdiccional encargado de aplicar el Derecho comunitario europeo.

                El Tribunal de Justicia, en aras a garantizar el derecho comunitario, ha asumido unas atribuciones de naturaleza constitucional, más que jurisdiccional, que le convierten en un auténtico Tribunal Constitucional de la Unión, como la de resolver conflictos de competencia entre las instituciones de la Unión o delimitar las competencias entre la Unión y sus Estados miembros. Sí se observa peligrar la exclusividad de su competencia en los llamados segundo y tercer pilar, donde la intervención es mínima.

                Finalmente, al completar las lagunas del derecho comunitario, bien recurriendo a fuentes jurídicas no concretas, aunque de naturaleza comunitaria (los principios generales del Derecho), o bien inspirándose en fuentes ajenas al Derecho comunitario, sea el Derecho internacional o el nacional de los Estados miembros, pero con su propia interpretación, el Tribunal de Justicia se convierte en una pieza clave en el proceso de integración y en el proceso de formación del ordenamiento jurídico comunitario interfiriendo en la actividad legislativa. En definitiva, y a diferencia del caso de España, la jurisprudencia del tribunal de justicia es fuente de derecho hasta tal punto que autores de gran relieve dentro de la doctrina han afirmado que “no es posible conocer el Derecho comunitario sólo a través del texto de los tratados, siendo ineludible a esos efectos, conocer también la jurisprudencia de este Tribunal”.

 

VII. Conclusiones.

1.- Con independencia de que en la actualidad la teoría de Montesquieu sea objeto de discusión por la doctrina manteniéndose interpretaciones frecuentemente contrapuestas; lo que sí se ha podido comprobar han sido dos hechos: a) Este equilibrio entre los poderes políticos no supone que sean iguales en sus funciones y facultades; al contrario, hay uno que domina a los otros por más que la reacción de éstos limite la dominación de aquél pero esta dominación ha fluctuado a lo largo del tiempo; b) Este juego de poderes separados y relacionados a la vez constituye una garantía de la libertad del individuo y, por ende, la base de un Estado de Derecho al ser pacífico hoy en la doctrina que la separación de poderes es elemento fundamental de aquél.

Personalmente, considero que la división de poderes es un concepto que trasciende a cualquiera de sus versiones históricas, incluida la de Montesquieu, por lo que éste tiene en cada época y comunidad sus propias peculiaridades y ha de ser entendida de manera diferente a la época en que surgió y conforme a la realidad sociopolítica, no siendo aceptables las dogmatizaciones hechas con este concepto, esto es, mantener una configuración de la división de poderes que sea válida en todas las épocas.

                A pesar de las transformaciones de este principio es posible concluir que la finalidad continúa siendo la misma: limitar y controlar al poder en todas las dimensiones estatales y supra-estatales para asegurar los derechos y libertades de las personas y que la historia misma ha demostrado que el mecanismo efectivo para ello consiste en atribuir diferentes funciones a distintos detentadores de poder que si bien los ejercen en plena autonomía y responsabilidad propia están obligados a cooperar entre sí. La clásica estructuración de la separación de poderes en tres órganos es una forma de la división de poderes, pero no es la única. En las distintas manifestaciones se encuentra presente un sistema de freno y contrapesos, es decir, unos límites capaces de contenerlo.

2.- Cuando se aborda la teoría de la división de poderes en el ámbito de la Unión Europea y se concluye que es ajeno al mismo, lo cierto es que se incurre en el error de compararlo con la concepción de una separación absoluta de poderes que, como se ha comentado, debe ser superada. Ni en el marco español ni en el europeo tiene lugar esta separación absoluta y, por otra parte, tampoco las relaciones entre los distintos detentadores de poder se limitan a ejercer controles y limitaciones, sino que existe una verdadera colaboración de funciones entre unos y otros que, en cada época, alcanza un determinado equilibrio en aras al respecto del derechos y libertades de los ciudadanos.

                La división de los poderes es una manifestación de la idea básica de la división de trabajo a la hora de realizar tareas, con el doble objetivo de evitar el abuso del poder y optimizar la calidad de los servicios pero sin debilitar de tal modo a los agentes que no tengan ni disposición ni la capacidad para asumir responsabilidades. Se trata de un principio para organizar el poder, aplicable no sólo a nivel estatal, sino también a otras organizaciones: Empresas o instituciones internacionales y supranacionales. No se trata de un principio de organización interna de un Estado pues ha demostrado su utilidad en el ámbito mundial y, por tanto, pertinente en el ámbito de de la unión europea siempre que se garantice, por medio de una delimitación y control entre las instituciones, un equilibrio institucional, que respete la esfera de funcionamiento de cada uno de ellos pero manteniendo entre ellos una cooperación leal.

 

Notas

1.- La Constitución establece en su Titulo V una serie de mecanismos constitucionales (preguntas, interpelaciones, peticiones de información, etc., etc.), con un mínimo semanal, que los Reglamentos parlamentarios se han ocupado de desarrollar. El gobierno es un órgano colegiado que delibera y toma acuerdos colectivamente por ello su responsabilidad es solidaria. Esta responsabilidad surge a priori con el papel de investidura y, en el sistema parlamentario español, se exige a través de dos cauces específicos: la moción de censura y la cuestión de confianza.

2.- La autonomía reconocida constitucionalmente a las Comunidades autónomas y a los entes locales NO es Soberanía porque hace referencia a un poder limitado y, además, al ser el Estado (o sea, el pueblo español) donde se residencia la soberanía nacional queda colocado en una posición de superioridad, claro está, en función de la garantía de unidad de la Nación.

3.- El proceso de distribución entre el Estado y las Comunidades Autónomas (CA) se articula a partir de los artículos 149 y 148, comprensivos, respectivamente, de las competencias exclusivas del Estado y de las asumibles por las CA, cuya relación definitiva se plasma en los Estatutos de Autonomía respectivos.

4.- Un sector de la doctrina defiende su dimensión política y no meramente administrativa porque se encomienda a sus corporaciones representativas (Ayuntamientos y Diputaciones) no sólo su administración sino también su gobierno dada la legitimidad democrática de sus representantes, elegidos en virtud de las elecciones locales. En todo caso, La autonomía local reconocida constitucionalmente será objeto de concreción normativa con la ley 7/1985, reguladora de las bases de régimen local y la legislación autonómica respectiva al atribuirse los Estatutos de autonomía competencia sobre esta materia, respetando las bases estatales, lo que confirma el carácter bifronte del régimen jurídico de las autonomía locales: estatal y autonómica.

5.- En el ámbito foral no hay asambleas legislativas pero por normas forales se regulan materias que en el ámbito estatal se reserva a ley como, entre otras, la potestad tributaria que, en virtud la LO 1/2010, de 19 de febrero, de modificación de las leyes orgánicas del tribunal constitucional y del poder judicial únicamente podrán ser fiscalizadas por el Tribunal Constitucional.

6.- Junto a ellos existen otros órganos comunitarios que desempeñan un papel clave en el funcionamiento de la Unión Europea como: a) los órganos consultivos (Comité Económico y Social Europeo y el Comité de las Regiones); b) órganos financieros (Banco Europeo de inversiones, Fondo Europeo de Inversiones y Banco Central Europeo); c) órganos especializados (Defensor del Pueblo Europeo y el Supervisor Europeo de Protección de Datos; y d) órganos interinstitucionales (Oficina de Publicaciones, de Selección de personal y Escuela Europea de Administración). Además, se han creado agencias especializadas y descentralizadas geográficamente en apoyo de los estados miembros y de los ciudadanos que NO son instituciones de la Unión Europea sino organismos creados por un acto legislativo específico para hacer frente a determinadas tareas técnicas, científicas o de gestión, y que se agrupan en cuatro categorías distintas: a) agencias comunitarias; b) agencias ejecutivas; c) Las agencias para la política exterior y seguridad común y; d) Las agencias de política y cooperación policial en asuntos penales.

 

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Constitución Española; Artículo 97: “El Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes”.

     Con el artículo 97 da comienzo el Título IV, que, bajo el epígrafe «Del Gobierno y de la Administración», la Constitución dedica a la configuración del Poder Ejecutivo.

     El citado artículo 97, aún sin definirlo, se refiere a la naturaleza de este segundo poder del Estado, en cuanto que, como dice Garrido Falla, da respuesta implícita a la situación constitucional del Poder Ejecutivo, y, de forma explícita, a la cuestión, de amplio alcance, de las relaciones Gobierno-Administración.

     A estas cuestiones nos referiremos en primer término, para después pasar a examinar, partiendo de la consideración del precepto como cláusula general, las funciones que, a tenor del mismo le competen, y que, en muchos casos, se concretan en competencias específicamente previstas en otros artículos de la Constitución o en otras normas. 

 

A) El Gobierno como Poder Ejecutivo

     De los tres clásicos poderes del Estado (Legislativo, Ejecutivo y Judicial), cuya separación proclama -como no podía ser menos- la Constitución, al Gobierno corresponde, a tenor del artículo 97 de la Constitución, no el poder, sino la función ejecutiva.

     Si recordamos el proceso histórico de la separación de poderes, tal y como lo describe Garrido Falla, «así como los poderes Legislativo y Judicial se forman con las competencias que se han ido arrancando de manos del antiguo Monarca absoluto, en cambio, el Poder Ejecutivo es justamente lo que queda en manos de aquel Monarca una vez realizadas las antedichas sustracciones… Se deduce de aquí el carácter residual del Poder Ejecutivo, que debe ser muy tenido en cuenta para comprender debidamente el tipo de funciones que le corresponden». Y repasa el autor citado la evolución constitucional española, que  demuestra cumplidamente cuanto se acaba de decir.

     La Constitución de 1812, aparte de atribuir a las Cortes -con el Rey- «la potestad de hacer las leyes» (art. 15) y a los Tribunales la de «aplicar las leyes en las causas civiles y criminales» (art. 242), produce, en lo fundamental, una absoluta identificación del Rey con el Poder Ejecutivo, tal y como se desprende de los artículos 16 y 170: «La potestad de hacer ejecutar las leyes reside exclusivamente en el Rey, y su autoridad se extiende a todo cuando conduce a la conservación del orden público en lo interior y a la seguridad del Estado en lo exterior, conforme a la Constitución y a las leyes.»

     Significativamente, la Constitución de 1869 afirmaba -empleando ya la clásica terminología- que «El Poder Ejecutivo reside en el Rey, que lo ejerce por medio de sus Ministros» (art. 35). Y la Constitución canovista de 1876, vuelve a repetir, en su artículo 50, la fórmula de la de 1812.

     Hasta aquí, pues, la identificación del Poder Ejecutivo con el Rey que está en la base de la organización estatal, como también lo está la creencia de que el Ejecutivo sigue siendo el «poder nuclear» o residual. Ello explica que el texto del artículo 172 de la Constitución de 1812, ya citado, enumere doce «restricciones de la autoridad del Rey», que son correlativas garantías de los derechos ciudadanos. Y explica, asimismo, que ningún precepto constitucional se refiera al Gobierno y sus competencias; pues, en definitiva, éste no es sino el instrumento a través del cual el Rey ejerce sus atribuciones.

     El cambio se produce con la Constitución republicana de 1931, que configura como órganos diferentes y separados al Presidente de la República (art. 67) y al Gobierno. Aquél se concibe como Jefe del Estado, por encima, teóricamente, de los tres clásicos poderes, y prácticamente sin el Poder Ejecutivo, que se atribuye, en cambio, al Gobierno, constituido, según el artículo 86, por el Presidente del Consejo y los Ministros.

     En resumen, de la evolución constitucional descrita resulta que se ha ido produciendo, progresivamente, lo que podría considerarse una «despersonalización» del poder, que concluye con la configuración de una Jefatura del Estado (el Rey, en nuestro caso) desprovista total y absolutamente de poderes de gobierno o potestades ejecutivas,  (al menos en el caso de las Jefaturas del Estado monárquicas) y con la identificación entre Gobierno y Poder Ejecutivo.

     Esta concepción es la que acoge nuestra actual Constitución, que atribuye al Rey la Jefatura del Estado (art. 56), y dedica todo un Título (el Título II) a la Corona; mientras que los Títulos IV y V se refieren, respectivamente, al Gobierno -en el que reside, según estamos viendo que declara el artículo 97, la función ejecutiva- y a la Administración el Título IV;   y a las relaciones del Gobierno con las Cortes Generales, es decir, con el Poder Legislativo -como es propio de un régimen parlamentario- el Título V.

 

B) El Gobierno y la Administración

     Si, según acaba de exponerse, en el Gobierno recae, en los Estados constitucionales actuales, el Poder Ejecutivo, ¿qué papel juega en ellos la Administración?

     Porque resulta obvio que Gobierno y Administración son dos órganos distintos, aunque estrechamente vinculados, según se desprende de la rúbrica del Título IV de la Constitución. Tal impresión se refuerza por los artículos 108 y 103 de la Constitución, que establecen, el primero, la composición del Gobierno, el segundo, la remisión a la Ley para la de la Administración. Y, en efecto, distintas leyes regulan, además, uno y otro órgano: la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, y la Ley 6/1997, de 14 de abril, de Organización y Funcionamiento de la Administración General del Estado.

A tenor de la dicción constitucional, tributaria en este punto de la doctrina alemana (Laband, Jellinek, Otto Mayer), el Gobierno «dirige… la Administración civil y militar». Pero de esta redacción no puede entenderse, sin más, que si el Gobierno dirige, la Administración obedece; o dicho de otro modo, que al Gobierno corresponde desarrollar una actividad política, principal, y a la Administración una actividad administrativa o subordinada. Y ello por varios motivos, a saber:

-En primer término, porque desde un punto de vista orgánico, se produce una cierta identificación entre el Gobierno y los altos cargos de la Administración, que son Ministros, Secretarios de Estado, Subsecretarios y Secretarios Generales con rango de Subsecretario. El Gobierno y sus componentes constituyen, pues,  el vértice de la pirámide administrativa

-Por otro lado, desde un punto de vista funcional, también el Gobierno -y no sólo la Administración- produce actos administrativos, y se encuentra sometido, por tanto, en cuanto a éstos, a la revisión de la jurisdicción contencioso-administrativa. En cuanto a la vieja cuestión de los «actos políticos del Gobierno», (que el maestro Posada definía como «actos de poder encaminados a la dirección política del Estado»), exentos de control jurisdiccional a la luz del artículo 2 de la Ley de la Jurisdicción contencioso-administrativa de 1956, queda resuelta por el artículo 2 de la actual Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción contencioso-administrativa,  que incluye en el ámbito de la Jurisdicción contencioso -administrativa la protección de los derechos fundamentales, los elementos reglados y la determinación de las indemnizaciones que sean procedentes en relación con los actos del Gobierno o Consejos de Gobierno de las Comunidades Autónomas, cualquiera que sea la naturaleza de esos actos. 

-En fin, la Administración se ha convertido hoy en el eje central del Poder Ejecutivo, habiendo incluso eclipsado al Gobierno, de modo que hoy es forzoso replantearse el esquema de relaciones entre ambos, que, como acertó a decir Garrido Falla, deben responder al principio de «neutralidad política de la Administración y neutralidad administrativa del Gobierno».

     Para zanjar la cuestión, nada mejor que citar las palabras del propio Tribunal Constitucional: » El Gobierno de la Nación… según el Título IV de la Constitución, aparece diferenciado de la Administración propiamente dicha… a la que dirige» (STC 16/1984, de 6 de febrero). «Tampoco cabe entender que por «Gobierno» el artículo 107 comprenda, en general, el llamado Poder Ejecutivo, incluyendo cualquier Administración pública, como hace, en cambio, el artículo 103 de la Constitución, pues Gobierno y Administración no son la misma cosa y están perfectamente diferenciados en el propio Título IV en que el artículo 107 se inserta» (STC 204/1992, de 26 de noviembre)

     Palabras del Tribunal Constitucional que nosotros completamos aquí con la conclusión de Gallego Anabitarte en los Comentarios a la Constitución de 1978, de Alzaga: la Administración, desde un punto de vista material, actividad o función, es una actividad dirigida al cumplimiento completo de los fines del Estado, comprometida y no independiente, aunque persiga la satisfacción del interés general, en el marco del preestablecido ordenamiento jurídico. De modo que la Administración aparece como un poder o función determinado, frente al carácter indefinido, sin contornos predeterminados de la función de gobierno.

     Cuestión muy relacionada con ésta que tratamos es la de la personalidad jurídica del Estado/Administración, cuyo comentario excede el objeto de estas páginas, pero ampliamente tratada por autores de la talla de García de Enterría, Gallego Anabitarte y Santamaría Pastor, en obras citadas en la Bibliografía.

 

C) Funciones de gobierno

     Dejando al margen de estas líneas cuestiones polémicas, puestas de manifiesto por la doctrina (Sánchez Agesta, Álvarez Conde), tales como la deficiente sistemática constitucional en este punto, la dificultad de precisar qué sea la función de gobierno, y el carácter taxativo o no de la enumeración del artículo 97, sí procede señalar que la Constitución parece referirse a dos tipos de funciones, unas de carácter político, que integrarían la función de gobierno, y otras de carácter jurídico, propias de la función ejecutiva. Con independencia de que esta clasificación tiene un alcance puramente sistemático, es, además, una distinción bizantina, puesto que es difícil identificar con claridad qué es materia gubernamental y qué no, y, del mismo modo, no es raro descubrir visos de carácter político en una actuación que «a priori» parece puramente ejecutiva.

     Teniendo en cuenta las referidas observaciones, veamos las funciones que el artículo 97 atribuye al Gobierno.

 

1.- La función de dirección política.

     En el ejercicio de esta función es donde parece presentarse un mayor margen de discrecionalidad en la actuación del Gobierno; dirección de la política, según la letra del artículo 97, tanto interior, como exterior del país. Se trata, no obstante esta discrecionalidad, de una actividad normada, que tiene su fundamento en la Constitución.  En el desempeño de la función de dirección política -determinante para calificar al Gobierno como órgano constitucional-  se ponen de manifiesto las relaciones del Gobierno con los demás órganos constitucionales. A este respecto, sin intentar establecer una enunciación taxativa, podemos resumirlas, siguiendo a Álvarez Conde, de la siguiente forma:

-En relación con la Jefatura del Estado, el Gobierno no interviene en la configuración de la Corona, pero sí en toda la actividad constitucional del Monarca. Además del refrendo ministerial -véase al respecto el comentario al artículo 64- como manifestaciones concretas de las relaciones Gobierno-Jefe del Estado cabe citar la aprobación de Reales Decretos, acordados en Consejo de Ministros y expedidos por el Rey, o la propuesta de nombramiento y separación de los altos cargos de la Administración del Estado.

-En relación con el Parlamento, las competencias del Gobierno son, debido a la propia mecánica del sistema parlamentario, mucho más numerosas, afectando a cuestiones tales como el funcionamiento de las propias Cámaras (el Gobierno asiste con voz y sin voto a las reuniones de la Junta de Portavoces, interviene en la fijación del orden del día, puede solicitar la celebración de sesiones extraordinarias, y el Presidente del Gobierno determina la disolución de las Cortes Generales y la convocatoria de nuevas elecciones); el ejercicio de la potestad legislativa (el Gobierno está legitimado para ejercer la iniciativa legislativa a través de los proyectos de ley y para oponerse a las proposiciones de ley que supongan un aumento del gasto público, y es partícipe de dicha función a través de los supuestos de delegación legislativa y legislación de urgencia); el ejercicio casi exclusivo de la actividad económica del Estado (que se manifiesta principalmente en la elaboración de los Presupuestos Generales, la emisión de Deuda Pública y el ejercicio de la planificación económica); la declaración de los estados de alarma y excepción y la proposición al Congreso de la declaración del estado de sitio; la autorización de la negociación de los tratados internacionales en los supuestos constitucionales en que así proceda; la participación en los supuestos de reforma constitucional; la necesidad de someterse al control político del Parlamento (normalmente, a través de preguntas, interpelaciones, mociones; extraordinariamente, a través de Comisiones de investigación; y, en su máxima manifestación en los supuestos de cuestión de confianza y moción de censura).

-En relación con el Poder Judicial, hay que citar la intervención del Gobierno en el nombramiento del Fiscal General del Estado y en la composición del Tribunal Constitucional, así como su carácter de órgano activamente legitimado ante el mismo; todo ello, sin olvidar las funciones del Gobierno en relación con la Administración de Justicia.

-En fin, por lo que se refiere a las Comunidades Autónomas, hay que tener en cuenta su presencia en la configuración de las mismas, así como su intervención en el control de su actividad, tanto a través de la figura del Delegado del Gobierno como en los supuestos establecidos en los artículos 153 y 155 de la Constitución.

 

2.- La dirección de la Administración civil y militar y la defensa del Estado.

     El ejercicio de esta competencia -que también participa de la naturaleza de la función de dirección política- debe ser puesto en relación con la posición constitucional atribuida a las Fuerzas Armadas por el artículo 8 de la Constitución y con la señalada en el artículo 104 a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Porque ambos colectivos se encuentran sometidos a la autoridad del Gobierno, que es quien tiene el poder de mando efectivo, no correspondiéndole al Monarca, en virtud del artículo 61.1, más que funciones meramente honoríficas y simbólicas.

     Y es que la función atribuida a las Fuerzas Armadas, configuradas como garantes del ordenamiento constitucional, exige tener en cuenta dos aspectos: por un lado, que no se trata de una defensa jurídica de la Constitución, competencia ésta propia del Tribunal Constitucional y de los Tribunales ordinarios, únicos legitimados para velar por la adecuación del ordenamiento jurídico a la Constitución; y, por otro, que se trata de una defensa política de la Constitución, pero que no podrá ser ejercida genéricamente, sino que tiene su ámbito específico de actuación en los supuestos de estados excepcionales previstos en el artículo 116 de la Constitución, en los cuales el protagonismo corresponde al Congreso de los Diputados y al Gobierno, según los casos. Esa función de dirección de la Administración militar queda regulada específicamente en la Ley Orgánica 5/2005, de 17 de noviembre, de la Defensa Nacional.

 

3.- La función ejecutiva.

     Aun cuando la Constitución atribuye al Gobierno tal función, el Gobierno, según se ha indicado más arriba, es algo más que Poder Ejecutivo. Además, tampoco el Gobierno ejerce en exclusiva la función ejecutiva; por el contrario, existen otros poderes públicos -la Administración y, muy especialmente, los Gobiernos autonómicos- de los cuales se puede predicar, asimismo, el ejercicio de estas funciones. En fin, la función ejecutiva debe diferenciarse del ejercicio de la potestad reglamentaria, a la que de inmediato nos referimos.

 

4.- La potestad reglamentaria.

El ejercicio de esta competencia plantea una problemática específica cuyo tratamiento completo excede del objeto del presente comentario.  No obstante, sí al menos es imprescindible esbozar algo de la misma.

     Por potestad reglamentaria se entiende, de forma muy sencilla, la potestad de dictar normas propias del Poder Ejecutivo. Así como al Parlamento le corresponde dictar leyes, el Gobierno dicta reglamentos, normas de rango inferior a aquéllas, y siempre sometidas al superior imperio de la ley; potestad reglamentaria del Gobierno que es distinta de la mera ejecución de las leyes, y que es compartida no sólo con la potestad reglamentaria de los Ministros y la Administración, sino también con la atribuida a otros órganos constitucionales en el ejercicio de sus competencias.

Al respecto, y en relación con el ejercicio de la potestad reglamentaria por el Gobierno, debe tenerse en cuenta lo establecido en el Título V, art. 22 a 26 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, así como el Acuerdo del Consejo de Ministros de 22 de julio de 2005 por el que se aprueban las Directrices de Técnica Normativa

Por otra parte, al contrario que en otros ordenamientos jurídicos, se debe partir de la inexistencia de una reserva reglamentaria en el Ordenamiento Jurídico español tal y como ha resaltado la STC 329/2005.

                     Sobre el origen, fundamento y evolución de la potestad reglamentaria, así como la relación ley-reglamento, véase la doctrina de las fuentes del Derecho en I. de Otto y en J.A. Santamaría Pastor.

     En fin, todas las funciones hasta aquí enumeradas siguiendo fielmente el texto constitucional las ha de ejercer el Gobierno, como es obvio y se encarga de recordar el segundo inciso del artículo 97 que se comenta, «de acuerdo con la Constitución y las leyes».

Sinopsis realizada por: Isabel Mª Abellán Matesanz. Letrada de las Cortes Generales. Diciembre 2003. Actualizada por Vicente Moret. Letrado de las Cortes Generales. 2011.

http://www.congreso.es/consti/constitucion/indice/sinopsis/sinopsis.jsp?art=97&tipo=2

 

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