SENTENCIA TS SOBRE EL PROCÉS
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«…Ojalá fuera verdad. Ojalá tuviéramos en España unos jueces y tribunales conscientes todos ellos de su papel neutral como poder del Estado que se debe limitar a aplicar con imparcialidad las leyes democráticas. Es cierto que hay jueces independientes que respetan al resto de poderes del Estado, sólo opinan mediante sus sentencias y aplican la ley por igual para todos. Pero no son todos, ni mucho menos. En el Tribunal Supremo, en concreto, estos jueces responsables deben ser una minoría inapreciable. Y el verdadero problema de la sentencia del procés es precisamente ese: que no es una sentencia dictada por un poder neutral y respetuoso con la legalidad. Hay un sector de la judicatura española que en algún momento ha olvidado que la separación de poderes no es sólo una garantía para que nadie interfiera en las decisiones judiciales sino que también obliga a estas a respetar escrupulosamente el papel democrático del Parlamento. Sólo el Parlamento, con la legitimidad que da su elección popular, puede aprobar leyes que sean expresión de la voluntad popular, en palabras del preámbulo de la Constitución. Nada más que el Parlamento puede decidir qué conductas se castigan en España y con qué pena. El Estado de Derecho es el imperio de la Ley, no el imperio de los tribunales…» El Imperio del Tribunal Supremo, Joaquín Urías |
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[1] Repetid todos conmigo: ¡España es una democracia consolidada!
España es una democracia, sí, pero tiene un problema grave que no quiere afrontar: respecto a la disidencia, la democracia en España es defectuosa y autoritaria.
Por Iker Armentia
España es una democracia consolidada. Sí, España es una democracia consolidada. Venga, otra vez. España es una democracia consolidada. Espera, quizás no haya quedado suficientemente claro. España es una democracia consolidada. Ahora todos juntos, repetid conmigo: ¡España es una democracia consolidada!
«España es una democracia consolidada» es una de las frases que más se ha pronunciado desde que el lunes el Tribunal Supremo hizo pública su sentencia sobre el procés. La han enarbolado políticos, tertulianos, columnistas y personajes más o menos famosos a los que ha acudido el Gobierno para que graben vídeos defendiendo que España es una democracia consolidada. Incluso lo han grabado los propios ministros del Gobierno, aunque la Junta Electoral les ha suspendido el vídeo.
Cuesta entender la insistencia del poder y sus portavoces en que quede claro que en España hay democracia. Como estrategia de comunicación no parece lo más adecuado: la primera reacción cuando a uno le están taladrando día y noche con la misma expresión es preguntarse a qué viene tanta autojustificación: ¿será porque la reputación internacional de España no pasa por sus mejores momentos? ¿será porque hay mucha gente que sospecha que la democracia en España no es tan preciosa como la pintan? Con tanta turra, uno termina por preguntarse qué le pasa a la democracia española, que supongo es lo último que quieren que nos preguntemos los que llevan desde el lunes recitando que España es la mejor democracia del mundo mundial.
Pues sí, los pajaritos cantan, las nubes se levantan y España es una democracia liberal. Muchas gracias al Gobierno y los medios por descubrirnos lo evidente. España no es una dictadura una barbaridad que se lee demasiado en las redes sociales-, pero ¿es España una democracia tan consolidada como presume el poder? Supongo que 40 años de democracia consolidan, pero no tanto como pretenden hacernos creer. España tiene un problema grave que no quiere afrontar: respecto a la disidencia, la democracia en España es defectuosa y autoritaria.
Un ejemplo es la sentencia del Tribunal Supremo. Los prebostes de la opinión publicada en España dicen que la decisión es justa y acertada e, incluso, blandengue. Pero si uno avanza entre los árboles del mundo tertuliano y se adentra en el bosque se encuentra con expertos en la materia alertando de las deficiencias de una sentencia que empeora la calidad de la democracia española. Sirvan de ejemplo los artículos del Catedrático de Derecho Penal, Nicolás García Rivas (‘El autoristarismo nada disimulado de una sentencia histórica’) y el profesor de Filosofía del Derecho, José Luis Martí («Un exótico derecho. Protesta y sedición en la sentencia del procés«). Muy recomendable también para entender la debilidad de algunos planteamientos del tribunal es ‘La Sentencia: aspectos cuestionables‘, del Catedrático de Derecho Penal Joan Carles Carbonell.
La sentencia del Supremo se sustenta en una argumentación para el delito de sedición que censura gravemente el ejercicio de la desobediencia civil y la resistencia pacífica. Claro que, según la interpretación cotidiana de los órganos del poder del país, la resistencia no violenta -como la del 1 de Octubre de 2017 es violencia. La sentencia se puede leer también como un paso más hacia el intento de desactivar respuestas pacíficas coordinadas contra decisiones legales y judiciales que se consideran injustas. Convendría no olvidar además que en esa Europa democrática, a la que miramos por encima del hombro, el equivalente a la sedición española tiene penas más reducidas y exige requisitos de violencia.
Este derrape hacia el autoritarismo de la democracia en España no es algo nuevo. En respuesta al periodo de convulsión social que se vivió en España entre 2011 y 2014 (y que tenía como origen la ocupación de plazas del 15-M), el PP aprobó la llamada ‘Ley Mordaza’ que todavía hoy sigue en vigor. Una ley con la que se daba a la Administración la facultad de imponer fuertes multas económicas a quienes participaran, por ejemplo, en movilizaciones de resistencia pacífica como las acciones para evitar desahucios. Una forma de penalizar las protestas sin la intervención de los jueces. El PP también pretendía -aunque no lo ha logrado- que no proliferaran por las redes sociales vídeos grabados por los ciudadanos sobre las intervenciones policiales. Argumentaba el PP que quería garantizar la seguridad de los agentes, pero de paso intentaba evitar la difusión de los casos de violencia policial injustificada.
Otra de las vías para intentar disolver la disidencia del espacio público ha sido el artículo 578 del Código Penal: el delito de enaltecimiento del terrorismo. Las sentencias por apología del terrorismo se multiplicaron por cuatro en los años posteriores a que ETA abandonara la violencia. ¿Hay más apología del terrorismo ahora que no hay terrorismo? ¿Cómo puede ser? “El Gobierno somete a hostigamiento toda una serie de expresiones en Internet -desde letras de canciones políticamente controvertidas hasta simples chistes- utilizando las categorías generales previstas en las leyes antiterroristas de imprecisa redacción del país”, denunciaba Amnistía Internacional el pasado año.
El uso expansivo de la legislación antiterrorista tiene una larga trayectoria en España. Bajo la doctrina ‘Todo es ETA’ apadrinada por la Audiencia Nacional, el 20 de febrero de 2003 el periódico vasco Egunkaria fue clausurado. Siete años después, los acusados fueron absueltos pero el daño estaba hecho. Pocas democracias consolidadas pueden presumir de cerrar periódicos. Un cierre, por cierto, que poco importó a la mayoría de los partidos políticos y medios de comunicación en España.
Y mucho menos importó que varios de los directivos de Egunkaria fueran torturados por la Guardia Civil. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó a España por no investigar las torturas al director de Egunkaria, Martxelo Otamendi. Por cierto, el actual ministro del Interior Fernando Grande-Marlaska fue el juez instructor de varios casos en los que Europa ha condenado a España por no investigar de manera efectiva las denuncias de torturas. Incluso algunos de sus compañeros en la Audiencia Nacional le reprocharon que no tomara medidas para prevenir posibles torturas.
La escasa intervención de las autoridades españolas contra las torturas practicadas por las Fuerzas de Seguridad es otro de los ejemplos de esos tics autoritarios que asoman en la democracia en España. Organizaciones independientes de derechos humanos han denunciado de forma reiterada que no se aplican las medidas necesarias para erradicar las torturas y que las denuncias, en muchos casos, han sido ignoradas. Un dato ahora que se habla de indultos: desde 1998 el Gobierno ha aprobado 26 indultos a policías condenados por torturas.
No deberíamos olvidar otras vulneraciones de derechos humanos como las redadas policiales por motivos raciales que han sido documentadas por periodistas y organizaciones sociales. O la penosa legislación hipotecaria que ha permitido a los bancos ejecutar miles de desahucios injustos. O la falta de justicia con las víctimas del franquismo.
Y podríamos seguir con más ejemplos de actuaciones que demuestran que a la democracia en España le falta todavía un largo recorrido por delante antes de empezar a ponerse medallas. Pero, recordad, que no se os olvide: España es una democracia consolidada.
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SUMARIO:
[1] Repetid todos conmigo: ¡España es una democracia consolidada!, por Iker Armentia
[2] El autoritarismo nada disimulado de una sentencia histórica, por Nicolás García Rivas
[3] Sedición y reminiscencias autoritarias de la Fiscalia, por Nicolás García Rivas
[4] Un exótico derecho. Protesta y sedición en la sentencia del Procés, por Jose Luis Martí
[5] La Sentencia: aspectos cuestionables, por Joan Carles Carbonell
[6] El Imperio del Tribunal Supremo, por Joaquín Urías
[7] José María Mena: «Es correcto hablar de presos políticos; el Supremo ha dado una dimensión política a la sedición», por Oriol Solé Altimira
[8] El portavoz del PP en el Senado, a sus compañeros: «Controlaremos la sala segunda (del Supremo) desde detrás», Redacción El Periodico
[9] ¿En qué momento se jodió Cataluña?, por Pedro Garcia Cuartango
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[2] El autoritarismo nada disimulado de una sentencia histórica
Por: Nicolás García Rivas – Catedrático de Derecho Penal
La primera imagen que se asoma a la mente de quien lee y analiza la sentencia dictada por el Tribunal Supremo en el caso del secesionismo catalán es la de los distintos representantes de la Fiscalía General del Estado (vinculada por su Estatuto a la defensa de la legalidad) proclamando sin argumentos que los hechos juzgados fueron constitutivos de un delito de rebelión porque concurrió la violencia o la amenaza de violencia o la violencia sobre las cosas, que de todo hubo. A la postre, los fiscales que aparecieron en carrusel ante la Sala no han logrado convencer a los siete magistrados de que los actos juzgados fueran constitutivos de un delito de rebelión. Muy a su pesar, los más de cien penalistas que denunciamos hace dos años la utilización espuria de ese gravísimo delito teníamos razón.
El juicio contra los cabecillas del independentismo catalán estuvo marcado desde el principio por un apelativo que llenó titulares de periódicos, alegatos parlamentarios y, lo que es peor, resoluciones judiciales: que Junqueras y el resto de los acusados eran «golpistas», que pretendieron dar un golpe de Estado, lo mismo alguna política dijo que «incluso peor» que el intento del 23F, cuando Milans sacó los tanques a la calle y Tejero secuestró el Congreso de los Diputados con un grupo de guardias civiles. La evidente distancia entre aquellos hechos y lo ocurrido ahora en Cataluña no deja resquicio a la duda en el plano penal: mientras aquello era una rebelión clarísima, esto último fue quizá un «atentado grave al interés general de España» como dice el art. 155 de la Constitución lejano de la rebelión violenta.
Todas las manifestaciones llevadas a cabo en Cataluña habían hecho gala de un pacifismo deliberado, más allá de algunas extralimitaciones menores. Es cierto que los políticos acusados habían desobedecido las órdenes del Tribunal Constitucional, que les conminó a no seguir por esa vía, pero de ahí a calificar los hechos como rebelión hay un abismo en el que no ha caído la sentencia. Sin embargo, el Supremo se extralimita en mi opinión a la hora de valorar la «seriedad» de los fines secesionistas calificándolos como «mera ensoñación» y como «artificio engañoso», porque ello se compadece muy mal con una larga serie de resoluciones del mismo Tribunal que hicieron hincapié en el carácter perfectamente organizado del secesionismo para mantener la acusación por rebelión y la consiguiente prisión preventiva. Este giro radical permite sospechar que se mantuvo la anterior opinión de un modo poco razonado.
La condena por el delito de sedición abre un intenso debate jurídico, que no se centra sólo en lo acertado de esa calificación sino en la propia persistencia de esa figura penal. Años antes de que comenzara el «Procés», en 2007, escribí en unos Comentarios al Código Penal que «esta figura delictiva debe desaparecer para dejar su espacio a los desórdenes públicos, pues de un desorden público se trata». Insospechado entonces el protagonismo que iba a alcanzar la sedición 12 años después. Si propugné su desaparición era por dos razones: la enorme ambigüedad de la conducta castigada y la raíz profundamente autoritaria de este delito.
Por lo que se refiere a lo primero, el art. 544 del Código Penal castiga el «alzamiento público y tumultuario para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales». Es decir, que si un grupo numeroso de personas se manifiestan contra la aplicación de una Ley (posiblemente injusta) puede haber sedición; pero también si un funcionario judicial intenta practicar un desahucio y los vecinos de la familia desahuciada se «alzan» para impedirlo…. ¿Qué es entonces lo que se pretende castigar? Al responder a esta pregunta se descubre precisamente la raíz autoritaria de este delito.
Tanto los Códigos Penales decimonónicos (1848, 1850 y 1870) como la legislación de orden público (Ley de 1870) colocaban la sedición junto a la rebelión porque en el fondo se concebía el orden público como «orden social» u «orden político», un espacio cerrado a cualquier disidencia cuya represión estaba encomendada a la autoridad militar, habilitada para declarar nada menos que el estado de guerra cuando «se hubiere manifestado rebelión o sedición». Y a partir de esa declaración todo el poder (legislativo, ejecutivo y judicial) quedaba en manos de dicha autoridad militar, para anular las libertades y juzgar sumariamente a los disidentes. Pero si este antecedente remoto no rezumara autoritarismo por los cuatro costados, algo más cerca queda la criminalización de las huelgas de trabajadores en la época franquista mediante el delito de «huelga sediciosa», cuya derogación se planteó el Tribunal Constitucional en 1981 porque parecía frontalmente contrario a la Carta Magna. Los antecedentes no pueden ser, por tanto, menos presentables.
Dicho eso, la explicación que ofrece la sentencia no convence en absoluto. Sostiene que es un delito contra el orden público y no contra la Constitución, pero al definir aquél no lo identifica con la «tranquilidad pública» o la «paz en la calle» (nociones propias de Estados democráticos) sino con el «normal funcionamiento de las instituciones», lo que se parece sospechosamente a la definición contenida en el art. 1º de la Ley de Orden Público de 1959, eje de la represión franquista: «el normal funcionamiento de las instituciones públicas y privadas»se decía entonces. ¿Por qué siguen ese camino tan autoritario los siete magistrados del Supremo? Porque necesitan justificar que los altercados del 20 de septiembre y del 1 de octubre de 2017 no fueron unos simples desórdenes públicos, una mera extralimitación en el derecho de reunión (si hubo alguna), sino el momento culminante de un proceso político que no pretendía sólo protestar contra medidas gubernamentales sino que iba más allá: cuestionaba el mismo orden jurídico, perseguía subvertir el orden constitucional. Aquí se aprecia una grave fisura en la argumentación del Tribunal Supremo, que emplea miles de palabras para decir que no está castigando la ideología independentista pero utiliza esa misma finalidad («extremista») para justificar la concurrencia de la sedición.
Descendiendo al detalle de la condena, según la sentencia se verificó la sedición en dos momentos: el 20 de septiembre de 2017, cuando 40.000 personas fueron reunidas y alentadas por los dirigentes independentistas «para impedir» el registro en la Consejería de Economía, y el 1 de octubre, cuando 2 millones de catalanes fueron llamados a votar en un referéndum ilegal, a sabiendas de su ilegalidad y con la finalidad de incumplir la orden del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, que había prohibido su celebración. Respecto al primero de los momentos, la respuesta es clara: por grande que sea el número de ciudadanos reunidos en la calle para manifestarse contra una medida (judicial, gubernamental o legislativa), la Constitución ampara el derecho de todos y cada uno de ellos a manifestarse, habiendo declarado el Tribunal Constitucional que se trata de un derecho preferente porque sirve para conformar la opinión pública democrática.
El oportuno recurso dirá si el Alto Tribunal mantiene esta opinión. Y por lo que se refiere al referéndum ilegal del 1 de octubre, habría que decir dos cosas: en primer lugar, que su convocatoria se anunció el 9 de junio de 2017 y se verificó mediante la Ley de transitoriedad, fechada el 8 de septiembre del mismo año, lo cual impide decir -como hace la sentencia- que los 2 millones de catalanes fueran a votar «para» desobedecer esa resolución que lo prohibía; más bien votaron «a pesar de» dicha prohibición, que no es lo mismo. En segundo lugar, por mucho que se empeñe el Supremo, si la convocatoria ilegal de un referéndum quedó despenalizada en 2005 (Aznar la había penalizado poco antes), resulta imposible aceptar que promover esa convocatoria y acudir efectivamente a votar constituya una sedición.
La conclusión a que todo ello nos aboca no puede ser más decepcionante en términos democráticos. El Tribunal Supremo ha buscado la forma de condenar cuando no había materia suficiente para ello, recurriendo a una argumentación que adolece de un autoritarismo nada disimulado. La deslealtad institucional catalana quedó reprimida mediante el artículo 155 de la Constitución; no hacía falta escarmentar a los independentistas con penas largas de prisión. La calidad democrática de España ha descendido varios enteros con esta sentencia.
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[3] Sedición y reminiscencias autoritarias de la Fiscalía
La denuncia presentada por la Fiscalía de la Audiencia Nacional nos retrotrae a tiempos cercanos al franquismo y desconoce por completo la evolución del delito de sedición en los últimos treinta años
Por Nicolás García Rivas – Catedrático de Derecho penal de la Universidad de Castilla-La Mancha
El Fiscal Jefe de la Audiencia Nacional ha firmado una denuncia contra todos aquellos ciudadanos que, profundamente indignados, protestaron a veces airadamente contra la operación policial del día 20 de septiembre en Barcelona, imputándoles la presunta comisión de un delito de sedición, que se castiga en nuestro Código Penal con un mínimo de cuatro a ocho años de prisión. ¿Tiene visos de prosperar esta denuncia? ¿Existen argumentos jurídicos que la sostengan?
Conviene saber que el delito de sedición acompañó históricamente al de rebelión porque se consideraba que ambos atentaban contra el orden público, entendido como “orden social” u “orden político”, tanto si un militar pretendía cambiar el Gobierno legítimo como si un grupo de ciudadanos protestaba contra el llamado “impuesto de consumos”. Es decir, los intentos de golpe de Estado y las simples algaradas populares atentaban (en mayor o menor medida) contra ese “orden público” en un sistema político que no garantizaba el derecho de reunión y manifestación. Por ello decían los penalistas del siglo XIX que la sedición era una “rebelión en pequeño”.
A la hora de justificar su calificación de los hechos ocurridos el día 20 de septiembre en Barcelona, sigue al pie de la letra ese precedente obsoleto, olvidando algo tan elemental como que el supuesto alzamiento de los manifestantes nunca podrá ser considerado organizado justamente porque fue la respuesta (generalmente pacífica, aunque vociferante, y a veces más airada) contra una operación policial cuyo supuesto éxito se basó en el “elemento sorpresa”, lo que invalida por completo su caracterización como un alzamiento previamente organizado.
Pero por encima de todo eso, cualquier Fiscal español sabe que los preceptos penales deben ser interpretados de acuerdo con “la realidad social del tiempo en que han de ser aplicados” (art. 3 del Código Civil) y no conforme a pautas de una época pretérita, superada y autoritaria. Y también sabe que para calificar como delito contra el orden público una conducta hay que introducir consideraciones sobre el legítimo derecho a reunirse y manifestarse de cualquier ciudadano (art. 21 de la Constitución) y asumir que, como dice nuestro Tribunal Constitucional, ésta garantía constituye un derecho instrumental para la consecución y realización de otros derechos y libertades, al igual que se configura como un elemento primario de participación política.
En definitiva, la denuncia presentada por la Fiscalía de la Audiencia Nacional nos retrotrae a tiempos cercanos al franquismo, desconoce por completo la evolución del delito de sedición en los últimos treinta años y, lo que es peor, fuerza la letra de la ley para considerar un alzamiento público y violento lo que no dejó de ser una manifestación de repulsa (justificada o no) contra una actuación policial. Si el asunto no tuviera los tintes políticos que tiene, se resolvería penalmente mediante un sobreseimiento o, como mucho, como un delito de resistencia a la autoridad, pero nunca como una sedición.
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[4] Un exótico derecho. Protesta y sedición en la sentencia del procés
La interpretación extensiva que el TS hace del artículo 544 CP pone en jaque nuestros derechos democráticos, y en este sentido es injusta y peligrosa
Por José Luis Martí, profesor de filosofía del derecho de la Universidad Pompeu Fabra
La sentencia del procés ya está aquí. Ha llegado a la hora del desayuno el lunes por la mañana, tal y como estaba previsto. 493 páginas una sentencia mucho más breve de lo esperado y de lo deseable con condenas duras de 13, 12, 11, 10 y 9 años para la mayoría de los acusados y dictada por unanimidad, sin votos particulares. La noticia de la publicación de la sentencia ha puesto rápidamente en marcha el dispositivo de reacción de protesta del Tsunami Democrático, con movilizaciones multitudinarias por toda Catalunya, tal y como estaba previsto, y creando también situaciones de confrontación grave diversas cargas policiales, más de 50 heridos tanto en el aeropuerto del Prat como en la Vía Layetana, que tal vez no estaban previstas. Lo primero que debemos hacer, por responsabilidad, todos los que expresamos nuestra voz en la esfera pública es pedir calma a todos, tanto a los manifestantes como a las personas responsables de los dispositivos policiales. Que aquellos que quieran puedan ejercer libremente su derecho de protesta, que no es ningún “exótico derecho”, como sostiene el Tribunal Supremo, pero que lo hagan siempre pacíficamente, en la buena tradición del movimiento independentista de la acción democrática no-violenta.
Los juristas vamos a tardar días, probablemente semanas, en digerir y discutir hasta los últimos pormenores de esta sentencia, la más importante de la historia reciente de España. Pero ya es momento de hacer unas primeras valoraciones sobre sus aspectos más importantes. Y la primera y más importante conclusión que debemos extraer, digámoslo con claridad y desde el inicio, es que esta es una sentencia injusta y jurídicamente incorrecta. Lo es al menos para las 9 personas que han sido condenadas por sedición. Aunque, como veremos hacia el final, lo es todavía más para una de esas personas, Carme Forcadell. Es verdad que el derecho –conviene recordarlo siempre– no es matemática, ni lógica formal, sino una práctica argumentativa. Las cosas no suelen ser blancas o negras, sino que adquieren diferentes tonalidades de grises. Y los desacuerdos entre juristas acerca de cuál es la decisión judicial correcta son consustanciales a la propia idea de sistema jurídico. De lo que se trata es de examinar la fortaleza de los argumentos en una y otra dirección, y luego formarse un juicio lo más sólido posible. Dicho esto, el gris de esta sentencia es muy, pero que muy oscuro. Y deja, creo yo, muy poco espacio para la discrepancia.
En primer lugar, hay que señalar un acierto de la sentencia. La imputación de rebelión, que recordemos permitió en un primer momento la suspensión de los derechos políticos de algunos de los presos en aplicación del probablemente inconstitucional– artículo 384 bis de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y cargar las tintas para justificar una injustificable prisión provisional que ha durado dos años, ha quedado rechazada de plano en el punto tercero del Juicio de Tipicidad al no haberse probado el tipo de violencia necesaria para alcanzar ninguna de las finalidades contempladas por el artículo 472 del Código Penal. Tal y como ya habían dicho los tribunales de Schleswig-Holstein, Bélgica, Gran Bretaña y el Grupo de Trabajo sobre Detención Arbitraria de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, no se produjeron en los hechos de 2017 actos de violencia destacable suficientes para constituir dichos delitos. Se dice que hubo violencia, entendida de forma extensiva como intimidación grave, tanto el día 20 de septiembre en el cerco a la Consellería de Economía como el 1 de octubre en la movilización del referéndum. Pero esa violencia no era instrumental y funcional a los fines recogidos por el art. 472 CP que regula la rebelión (después volveré sobre este punto). Pero es que además tampoco se daba el elemento subjetivo del tipo penal de la rebelión, pues, nos sigue diciendo la sentencia, los acusados eran plenamente conscientes de la imposibilidad real de derogar o suspender el orden constitucional, y simplemente se dedicaron a engañar a la ciudadanía al respecto. Celebremos esto. Que se absuelva a los acusados de rebelión evita un escándalo internacional descomunal y un nivel de injusticia que sería difícilmente soportable, como ya avisé en artículos anteriores (aquí y aquí).
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La sentencia del procés ya está aquí. Ha llegado a la hora del desayuno el lunes por la mañana, tal y como estaba previsto. 493 páginas –una sentencia mucho más breve de lo esperado y de lo deseable– con condenas duras de 13, 12, 11, 10 y 9 años para la mayoría de los acusados y dictada por unanimidad, sin votos particulares. La noticia de la publicación de la sentencia ha puesto rápidamente en marcha el dispositivo de reacción de protesta del Tsunami Democrático, con movilizaciones multitudinarias por toda Catalunya, tal y como estaba previsto, y creando también situaciones de confrontación grave diversas cargas policiales, más de 50 heridos tanto en el aeropuerto del Prat como en la Vía Layetana, que tal vez no estaban previstas. Lo primero que debemos hacer, por responsabilidad, todos los que expresamos nuestra voz en la esfera pública es pedir calma a todos, tanto a los manifestantes como a las personas responsables de los dispositivos policiales. Que aquellos que quieran puedan ejercer libremente su derecho de protesta, que no es ningún “exótico derecho”, como sostiene el Tribunal Supremo, pero que lo hagan siempre pacíficamente, en la buena tradición del movimiento independentista de la acción democrática noviolenta.
Los juristas vamos a tardar días, probablemente semanas, en digerir y discutir hasta los últimos pormenores de esta sentencia, la más importante de la historia reciente de España. Pero ya es momento de hacer unas primeras valoraciones sobre sus aspectos más importantes. Y la primera y más importante conclusión que debemos extraer, digámoslo con claridad y desde el inicio, es que esta es una sentencia injusta y jurídicamente incorrecta. Lo es al menos para las 9 personas que han sido condenadas por sedición. Aunque, como veremos hacia el final, lo es todavía más para una de esas personas, Carme Forcadell. Es verdad que el derecho conviene recordarlo siempre no es matemática, ni lógica formal, sino una práctica argumentativa. Las cosas no suelen ser blancas o negras, sino que adquieren diferentes tonalidades de grises. Y los desacuerdos entre juristas acerca de cuál es la decisión judicial correcta son consustanciales a la propia idea de sistema jurídico. De lo que se trata es de examinar la fortaleza de los argumentos en una y otra dirección, y luego formarse un juicio lo más sólido posible. Dicho esto, el gris de esta sentencia es muy, pero que muy oscuro. Y deja, creo yo, muy poco espacio para la discrepancia.
En primer lugar, hay que señalar un acierto de la sentencia. La imputación de rebelión, que recordemos permitió en un primer momento la suspensión de los derechos políticos de algunos de los presos en aplicación del –probablemente inconstitucional artículo 384 bis de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y cargar las tintas para justificar una injustificable prisión provisional que ha durado dos años, ha quedado rechazada de plano en el punto tercero del Juicio de Tipicidad al no haberse probado el tipo de violencia necesaria para alcanzar ninguna de las finalidades contempladas por el artículo 472 del Código Penal. Tal y como ya habían dicho los tribunales de Schleswig-Holstein, Bélgica, Gran Bretaña y el Grupo de Trabajo sobre Detención Arbitraria de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas, no se produjeron en los hechos de 2017 actos de violencia destacable suficientes para constituir dichos delitos. Se dice que hubo violencia, entendida de forma extensiva como intimidación grave, tanto el día 20 de septiembre en el cerco a la Consellería de Economía como el 1 de octubre en la movilización del referéndum. Pero esa violencia no era instrumental y funcional a los fines recogidos por el art. 472 CP que regula la rebelión (después volveré sobre este punto). Pero es que además tampoco se daba el elemento subjetivo del tipo penal de la rebelión, pues, nos sigue diciendo la sentencia, los acusados eran plenamente conscientes de la imposibilidad real de derogar o suspender el orden constitucional, y simplemente se dedicaron a engañar a la ciudadanía al respecto. Celebremos esto. Que se absuelva a los acusados de rebelión evita un escándalo internacional descomunal y un nivel de injusticia que sería difícilmente soportable, como ya avisé en artículos anteriores (aquí y aquí).
«LA PRIMERA Y MÁS IMPORTANTE CONCLUSIÓN QUE DEBEMOS EXTRAER, DIGÁMOSLO CON CLARIDAD Y DESDE EL INICIO, ES QUE ESTA ES UNA SENTENCIA INJUSTA Y JURÍDICAMENTE INCORRECTA»
Si nos vamos ahora al otro extremo de las imputaciones, que Vila, Borrás y Mundó hayan sido condenados por desobediencia y se les imponga así una multa de 60.000 euros me parece jurídicamente correcto. El delito de desobediencia lo cometieron de hecho y claramente todos aquellos que fueron apercibidos por parte del Tribunal Constitucional a hacer aquello que estaba en sus manos para detener e impedir el referéndum, y en lugar de ello se dedicaron cuanto menos a alentar a la ciudadanía a votar. Así que bienvenidas estas condenas también.
Con respecto al delito de malversación de caudales públicos, prefiero no entrar demasiado en el análisis, pues se trata de un delito muy técnico del que no poseo los conocimientos necesarios para poder evaluarlo con rigor sin estudiarlo antes más a fondo. El TS lo da por probado en su acepción de administración desleal y por cuantía “que supera ampliamente la cantidad de 250.000 euros”, lo cual le permite al tribunal condenar en su modalidad agravada. Dicha modalidad agravada podría implicar, por sí sola, penas de 4 a 8 años, aunque los cuatro condenados por malversación Junqueras, Romeva, Turull y Bassa lo son también por sedición y el TS ha estimado que debe aplicar las penas en concurso medial, así que el impacto que esta condena ha tenido en la suma final de años de prisión es relativamente menor.
Pero pasemos ya, sin más dilaciones, al punto central de la sentencia, y aquel que constituye la razón principal de su injusticia y de su incorrección jurídica: la condena por sedición. Habiendo absuelto a los acusados del delito de rebelión por, entre otras razones, la ausencia de violencia necesaria instrumental y funcional para cometerlo, el TS considera que 9 de los acusados sí cometieron en cambio un delito consumado de sedición del artículo 544 CP, esto es, que son responsables de un alzamiento público y tumultuario “para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes o a cualquier autoridad, corporación oficial o funcionario público, el legítimo ejercicio de sus funciones o el cumplimiento de sus acuerdos, o de las resoluciones administrativas o judiciales”. Y llegamos a la pregunta del millón de dólares en este juicio: ¿qué significa exactamente alzamiento público y tumultuario? ¿Cómo debemos interpretar este precepto de forma que sea coherente con el lugar que ocupa en el Código Penal y, sobre todo, con la enorme pena que prevé el código para dicho delito? Lo que el TS ha hecho en esta sentencia es fundamentalmente una interpretación extensiva del tipo penal de sedición que recorta inadmisiblemente las libertades democráticas de manifestación y protesta, lo cual es ya de por sí gravísimo, y lo hace sobre la base de una fina trampa argumentativa que enseguida paso a desvelar. Pero vayamos por partes.
En primer lugar, el delito de sedición contemplado por el código penal español directamente no existe en muchos países de nuestro entorno en los que en cambio sí existe el delito de rebelión. Esto no deja de ser extraño, sobre todo teniendo en cuenta las elevadas penas que conlleva. Existen, eso sí, los delitos de desórdenes públicos, que suelen ser castigados, como en el caso español, con penas muy inferiores, en ocasiones simplemente de multa. Y digo que es extraño por lo siguiente. El corazón del derecho penal de un país lo conforman el conjunto de delitos considerados más graves y que constituyen lo que los penalistas llaman los delitos de conducta mala in se, es decir, los que tipifican conductas que son consideradas inherentemente moralmente dañinas. Este corazón del derecho penal es muy similar en todos los códigos penales del mundo, que suelen criminalizar las mismas conductas más graves, como el asesinato, el homicidio, la violación, la tortura, los delitos de terrorismo, etc. Existen diferencias notables entre países en lo que respecta a las penas con las que se castigan los delitos en general, y también estos delitos en particular, pero no tanto respecto a cuáles son las conductas tipificadas como delitos, especialmente las más graves e importantes. Por el contrario, el delito de sedición supone una excepción a esta regularidad.
«LO QUE EL TS HA HECHO EN ESTA SENTENCIA ES FUNDAMENTALMENTE UNA INTERPRETACIÓN EXTENSIVA DEL TIPO PENAL DE SEDICIÓN QUE RECORTA INADMISIBLEMENTE LAS LIBERTADES DEMOCRÁTICAS DE MANIFESTACIÓN Y PROTESTA»
En segundo lugar, debemos recordar que la pena que prevé el código para el delito de sedición en su modalidad agravada, es decir, en el caso de que sea cometido por autoridades públicas, es de 10 a 15 años, que es exactamente la misma pena que impone nuestro CP por homicidio. Esto nos indica que no estamos hablando en ningún caso de un delito menor, como sí lo son el resto de delitos recogidos en el mismo Título XXII dedicado a los “Delitos contra el orden público”. Esta especificidad llevó, de hecho, a la jueza Lamela, en sintonía con parte de la doctrina, a sostener que el delito de sedición era una especie de delito de rebelión de segunda categoría, como si sedición fuera todo aquello que no alcanza a ser rebelión porque el alzamiento que exige el tipo no ha sido violento, sino únicamente “tumultuario”. Una interpretación así hubiera facilitado la vida al Tribunal, pues la falta de verificación del requisito de violencia instrumental y funcional que el 472 requiere que acompañe al alzamiento para que este constituya rebelión no sería obstáculo para condenar por sedición. Sin embargo, la sentencia descarta explícitamente esta hipótesis. Se trata no solo de dos delitos contenidos en dos Títulos distintos del Código, y que persiguen por ello ilícitos de naturaleza distinta, sino que además los fines subjetivos que son elementos necesarios del tipo de rebelión por ejemplo, la intención de derogar o suspender total o parcialmente el orden constitucional son totalmente irrelevantes en el caso de la sedición. Lo que importa para los artículos 544 y 545 es únicamente que el alzamiento sea público y tumultuario, y se haga, como ya he dicho, para impedir la aplicación de leyes, o el ejercicio de funciones a una autoridad, o el cumplimiento de una resolución administrativa o judicial. “El alzamiento”, se dice, “se caracteriza por esas finalidades que connotan una insurrección o una actitud de abierta oposición al normal funcionamiento del sistema jurídico”. Y ¿acaso no es evidente que los manifestantes del 20-S intentaban impedir a una autoridad judicial el ejercicio de sus funciones, y los participantes en el referéndum del 1-O el cumplimiento de la resolución judicial del TC prohibiendo la realización de dicho referéndum? ¿No es este un caso clarísimo, literal, de “abierta oposición al normal funcionamiento del sistema jurídico”, y por tanto de sedición?
Pues no, no lo es. Y es que si entendiéramos el artículo 544 de esta manera, rebajando el contenido conceptual de alzamiento público y tumultuario a prácticamente cualquier desorden, sin necesidad de violencia alguna ni de daños graves, resultaría que muchas de las manifestaciones, protestas y acciones de resistencia no-violenta, como los intentos de paralizar desahucios por parte de la PAH, o el llamado asedio al Parlament de Catalunya de 2011 por parte de manifestantes del 15M constituirían delito de sedición. Y nos encontraríamos con que los límites impuestos jurisprudencialmente sobre el derecho de manifestación y protesta serían muchísimo más opresivos de lo que pensábamos. La sentencia parece ser, de hecho, consciente de ello, pues impone una condición un poco más restrictiva a la idea de alzamiento tumultuario que no está presente en los casos de la PAH y del asedio al Parlament. Afirma que el intento de impedir el cumplimiento de un mandato judicial se produjo “de una forma generalizada en toda la extensión de una comunidad autónoma en la que por un día queda suspendida la ejecución de una orden judicial.” Y añade: “Una oposición puntual y singularizada excluiría algunos ingredientes que quizás podrían derivarnos a otras tipicidades. Pero ante ese levantamiento multitudinario, generalizado y proyectado de forma estratégica, no es posible eludir la tipicidad de la sedición.”
En otras palabras, no cualquier manifestación que intenta impedir una aplicación de las leyes, o el ejercicio de las funciones a una autoridad, o el cumplimiento de resoluciones administrativas o judiciales serían una sedición. Solo lo serían aquellas acciones que se dan de forma multitudinaria, generalizada y proyectada de forma estratégica. No serían sedición el intento de impedir un desahucio ni el hecho aislado, por más grave que pudiera parecer, de asediar al Parlament de Catalunya. Pero sí las estrategias coordinadas, multitudinarias y generalizadas de los organizadores del referéndum el 1-O para impedir el cumplimiento de la prohibición del TC de la celebración de dicho referéndum. No importa, añade el TS, si los acusados fueron los que realmente planificaron directamente toda esa estrategia coordinada –cosa que, por otra parte, no se pudo probar durante el juicio, pues lo relevante es que mantenían el dominio o control sobre los hechos, al menos de forma indirecta. Dicho de otro modo, los condenados por sedición, como era público y notorio, eran los líderes últimos del movimiento independentista, y pudieron haber detenido el referéndum en cualquier momento de haberlo querido. Al no hacerlo se convirtieron en responsables de los hechos.
Pero dejando ahora a un lado la discutible figura del autor mediato en este caso –pues es evidente que autores inmediatos o directos del alzamiento tumultuario no fueron ninguno de los acusados, o lo fueron en el mismo grado que cualquier otro votante del 1-O, ¿es esta interpretación razonable del precepto de sedición? Pues no lo es. Y la prueba de ello ocurrió precisamente ayer, día en que se conoció el contenido de la sentencia. A lo largo de todo el día, y en especial de la tarde, se produjeron protestas multitudinarias, generalizadas, y “proyectadas de forma estratégica” por todo el territorio de Catalunya. Incluso en algunos momentos incluyeron pequeñas dosis de violencia. Es obvio que no pretendían la derogación del orden constitucional al menos no era esa la intención directa de las movilizaciones, sino protestar ante lo que los manifestantes consideraban, y con razón, una sentencia injusta, pero eso ya hemos dicho que la propia sentencia lo señala como algo irrelevante para la constitución del delito de sedición. Y por otra parte está claro que las manifestaciones, no autorizadas administrativamente en la forma debida, y altamente disruptivas en el caso de los cortes de carreteras y del intento de toma de control del aeropuerto, se “oponían al normal funcionamiento del sistema jurídico” e impedían a las autoridades el ejercicio de sus funciones. ¿Quiere eso decir que los actos de ayer, 14 de octubre, constituyeron un nuevo delito de sedición? Con la sentencia en la mano, y con esta interpretación tan extensiva del artículo 544 CP, creo que sí. Y del mismo modo muchas otras movilizaciones de protesta generalizadas y coordinadas estratégicamente, como las de los piqueteros en Argentina, las del 15M al tomar las plazas en España en 2011, las actuales movilizaciones de Hong Kong o Ecuador incluso antes de generar incidentes violentos o algunas de las protestas de Extinction Rebellion en el mundo, podrían llegar a ser consideradas sedición, en caso de ocurrir en suelo español, por parte del Tribunal Supremo. Ya se ve que una lectura así supone un recorte grave de las libertades democráticas de manifestación y protesta.
Y llegamos de este modo al argumento más peculiar que encontramos en todas las 493 páginas de esta sentencia. En la página 283, y en respuesta justamente a lo que las defensas habían estado reclamando insistentemente durante el juicio, que es la calificación de los hechos del 20-S y del 1-O como ejercicios legítimos del derecho de manifestación y protesta, el TS afirma rotundamente que “el derecho a la protesta no puede mutar en un exótico derecho al impedimento físico a los agentes de la autoridad a dar cumplimiento a un mandato judicial”. La sorna del tribunal en este punto al llamar exótico a este derecho es pavorosa. Pues sí, señores magistrados del TS, es un derecho esencial de cualquier democracia avanzada permitir las manifestaciones y protestas, siempre que éstas sean pacíficas, incluso cuando estas puedan “impedir” el cumplimiento de un mandato judicial. Por eso no hemos criminalizado las acciones de la PAH. Por eso no se criminalizó la toma de las plazas en 2011 por parte de los Indignados (a pesar de que obviamente sus acampadas no contaban con las debidas autorizaciones administrativas). Por eso no se criminalizan las acciones de protesta incluso cuando implican algunos perjuicios al resto de personas por ejemplo cuando se corta una autopista, salvo que las consecuencias de dichas acciones impliquen daños personales o un riesgo grave como en la toma del aeropuerto del Prat por parte de los maleteros en huelga.
Y aquí viene la trampa argumentativa a la que aludía anteriormente. La sentencia habla de “impedimento físico” como si se tratara de un alzamiento tumultuario en sentido literal o restrictivo, pero en realidad se refiere más concretamente al “conglomerado de personas” que meramente en virtud de su “clara superioridad numérica” logró oponerse exitosamente al cumplimiento de la resolución judicial por parte de la policía en los colegios electorales del 1-O. Es decir, está hablando de los miles y miles de independentistas que aplicaron técnicas tradicionales de resistencia pasiva o no-violenta. Un impedimento físico que dejando casos aislados aparte se materializó por ejemplo por medio de sentadas en suelo y de entrecruzar los brazos para dificultar la evacuación. En definitiva, se trata de un impedimento físico que bajo ningún criterio razonable podría interpretarse como un alzamiento tumultuario. Una democracia avanzada no puede permitirse la criminalización de conductas de este tipo. Tal vez haya algunas conductas de protesta más agresiva, por ejemplo la que supone violencia sobre las cosas y daños materiales, o graves perturbaciones del orden público, que puedan constituir un delito menor de desorden público, como el resto de delitos recogidos en el Título XXII. Para ello existe precisamente la figura de la desobediencia civil, que incorpora centralmente la disposición inequívoca por parte del protestante que desobedece a aceptar una sanción. Pero criminalizar como sedición incluso este tipo de desórdenes tampoco resulta admisible en una democracia avanzada.
Como nos recuerda Philip Pettit, profesor de Princeton y el filósofo contemporáneo que más ha hecho por defender la tradición política republicana, el corazón de toda democracia republicana en el sentido genuino y noble de esa palabra, el principio más importante, más incluso en el sentido de ser anterior que la existencia de elecciones periódicas y libres, es “el principio de contestación” o, en mejor español, “el principio de disputabilidad y protesta”. Los ciudadanos de una democracia mínimamente avanzada deben disponer de derechos básicos y fundamentales para disputar y protestar por las decisiones tomadas por las autoridades de su país. Señores magistrados del Tribunal Supremo: no se trata de ningún derecho exótico. Como ya expliqué en un artículo anterior sobre protesta y desobediencia civil, se trata del principio básico de una democracia, que es condición estrictamente necesaria aunque no suficiente para que los ciudadanos no vivan dominados por sus propias instituciones. Una democracia republicana, en definitiva, debe ser una democracia “contestataria”. Y luego, sí, también debe ser una democracia representativa, con elecciones libres y otras libertades, y una democracia participativa y deliberativa. Pero primero, y antes que nada, debe ser una democracia que permita la protesta.
«LA INTERPRETACIÓN EXTENSIVA QUE EL TS HACE DEL ARTÍCULO 544 CP PONE EN JAQUE NUESTROS DERECHOS DEMOCRÁTICOS, Y EN ESTE SENTIDO ES INJUSTA Y PELIGROSA»
En definitiva, la interpretación extensiva que el TS hace del artículo 544 CP pone en jaque nuestros derechos democráticos, y en este sentido es injusta y peligrosa. Pero es que además es jurídicamente incorrecta, pues como es sabido el código penal, ante la duda, debe ser siempre interpretado de forma restrictiva y a favor de los acusados. Y si además hay derechos fundamentales en juego, como en este caso el derecho de manifestación, la interpretación debe ser doblemente restrictiva. Por eso, incluso aquellos que alberguen dudas sobre lo que he dicho hasta ahora, pero admitan que mis argumentos pueden mantener alguna plausibilidad, deberán optar por la interpretación más restrictiva del delito de sedición, y deberán concluir conmigo que la condena por sedición a los 9 acusados del procés no es admisible constitucionalmente.
Y si todo ello es así en el caso de condenados como Junqueras, Romeva, Forn, Bassa o Turull, todavía lo es más en el caso de Carme Forcadell, de quien no se ha podido demostrar durante el juicio que participara en las reuniones principales de estrategia del movimiento independentista como sí lo hacían, habitualmente, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart. La condena por sedición a Forcadell simplemente por haber sometido a votación las leyes del 6 y 7 de septiembre es sencillamente delirante. Que nadie se lleve a engaño. Las leyes del 6 y 7 de septiembre eran manifiestamente inconstitucionales al vez someterlas a votación podría haber constituido un delito de prevaricación, si es que el acto jurídico de la Presidenta del Parlament no quedaba amparado por la prerrogativa de la inviolabilidad parlamentaria, y su aprobación fue un acto de gravísima irresponsabilidad política y profunda ilegitimidad democrática. Pero eso no lo convierten en un hecho de sedición. Y menos aún si la sedición es interpretada de forma tan extensiva como lo hace el tribunal, puesto que para que impedir el cumplimiento de una resolución judicial no se necesita que la presidenta de un Parlament permita votar una determinada ley.
En definitiva, son muchos los interrogantes que iremos desvelando en las próximas semanas. Una sentencia como ésta siempre es rica en matices y en detalles legales de carácter muy técnico, que sobrepasan el análisis del que soy capaz en un contexto como éste. Pero ello no debe impedirnos ver que el corazón de esta sentencia es claramente injusto y jurídicamente incorrecto. Y, lo que es peor, que no sólo se daña injustamente a los 9 condenados a penas de prisión, y se dificulta aún más la resolución del conflicto político de fondo, que obviamente no va a extinguirse por arte de magia judicial, sino que encima empeora la calidad de nuestra democracia y sienta un precedente peligroso para nuestras libertades de protesta.
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[5] La Sentencia: aspectos cuestionables
Por Joan Carles Carbonell
1. Es frecuente que los Tribunales, especialmente cuando la declaración de hechos probados o su calificación jurídica no es pacífica, lleguen a acuerdos sobre el fallo antes de redactar la Sentencia, alterando así en mayor o menor medida el procedimiento cronológico de afirmar los hechos primero, calificarlo jurídicamente después y absolver o condenar a las penas correspondientes a los acusados finalmente y como consecuencia de la aplicación de las normas. Que eso ha pasado en la Sentencia del Procés ofrece pocas dudas. Si, además, consideramos la alta probabilidad de un recurso ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y la consideración de los miembros de la Sala de que una unanimidad da más fuerza a la decisión por lo que debían evitarse los votos particulares, todavía resulta más indiciario el método seguido. Y eso se nota y mucho en la estructura de la Sentencia, en la redacción de los hechos, en la calificación jurídica de los mismos y en el fallo a las condenas como consecuencia de todo ello. El Tribunal, por otra parte, no podía independizarse -si se me permite tal expresión de la significación política e histórica de su decisión. Se ha dicho que ésta era la sentencia más importante de la Democracia española después de la del 23-F. En mi opinión, la trascendencia de ésta supera con creces la de la que condenó por rebelión militar la toma del Congreso y el despliegue de tanques por las calles de València. Entonces la crispación política estaba completamente superada, y nadie con un mínimo de sentido iba a discutir la condena a las penas más graves a los principales acusados. La Sentencia, en fin, no iba a tener mayor repercusión política que la completa superación de una triste etapa de la Historia de España. Nada que ver con la significación del presente pronunciamiento judicial. Y los Magistrados han sido perfectamente conscientes de ello.
2. No es posible, en el espacio de una columna, analizar técnicamente los múltiples aspectos de la Sentencia. Eso queda para los trabajos que, con el suficiente tiempo y espacio, contengan estudios en profundidad. El presente comentario se limitará, por ello, a destacar lo que, a mi juicio, resulta más llamativo y alcanza mayor significación.
Y, en ese sentido llama ciertamente la atención que el juicio de tipicidad; esto es, el análisis de la calificación empiece en el folio 253, tras la proclamación de los Hechos Probados que comienza, por cierto, por la publicación en el BOGC de las conocidas como Leyes de Desconexión y de Referéndum, aprobadas por el Parlament los días 6 y 7 de septiembre de 2017 y que se detienen especialmente en los acontecimientos ocurridos ante la Conselleria de Economía el 20 de ese mismo mes y, por supuesto, en la celebración del Referéndum declarado ilegal el 1 de octubre. Tal descripción da paso a casi doscientos folios dedicados a responder las cuestiones de vulneración de derechos fundamentales planteadas por las defensas. Son rechazadas con especial cuidado y argumentación jurídica. Pese a eso; pese a que, sin duda, serán con toda probabilidad objeto central de recurso ante el Tribunal Constitucional y, sobre todo, el Europeo de Derechos Humanos, no me parece que constituyan un aspecto nuclear del pronunciamiento. Quizá haya sido el empecinamiento de la Sala en separar en el tiempo la celebración de las pruebas testifical y documental el que mayor relevancia haya podido tener: así, no resultaba fácil ponderar el grado de fiabilidad o, si se prefiere, veracidad de la declaración de cientos de testigos cuyas afirmaciones habrían sido fácil e instantáneamente contrastables de haberse visionado los soportes que registraban los hechos declarados, tales como las actuaciones de unos y de otros en las jornadas clave del 20 de septiembre y del 1 de octubre.
También son importantes las cuestiones planteadas en torno a la eventual vulneración del derecho al juez imparcial predeterminado por la Ley, especialmente la de la competencia del propio Tribunal, que éste termina resolviendo de manera ciertamente curiosa: la adquisición de la condición de parlamentarios por algunos de los acusados, que vino seguida de su anulación por el propio Tribunal. No creo necesario dedicar espacio a la negación del “derecho a decidir”, no porque no se trate de cuestión importante sino antes el contrario porque constituye la razón última de todos los acontecimientos y porque parece evidente su no inclusión en el Derecho español. Ni, por su obviedad, a la vulneración del derecho a la libertad y a la presunción de inocencia que ha supuesto la situación durante dos años a la prisión provisional.
3. Mucha mayor atención merecen, en este momento y en mi opinión, los juicios de tipicidad y de autoría. La Sala rechaza la acusación por rebelión y por organización criminal ésta formulada por una acusación popular cuya presencia merecería un comentario específico y que bien podría dar lugar a su cuestionamiento ante un Tribunal internacional-.
Los hechos no son constitutivos de un delito de rebelión. Y ello porque no puede afirmarse la presencia de la violencia, que constituye un elemento esencial del tipo. La Sala no acepta, pues, los argumentos de la querella que construyó el Fiscal De la Maza y que han defendido de manera frenética los representantes de la Fiscalía del Estado. Se afirma; eso sí, la concurrencia de diversos actos de violencia física y, sobre todo, compulsiva en distintos hechos que han tenido lugar durante los acontecimientos que han acompañado los hechos juzgados. Y se hace especial mención, otra vez, de los del 20 de septiembre de 2017: Se trataba de movilizaciones que desbordaron los límites constitucionales del ejercicio de los derechos de reunión y manifestación y que crearon el ambiente coactivo e intimidatorio necesario para obligar a la Policía Judicial a desistir del traslado de los detenidos al lugar en que iba a practicarse, por orden judicial, la entrada y registro. La necesidad de una protección física de los funcionarios comisionados por el Juez de instrucción núm. 13 de Barcelona, asumida en el caso de los incidentes ante la Consejería de Economía por los Mossos, es un hecho acreditado. Pero, se afirma a continuación: La violencia tiene que ser una violencia instrumental, funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios, a los fines que animan la acción de los rebeldes.
El Tribunal formula, por otra parte, unas consideraciones muy importantes en torno a la potencialidad efectiva de los hechos para lesionar o, al menos, crear un riesgo relevante para el bien jurídico, que no es otro que la Constitución; potencialidad que niega tajantemente: Bastó una decisión del Tribunal Constitucional para despojar de inmediata ejecutividad a los instrumentos jurídicos que se pretendían hacer efectivos por los acusados. Y la conjura fue definitivamente abortada con la mera exhibición de unas páginas del Boletín Oficial del Estado que publicaban la aplicación del artículo 155 de la Constitución a la Comunidad Autónoma de Cataluña. (…)Pese al despliegue retórico de quienes fueron acusados, es lo cierto que, desde la perspectiva de hecho, la inviabilidad de los actos concebidos para hacer realidad la prometida independencia era manifiesta.
La rebelión es, dogmáticamente, un delito de consumación anticipada y de peligro. Eso debe excluir de su ámbito de aplicación conductas, como las juzgadas, que carecían de la necesaria relevancia para suponer un riesgo real para el bien jurídico. No se daba, pues, la exigencia fundamental del tipo objetivo.
Probablemente resulte más sorprendente la negación por parte de la Sala del tipo subjetivo: por la falta de una voluntad efectiva de hacer realidad alguno de los fines establecidos por el art. 472 del C.P. (…) Los procesados al mismo tiempo que presentaban el referéndum del día 1 de octubre como expresión del genuino e irrenunciable ejercicio del derecho de autodeterminación, explicaban que, en realidad, lo que querían era una negociación directa con el Gobierno del Estado. Se induce, por tanto, de lo afirmado que todas las actuaciones juzgadas tenían como finalidad reforzar la posición del Govern de Catalunya en una hipotética negociación directa con el Gobierno del Estado.
4. De los argumentos utilizados por el Tribunal para negar la calificación jurídica de rebelión, además de la ausencia de la necesaria violencia estructural, es preciso destacar la escasa trascendencia que parece dar a los hechos para romper la unidad de España y derogar la vigencia de la Constitución en una parte del territorio nacional. Por si fuera poco, ni siquiera era esa la intención de los acusados. Todo iba dirigido a lograr una negociación con el Gobierno del Estado español.
Los hechos, sin embargo, son constitutivos, de acuerdo con la Sentencia, de un delito de sedición. Para realizar tal afirmación, el Tribunal modifica por completo; al menos en mi opinión, su forma de razonar. Se parte de la base de que “ambos preceptos rebelión y sedición se encuentran en una relación de subsidiariedad expresa, recogida en la propia definición contenida en el art. 544. Ello le permite, haciendo descansar además su opinión en propuestas doctrinales y, sobre todo, en la posición sistemática de ambos preceptos, afirmar que la aparente insignificancia de los hechos para afectar a la Constitución no impide que sean considerados relevantes para afectar al bien jurídico tutelado por la sedición: el orden público, que se vería afectado a través de un “movilizar a la ciudadanía en un alzamiento público y tumultuario que, además, impide la aplicación de las leyes y obstaculiza el cumplimiento de las decisiones judiciales”.
En mi opinión no es convincente que la diferente posición sistemática y la distinta rúbrica de ambas figuras convierta la sedición en un delito tan sustancialmente distinto de la rebelión que permita reducirlo a un delito contra el orden público: es decir, a una especie de desórdenes públicos cualificados. Las penas que prevé van desde uno en el caso de que la sedición no haya llegado a entorpecer de un modo grave el ejercicio de la autoridad pública a quince años, si el autor es autoridad. De ahí deben inducirse al menos dos reflexiones: el abanico penal es vastísimo y no puede ser aplicado sin una atención muy afinada a la trascendencia real de las conductas; es más, no resiste un análisis desde el punto de vista de la proporcionalidad: con mucho menos margen, el Tribunal Constitucional anuló la condena a la Mesa de HB precisamente porque el tipo que se les aplicó no ponderaba la gravedad de los hechos para determinar la pena, lo que consideró contrario al principio de proporcionalidad. Y, en segundo lugar, el tipo exige que, aunque no haya violencia, se produzca un alzamiento público y tumultuario. Y justo ahí reside la especial trascendencia de la figura.
El Tribunal, lejos de considerar ahora que las conductas carecen de relevancia para afectar al sistema constitucional, centra su atención en el impedimento a la aplicación de las leyes y al ejercicio de las funciones. Y, claro, aquí van a adquirir especial trascendencia unos hechos que están lejos de ocupar un lugar preferente en el proceso independentista y a los que, desde el primer momento, se les ha otorgado una relevancia, a mi juicio, absolutamente desproporcionada: los que tuvieron lugar el 20 de septiembre ante la Conselleria de Educación: se resalta que la Letrada del Juzgado de Instrucción 13 del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya tuvo que abandonar el lugar por una vía ciertamente extraordinaria, si bien había podido desempeñar su función. Probablemente haya sido éste el único acto aparentemente violento de todo el proceso. Pero no resulta en modo alguno acreditado que fuera subsiguiente a un alzamiento público y tumultuario. Y aun en el supuesto de que se pudiera admitir la concurrencia de tal requisito típico no aparece manifiesta, en ningún caso, la intervención de todos los acusados, más allá de la presencia física de Cuixart y Sánchez -que pidieron la disolución de la manifestación- y la posterior llegada de Junqueras a la Conselleria de la que era titular.
Con todo, son los hechos que más nos acercan a una sedición. De ahí que hayan adquirido un protagonismo en el relato muy superior al que les corresponde en la cadena de acontecimientos del proceso independista. El Tribunal extiende la responsabilidad a todos los acusados en virtud de la admisión de un concierto de voluntades que comprendería éste y el resto de acontecimientos. El fundamental sería, en buena lógica, el de la celebración, el 1 de octubre, del referéndum ilegal. Que se produjo después de todo tipo de advertencias del Tribunal Constitucional y, por supuesto, del Gobierno de España. Pero, de nuevo, habríamos de preguntarnos, por el carácter púbico y tumultuario de un alzamiento que básicamente consistió en esperar y oponerse a la intervención policial que pretendió impedir la votación, y a ser, por cierto, destinatarios directos de, ahora sí, una violencia física desmedida. Y por la intervención de todos los acusados.
El Tribunal relata, con precisión, las diferentes conductas de cada uno de los acusados llevadas a cabo con la intención de sustituir la legalidad española por la de la autodenominada República Catalana. Y las penas que impone, por sedición, en buena medida son proporcionales a la relevancia de las mismas. De ahí, por ejemplo, la gravedad de la condena de la Presidenta del Parlament, Carme Forcadell, pues debió no admitir a trámite las leyes de desconexión y referéndum, así como numerosos actos parlamentarios: su intervención, fundamentalmente omisiva, fue, por ello, decisiva, lo que justifica, a decir de la Sala, 11 años de prisión. Eso parece poco discutible. Sin embargo, sí lo es la concurrencia en estos supuestos del alzamiento público y tumultuario. ¿Puede una decisión de la Mesa del Parlament ser así calificada? Por mucho que, en bastantes ocasiones, las sesiones del Parlament se hayan alejado en gran medida del debate pacífico, no parece serio vincular su dirección con el tumulto.
Por todo eso debió justificarse mejor la aplicación de la sedición a todos los acusados. Muchos de los supuestos relatados como hechos probados encontrarían mejor acomodo en otros preceptos como la desobediencia si se quiere contumaz o la usurpación de competencias si bien por ésta no venían acusados. Y de la coherencia del Tribunal con los argumentos empleados para el rechazo de la rebelión, que comparto, podría haberse desprendido la consecuencia de considerar el tipo atenuado de sedición. No parece suficiente la afirmación de que el bien jurídico tutelado por ambas figuras es completamente distinto, porque ello es discutible y porque unas conductas que pretenden sólo mejorar la posición para forzar una negociación con el Gobierno del Estado, aunque en realidad aparenten sustituir una legalidad por otra y supongan la organización de una consulta conducta que siendo en su día constitutiva de delito, fue destipificada puedan conllevar penas tan graves.
5. La Sentencia me parece, por fin, técnicamente impecable por lo que hace a la consideración de los delitos de malversación, en concurso medial con la sedición, y de desobediencia. Así como la desestimación del período de seguridad en la ejecución de la pena, en virtud del cual, los condenados no podrían alcanzar el tercer grado penitenciario hasta el efectivo cumplimiento de la mitad de la privación de libertad. El argumento es impecable: el fundamento de tal medida es evitar la reiteración en el delito, y tal reiteración resulta incompatible con la pena de inhabilitación absoluta que les ha sido impuesta.
6. En resumen: la Sentencia es, pese a aspectos aquí señalados, técnicamente correcta, aunque debería haber argumentado, en caso de que fuera posible, su opción por la sedición y por la imposición de penas de tanta duración sin haber hecho uso de preceptos del Código que las habrían reducido. Y me parece endeble la acreditación de la intervención de todos los condenados en un alzamiento público y tumultuario. Tampoco resultan coherentes las fundamentaciones que rechazan la rebelión en virtud de la insignificancia para el sistema constitucional de las mismas conductas que determinan una gravedad suficiente para justificar panas tan graves por sedición. Como tampoco lo es que se niegue la primera por ausencia de violencia estructural y se afirme la segunda en virtud de la concurrencia en todos los casos de un alzamiento público y tumultuario. Y me parece digna de cuestionamiento la constitucionalidad de la figura de sedición, al menos en su vigente regulación, porque permite incluso obliga a ello- la imposición de penas absolutamente desproporcionadas a hechos de relevancia discutible. En otro lugar he expresado mi opinión que me parece pertinente reiterar aquí: el Derecho penal es la peor de las soluciones para los conflictos políticos. Y negar la realidad conduce inexorablemente a ser devorado por ella.
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[6] El imperio del Tribunal Supremo
Por: Joaquín Urías
Una semana después de que el Tribunal Supremo publicara su sentencia en el asunto del procés, la situación en Cataluña está lejos de haber mejorado. Bien al contrario, la decisión parece que ha echado gasolina a las brasas del soberanismo, creando indignación y aumentando la sensación de opresión entre ese sector de la población catalana.
Ante esta escalada, las habituales fuentes judiciales, que lo mismo te filtran una sentencia que te presentan al juez Marchena como el superhéroe del momento, han salido raudas a aclarar que la misión del Tribunal Supremo no es solucionar la crisis de Cataluña sino hacer justicia.
Ojalá fuera verdad. Ojalá tuviéramos en España unos jueces y tribunales conscientes todos ellos de su papel neutral como poder del Estado que se debe limitar a aplicar con imparcialidad las leyes democráticas. Es cierto que hay jueces independientes que respetan al resto de poderes del Estado, sólo opinan mediante sus sentencias y aplican la ley por igual para todos. Pero no son todos, ni mucho menos. En el Tribunal Supremo, en concreto, estos jueces responsables deben ser una minoría inapreciable.
Y el verdadero problema de la sentencia del procés es precisamente ese: que no es una sentencia dictada por un poder neutral y respetuoso con la legalidad.
Hay un sector de la judicatura española que en algún momento ha olvidado que la separación de poderes no es sólo una garantía para que nadie interfiera en las decisiones judiciales sino que también obliga a estas a respetar escrupulosamente el papel democrático del Parlamento. Sólo el Parlamento, con la legitimidad que da su elección popular, puede aprobar leyes que sean expresión de la voluntad popular, en palabras del preámbulo de la Constitución. Nada más que el Parlamento puede decidir qué conductas se castigan en España y con qué pena. El Estado de Derecho es el imperio de la Ley, no el imperio de los tribunales.
Este recordatorio de nuestro marco de convivencia viene muy a cuento a la hora de leer y entender la sentencia de marras. En ella el Tribunal Supremo niega que se hubiera cometido un delito de rebelión. Pero no lo hace, tal y como concordaba la inmensa mayoría de la doctrina española especializada, porque en los días de septiembre y octubre de 2017 no hubo violencia significativa. Bien al contrario, lo argumenta del modo más insultante posible: en su convencimiento de que los líderes soberanistas engañaron a los ciudadanos de Cataluña cuando decían que querían la independencia. No utiliza un argumento jurídico a partir de la calificación de la supuesta conducta delictiva, sino que utiliza una retórica militante con la que incluso al absolverlos trata de humillar a los encausados catalanes sin ahorrarse valoraciones políticas.
Lo peor de este disparate no es ya el efecto disuasorio que la sentencia tiene sobre el ejercicio de derechos fundamentales como el de reunión y protesta. Lo peor es que el legislador democrático español nunca ha querido castigar este tipo de conductas con una pena así. El Código Penal establece penas leves para la desobediencia o la resistencia a la autoridad y no condena expresamente la organización de movimientos de desobediencia civil. Eso es un invento del Alto Tribunal, que estira y manipula los elementos del delito para poder aplicárselo a los encausados y que sólo puede tener razones políticas: posiblemente, el convencimiento del Tribunal de que su papel es el de salvar la sagrada unidad territorial de España escarmentando a quienes la desafían. Pero que los tribunales persigan y castiguen conductas que el legislador democrático no ha querido sancionar es una grave quiebra del Estado de Derecho.
Dicen los que conocen las discusiones internas del Tribunal Supremo, que el ponente renunció al delito de rebelión para conseguir la unanimidad pero que, a cambio, elevó las penas para demostrar dureza frente al desafío soberanista. De ser cierto, resulta aterrador que el máximo órgano judicial del Estado se permita razonar en esos términos. Da mucho miedo que la cúpula del poder judicial, que debe ser el poder más garantista y el que más se autolimite, se lance de esta manera a impartir justicia por encima de la ley. Peor aún es que lo haga en un asunto tan trascendental y después de haberse asegurado la competencia para ello en única instancia.
Así pues, volviendo al inicio, sí que se puede reprochar al Tribunal Supremo que en vez de contribuir a solucionar el conflicto catalán lo haya empeorado: asumiendo el papel de salvador de España, ha decidido con perspectiva política; se ha sacado de la manga unas penas desproporcionadas y ha alejado la solución de un conflicto social.
Es urgente ahora que los jueces vuelvan a ocupar su espacio-papel legítimo y dejen de jugar a aprendiz de brujo. Que respeten también ellos la división de poderes y el Estado de Derecho. La mano dura contenta a una parte de la ciudadanía española que se siente atacada por el independentismo, pero no contribuye a dar una salida a la situación en Cataluña. Es necesario avanzar en soluciones constitucionales y pacíficas que al mismo tiempo reúnan el mayor consenso en ambos bandos. Y deben hacerlo los políticos que tienen la legitimidad democrática para ello. No los jueces.
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ENTREVISTA | Exfiscal superior de Catalunya
[7] José María Mena: «Es correcto hablar de presos políticos; el Supremo ha dado una dimensión política a la sedición»
Por: Oriol Solé Altimira
El exfiscal superior de Catalunya José María Mena (Villarcayo, Burgos 1936) es una de las voces más relevantes del mundo del derecho que se ha posicionado en contra de las acusaciones de rebelión y sedición contra los líderes independentistas. Tras leer la sentencia del procés, se muestra crítico con el fallo porque, a su juicio, otorga una «dimensión política» a la sedición. Además, ve «desproporcionada» la pena y cree que el tribunal podría haberla rebajado. Si no lo ha hecho es porque, a criterio de Mena, el Supremo piensa que lo sucedido en el procés «merece una reacción punitiva muy severa porque afecta a los intereses centrales del Estado».
¿Es una sentencia dura?
No. Hay que pensar que la petición de la Fiscalía establecía penas que eran casi el doble por las que han sido condenados. El tribunal puede tener cierta perplejidad al ver la reacción social a la sentencia porque han hecho lo que en su estructura mental y jurídica era posible.
Los independentistas la ven injusta.
El adjetivo ‘justo’ para un penalista no existe porque para el condenado y su entorno social, que en Catalunya es extraordinariamente amplio, la condena nunca va a ser justa. Y hay muchos no independentistas que pensamos que la retribución penal que se ha dado a los hechos es desproporcionada. En este sentido, ¿la sentencia es injusta? Pues no lo sé, pero hay que tener en cuenta que la Fiscalía era sorprendentemente severa.
Desde sectores conservadores se tilda la sentencia de blanda, precisamente por negar la rebelión y rechazar que el objetivo del procés fuera la independencia.
El tribunal ha hecho algo sorprendente. La base del juicio era la violencia de la rebelión y el objetivo de quebrar la unidad de España. Las coordenadas eran estas. El tribunal lo ha resuelto de una manera absolutamente curiosa: ha negado las dos cosas. Ha dicho que sí hubo una violencia, pero puntual, ineficaz e insuficiente y no dirigida al fin. Y en segundo lugar que la finalidad de los condenados no era la independencia sino tensar la cuerda, basándose en el testimonio de Artur Mas y de Santi Vila.
Los magistrados ponen mucho énfasis en el momento patético en que Carles Puigdemont declara y suspende la independencia el 10 de octubre de 2017. Por lo tanto el tribunal ve que no hay una violencia determinante y eficaz ni una voluntad de separación, y le queda una movilización ciudadana tumultuaria para impedir el cumplimiento de unas órdenes judiciales. Y punto.
¿Cree que la sentencia justifica bien el delito de sedición?
Lo que es difícil de justificar es que en España, en nuestro Código Penal, la sedición históricamente siempre había sido una rebelión en pequeño. Pero en 1995 se cambia y se dice que la rebelión no tiene nada que ver con la sedición y que la sedición es un delito contra el orden público y no contra la Constitución. Un delito contra el orden público no puede merecer una pena superior al homicidio o la violación. Si los condenados cumplen la totalidad de la pena cumplirán más que un violador o un homicida y su actuación socialmente no merece el reproche de un violador o un homicida. Esto lo puede compartir cualquiera aunque no sea independentista.
El tribunal se encuentra, al no apreciar la rebelión, con que debe justificar la intensidad de las penas impuestas por un delito contra el orden público como es la sedición. Y entonces entra en una argumentación extensa para distinguir entre el orden público y paz pública. La paz pública es el funcionamiento normal de las cosas (que los autobuses y los semáforos funcionen), y el orden público son las instituciones. Llegan a decir que en Catalunya las órdenes judiciales fueron papel mojado y que los condenados buscaban la inexistencia de la autoridad judicial.
Con este tipo de expresiones, ¿se aprecia una suerte de orgullo herido de los jueces en la sentencia debido a la reiterada desobediencia de los condenados a las resoluciones del Constitucional?
No exactamente. Es más el sentido de Estado, no solo de la institución judicial. Son las grandes estructuras del Estado, lo que para ellos es el orden público en mayúsculas. Pero claro, de ahí sigue pendiente el tema de los presos políticos: si su comportamiento no era contra la paz social sino contra la normalidad del funcionamiento de las grandes instituciones del Estado, esto se inscribe en lo que tradicionalmente han sido estructuras del Estado y por lo tanto la estructura política del Estado. Por eso sigo convencido de que es correcto hablar de presos políticos.
¿Incluso después de la sentencia?
Es a lo que lleva el razonamiento del tribunal. Primero se decanta por la sedición, que no es un delito como la rebelión porque está contra el orden público y no contra la Constitución. Pero luego el tribunal razona de tal manera la sedición que le da una dimensión política para separarla del simple delito de desobediencia. Porque si no, estamos en el delito de desobediencia nada más.
¿La sentencia hace una interpretación restrictiva de los derechos de reunión y manifestación? ¿Cree que podría tener incidencia en futuras protestas o en las concentraciones que paran desahucios?
No. La sentencia no restringe sino que acota lo que es derecho de manifestación, insistiendo mucho en que el derecho a la disidencia, aunque sea alborotada, está en la Constitución. De la sentencia no se puede deducir en absoluto que a partir de ahora se vayan a limitar estos derechos o las protestas antidesahucios. No estoy en condiciones de criticar la sentencia por limitar los derechos que tenemos todos como ciudadanos. Sí estoy en condiciones éticas y jurídicas de hacer una crítica a la desproporción de la pena.
¿Por qué?
El tribunal podría haber resuelto apreciando que las penas impuestas son monstruosas e intentar solventarlo por las vías que permite el Código Penal. En estas circunstancias el Código Penal permite al tribunal proponer al Gobierno un indulto parcial de adecuación de la conducta a la pena que se pone. La propuesta puede pedir rebajar hasta la mitad de la pena.
¿Por qué cree que el Supremo no lo ha hecho?
Porque la pena les parece suficiente. En el fondo el tribunal piensa que lo sucedido merece una reacción punitiva muy severa porque afecta a los intereses centrales del Estado. Está el argumento de que no es un delito de motivación política, que se usa por no hablar de delito político. Ya en los tiempos de Jiménez de Asúa se llamaban delitos altruistas. Aquí los condenados no ganaban nada, más bien perdían media vida y sufrían una catástrofe personal. Estemos o no de acuerdo con los condenados, hay que reconocer que su comportamiento fue etimológicamente altruista: no ganaban nada, no aspiraban a nada salvo la aspiración ordinaria de todos los políticos de ser líderes en el futuro.
Aunque legalmente el tribunal se aleja de la posición de los fiscales, después se acerca más de lo necesario a la Fiscalía: rebajan la pena pero podrían haber hecho un esfuerzo de rebaja superior. Además de esta vía del indulto parcial, si el propio tribunal dice que nunca se llegó a conseguir nada ni a actuar por la independencia, estaríamos ante los actos preparatorios o de ejecución insuficiente previstos en el Código Penal para la conspiración, proposición o provocación para el delito, y con esto se puede rebajar la pena en uno o dos grados. Con la legalidad vigente, sin hacer ninguna otra cosa, el tribunal tenía una horquilla en el caso de los ‘Jordis’ de 2 a 10 años, y han puesto nueve.
¿En qué situación quedan la Fiscalía y el juez Llarena después de haber defendido la rebelión?
El fracaso de la Fiscalía es espectacular. El tribunal se ha cargado la tesis de Llarena, que era la misma de la Fiscalía. No está de acuerdo con la tesis de Llarena y es una de las certezas de que estamos en un Estado de derecho porque Llarena forma parte de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo y no coinciden siempre.
¿Cree que es una sentencia suficientemente blindada ante los futuros recursos a Estrasburgo? Dedica casi 200 páginas a rechazar vulneraciones de derechos fundamentales denunciadas por las defensas frente a 35 de hechos probados.
Sobre los hechos probados hay algo en la sentencia que no es correcto técnicamente porque en el apartado del juicio de autoría relata cosas que no están en el relato de hechos probados. Por ejemplo cuando habla de los incidentes de Jordi Cuixart con los municipales de Badalona. Eso no está en los hechos probados. ¡Muy mal! En los fundamentos jurídicos el tribunal solo tiene que hablar del derecho y del derecho aplicable a lo que ha relatado en los hechos probados. ¡No me lo mezcle!.
Queda claro y es evidente en la sentencia que lo que más preocupa al tribunal –y es lógico– es el Constitucional y Estrasburgo. La sentencia yo la veo muy blindada. Los abogados defensores cuando recurran seguro que piensan que no, porque es su oficio, pero no va a ser nada fácil.
Tras la sentencia ya se han podido hacer cálculos sobre el tercer grado y posibles permisos para los presos. Y además desde sectores conservadores se pronostican tratos de favor a los condenados. Usted que conoce las prisiones catalanas, ¿están fundadas estas acusaciones?
Esto que se dice sobre un posible trato de favor en el régimen penitenciario no es justo. Todo está supervisado por el ministerio fiscal, el juez de vigilancia penitenciaria y en última instancia el tribunal sentenciador. Al final Marchena tiene que poner una firma. No tienen razón en eso.
¿Y ahora qué? ¿Ve una posible solución al conflicto?
Yo soy optimista, aunque este tema no se va a resolver pronto. Catalunya es demasiado importante para ser igual que Soria pero no es lo bastante importante para ser igual que Portugal. Hay que dar tiempo al tiempo, los incidentes que estamos viviendo estos días se pasarán, y quedarán los presos. Esta Navidad no estarán en casa. A la otra pueden estar, con la ley en la mano. Y como contra la ley es peor, hay que ser pragmáticos, hay que pensar primero de todo en los que están presos porque para una desobediencia tumultuaria no se puede poner una pena como la de un violador.
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EL REPARTO DEL CGPJ
[8] El portavoz del PP en el Senado, a sus compañeros: «Controlaremos la sala segunda (del Supremo) desde detrás»
Cosidó justifica ante los senadores populares el pacto con el PSOE para renovar el Consejo General del Poder Judicial.
Pide disculpas por el «lenguaje coloquial» utilizado pero añade que se ha «malinterpretado» el contenido.
Redacción El Periódico
«Ha sido una jugada estupenda». El portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó, resume con estas palabras el reparto que el PP y el PSOE han hecho en la renovación del Consejo General del Poder Judicial y, según la cual, los populares controlarán la sala segunda del Tribunal Supremo «desde detrás».
Cosidó realiza estas afirmaciones en un whatsapp enviado a los senadores populares cinco días después de que se hiciera público el pacto entre PP y PSOE para rechazar las críticas que este había suscitado en las filas conservadoras, según revela este lunes ‘El Español’.
El actual portavoz en la Cámara alta justifica el acuerdo según el cual los populares elegirán a nueve vocales y la presidencia y los socialistas, a los otros diez vocales. «En otras palabras, obtenemos el mismo numéricamente pero ponemos un presidente excepcional (Manuel Marchena), un gran jurista con una capacidad de liderazgo y auctoritas que las votaciones no sean 11-10, sino cercanas al 21-0. Y además controlando la sala segunda desde detrás y presidiendo la sala 61 «, subraya.
En declaraciones a la prensa, Cosidó ha pedido disculpas este lunes por «el lenguaje coloquial» utilizado, informa Pilar Santos. «Entiendo que se pueda haber malinterpretado, pero, en todo caso, quisiera decir que es una interpretación errónea. En ningún momento se habla de ningún intento de control del poder judicial. Lo que intento decir con más o menos fortuna es que la elección de un presidente del Supremo de muy reconocido prestigio ayudará a que las decisiones del Consejo sean lo más unánimes posibles», ha argumentado el portavoz.
El juicio del ‘procés’
En el mensaje, Cosidó recuerda que la sala segunda, la Penal, es la única competente para juzgar diputados, senadores y miembros del gobierno, y que la 61 es la sala especial que tiene entre sus atribuciones ilegalizar partidos políticos, como en el caso de Herri Batasuna, apunta. Un tribunal de la sala segunda será el encargado de juzgar a los políticos y líderes independentistas por el proceso independentista.
Sobre los vocales que corresponden a los socialistas, como José Ricardo de Prada, que juzgó el ‘caso Gürtel’, Cosidó alega que el pacto previo con el PSOE suponía no poner vetos a nombres para no eternizar la renovación. «En cualquier caso, sacar a De Prada de la Audiencia Nacional es bueno, mejor de vocal que poniendo sentencias contra el PP», espeta. «Ha sido una jugada estupenda que he vivido desde primera línea. Nos jugábamos las renovaciones futuras de dos tercios del Supremo y cientos de nombramientos en el Poder Judicial, vitales para el PP y para el futuro de España «, concluye Cosidó.
Peticiones de dimisión
La revelación del whatsapp de Cosidó ha provocado una ola de indignación, sobre todo en las filas independentistas, con peticiones de dimisión.
El ‘president’ de la Generalitat, Quim Torra, ha considerado que se trata de «otra evidencia de que en el Estado español la justicia es un mercadeo entre el PSOE y el PP y que el Estado de derecho y las libertades no están garantizadas para ningún ciudadano». «No hay independencia judicial, ni imparcialidad ni integridad», ha escrito en un mensaje de Twitter.
Su antecesor en el cargo, Carles Puigdemont, ha optado por la ironía al asegurar que estas son «las típicas cosas que definen una ‘democracia ejemplar'».
El presidente del Parlament, Roger Torrent, se ha preguntado si PP y PSOE se refieren a esto cuando «apelan a la separación de poderes para decir que no pueden acabar con la represión». En la misma línea, el vicepresidente de la Generalitat, Pere Aragonès, ha tildado de «espejismo» la división de poderes en España.
Por parte de las filas republicanas también ha reaccionado la portavoz, Marta Vilalta, quien ha exigido la dimisión inmediata de Cosidó o bien que el PP le cese. Los ‘comuns’ también han reclamado la renuncia al considerar que «no puede ser que quien mantenga contacto con las cloacas del Estado mantenga un cargo público en un Estado democrático».
«Otro episodio como el del senador del PP demuestra que la justicia está politizada y no tiene independencia respecto a los poderes políticos del Estado. Vamos de escándalo en escándalo», ha manifestado el presidente del PDECat, David Bonvehí.
Por último, el diputado de Ciudadanos Nacho Prendes ha considerado que es una demostración de que «urge la regeneración institucional», mientras que el dirigente de Podemos Pablo Echenique ha clamado: «Qué vergüenza» y ha exigido también la dimisión y su renuncia al escaño en la Cámara alta.
El secretario de organización del PSC, Salvador Illa, ha calificado de «desafortunado» cualquier intento de «interferir» o «controlar» el sistema judicial. No obstante, Illa ha evitado cargar contra Cosidó y ha considerado que el pacto entre PP y PSOE solo busca «configurar las instituciones» y que el organismo pueda actuar con «plenitud de funciones».
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[9] ¿En qué momento se jodió Cataluña?
Con la victoria de Pujol en 1980 arrancó el llamado proceso de «construcción nacional»
Por Pedro Garcia Cuartango
Lo mismo que Zavalita se pregunta «cuándo se jodió Perú» en Conversación en La Catedral, la novela de Vargas Llosa, resulta necesario interrogarse en qué momento se jodió Cataluña. Hay una fecha de la que podemos partir para entender lo que está sucediendo estos días en Barcelona y otras ciudades catalanas: el 20 de marzo de 1980.
España se hallaba a punto de terminar la Transición y Adolfo Suárez pilotaba un Gobierno dividido por las rencillas internas de UCD y golpeado por ETA. Aquel año la banda terrorista asesinó a 93 personas, una cifra que jamás se volvería a superar. El Ejército se removía inquieto.
Aquel 20 de marzo yo fui uno de los 2,7 millones de ciudadanos que acudió a votar. Lo hice en un colegio público cerca de Montjuic. Había un ambiente de entusiasmo, casi de euforia, con la sensación de que Cataluña vivía un momento histórico. La Generalitat había sido restaurada en 1977 con la vuelta del exilio de Josep Tarradellas y los catalanes iban a elegir por primera vez desde la República a sus gobernantes. Muy pocos albergaban ya en su memoria la esperpéntica proclamación del Estado catalán por Companys en 1934 que duró solo unas pocas horas.
Las urnas dieron la victoria a Jordi Pujol, el líder de CiU, que logró el 27% de los votos. El PSC sacó el 22% y el PSUC, el 19%, pero no sumaban apoyos para lograr una mayoría parlamentaria. Pujol fue investido presidente del nuevo Gobierno, con el respaldo de ERC y UCD.
Esa es la fecha de la que arranca el llamado proceso de «construcción nacional», término acuñado por el pujolismo para extender los tentáculos del nacionalismo al aparato administrativo, las instituciones, la educación, los medios y toda la sociedad catalana. Pujol permaneció 23 años en el poder, tejiendo la estructura que ha hecho posible el desafío independentista que culminó en los meses de septiembre y octubre de 2017.
A lo largo de este periodo de más de dos décadas, la Generalitat creó instrumentos de poder como el Cuerpo de los Mossos ‘Esquadra y la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales mientras aumentaba gradualmente sus competencias gracias a los Gobiernos de González y de Aznar, que necesitaban el apoyo de CiU para gobernar en Madrid. Un hito especialmente importante es la Ley de Normalización Lingüística, que consagra la supremacía del catalán sobre el castellano en las escuelas y en la Administración, aprobada en 1983.
La habilidad de Pujol residió en evitar enfrentamientos con los Gobiernos de España durante los años 80 y 90, revistiéndose del disfraz de estadista. El presidente de la Generalitat no dejaba pasar la ocasión de subrayar su apuesta por la gobernabilidad y por la estabilidad parlamentaria. Pero mientras iba avanzando paso a paso, sin perder de vista que el objetivo era dotar a Cataluña de unas estructuras de Estado.
La hegemonía del nacionalismo «moderado» que representaba CiU era indiscutida, de suerte que el PSC, encabezado por Reventós y Obiols, se abstenía de hacer oposición, aceptando implícitamente que Pujol era invencible. El PSUC, muy activo durante la Transición, caminaba hacia su ocaso.
Un hito que pudo cambiar la historia de Cataluña fue el caso de Banca Catalana, que estalló en 1982 cuando se produjo una importante fuga de depósitos que obligó al Estado a intervenir la entidad de la que Pujol había sido máximo responsable ejecutivo hasta su decisión de encabezar CiU.
La Fiscalía se querelló contra Pujol y los gestores de Banca Catalana bajo gravísimas acusaciones que ponían en evidencia que se habían desviado miles de millones de pesetas para financiar empresas vinculadas a la familia y el nacionalismo catalán. Pero la Audiencia de Barcelona decidió archivar la investigación judicial contra Pujol en 1986. No hay duda de que en esa decisión pesaron las amenazas del president, que se escudó tras Cataluña para chantajear al Estado con una insurrección popular. Esa fue la primera vez que el nacionalismo enseñó sus garras. Y venció la batalla porque hay constancia de que Felipe González, asustado por la reacción, hizo lo posible para que no prosperara la querella.
Absoluta impunidad
Pujol actuó con absoluta impunidad hasta el final de sus seis mandatos. Era intocable para los gobiernos de Madrid, que jamás osaron indagar sus cuentas. Hoy sabemos que el presidente y sus hijos se aprovecharon de su poder para hacer una fortuna que algunos han calculado en varios cientos de millones de euros. La Justicia le investiga desde hace siete años, pero todavía no ha tomado ni una sola medida para importunarle.
Ni siquiera el PP osó enfadar al gran patriarca, que impulsó el llamado Pacto del Majestic para que Aznar pudiera gobernar en 1996 con el apoyo parlamentario de CiU. Pujol se cobró el favor con generosas contrapartidas del nuevo Ejecutivo, especialmente en materia fiscal. Antes había dejado caer a un Felipe González, tocado por la corrupción y el caso GAL.
El reino de Pujol terminó en 2003 cuando decidió no presentarse a las elecciones tras nombrar candidato a su delfín Artur Mas. CiU ya había perdido muchos apoyos y no pudo revalidar la mayoría. Pasqual Maragall pasó a presidir la Generalitat, encabezando un Gobierno tripartito de coalición con ERC e ICV, la sucursal catalana de IU.
Fue Pasqual Maragall quien impulsó un nuevo Estatuto de Autonomía, que suponía la creación de un Estado dentro del Estado. El texto aprobado en el Parlament tuvo que ser revisado y pulido por el Congreso, ya que, entre otras muchas medidas, incluía el control del poder judicial por parte de la Generalitat, blindaba las competencias de Cataluña por encima de las leyes estatales y contemplaba símbolos propios. Zapatero apoyó la iniciativa de Maragall que se le acabó escapando de las manos. Fue en esa época cuando afirmó que España era «una nación de naciones».
Artur Mas tardaría siete años en sentarse en el sillón de la Generalitat gracias a los buenos resultados de las elecciones de 2010 en las que consiguió derrotar al tripartito, roto por sus diferencias y con un mensaje de moderación que caló en el electorado. Su discurso parecía incluso menos nacionalista que el de Maragall y Montilla, que optó por liderar la confrontación con el Estado cuando el Tribunal Constitucional anuló importantes artículos del Estatuto, aprobado en consulta en 2006 con una participación marginal. Los nacionalistas nunca aceptaron el fallo del Constitucional. Eso explica mucho de lo que pasó después.
Mariano Rajoy ganó las elecciones generales a finales de 2011 en plena crisis económica a la que Cataluña no pudo sustraerse. Fue unos meses después cuando Artur Mas viajó al Palacio de La Moncloa para pedir el presidente del Gobierno un régimen fiscal semejante al vasco. La respuesta fue negativa. A Mas, a su regreso a Barcelona, le faltó tiempo para anunciar una confrontación abierta con el Estado. Fue ese momento, en el verano de 2012, cuando arranca el procés. Se dejo de utilizar el término «construcción nacional» y se empezó a hablar abiertamente de una hoja de ruta para lograr la independencia.
Todo ello se escenificó en la Diada de ese año cuando un millón de nacionalistas salieron a la calle para reivindicar sus derechos. De repente, el Gobierno se dio cuenta de que la amenaza de Artur Mas iba en serio y que la relación con las instituciones catalanas nunca volvería a ser lo que había sido.
¿Cuáles fueron las razones que llevaron a Mas a cambiar de estrategia e impulsar una insurrección contra el Estado? Es imposible saber lo que el president tenía en su mente, pero no hay duda de que la crisis económica y el cerco judicial a CiU y sus dirigentes por corrupción propiciaron la deriva del nacionalismo hacia posiciones de ruptura con el Estado.
El propio Artur Mas fue acusado de ser beneficiario de unas cuentas en Suiza de su padre, coincidiendo con la aparición de informaciones de origen policial que ponían de manifiesto que Pujol se había enriquecido ilegalmente, como Prenafeta, Alavedra y otros estrechos colaboradores.
La alianza con ERC
En un intento de huida hacia adelante, Mas se alió con ERC, su tradicional adversario político, para llevar a cabo una gigantesca operación de propaganda con eslóganes que culpabilizaban al Estado español de todos los males de la sociedad catalana. TV3 desempeñó un papel clave en esta estrategia.
El líder de CiU construyó una falaz argumentación en torno al «España nos roba», llegando a cuantificar el déficit fiscal de Cataluña respecto al Estado en 6.000 millones de euros, una cifra desproporcionada que fue asumida de forma acrítica por su clientela electoral. Y ello acompañado de una costosa campaña internacional para ganar apoyo para su causa. En noviembre de 2014, Artur Mas impulsa la consulta sobre la autodeterminación, que se celebra con más pena que gloria y por la que luego es inhabilitado cuando ya está fuera del poder. El Gobierno no movió ni un solo dedo para impedirla.
A partir de comienzos de 2016, tras presentarse Convergencia y ERC con una lista única a las elecciones, bajo la marca Junts Pel Sí, el independentismo pisa el acelerador. El nuevo timonel es Carles Puigdemont, alcalde de Girona, que pasa a liderar el Govern. Puigdemont saca adelante una nueva hoja de ruta, intensifica la desobediencia de las leyes del Estado y las sentencias judiciales y moviliza a sus bases para llevar a cabo una nueva consulta. Ya no hay marcha atrás.
Esa movilización eleva la tensión y fractura la sociedad en dos mitades. Comienzan los asaltos a las sedes de los partidos constitucionalistas, la expulsión de los militantes del PP y Ciudadanos de los espacios públicos, la presión en la calle al Gobierno de Rajoy y una campaña sin precedentes de TV3 para apoyar la consulta y el derecho de autodeterminación.
El procés alcanza su punto culminante en el pseudo referéndum del 1 de octubre de 2017, en cuya convocatoria se anticipa una declaración inmediata de independencia. Pero previamente, el 6 y el 7 de septiembre, el Parlamento catalán aprueba las leyes de desconexión que consagran la ruptura con la legalidad española.
Antes de la consulta, el independentismo hace una demostración de fuerza en la concentración del 20 de septiembre frente al departamento de Economía. Aquel día se congregan 40.000 manifestantes frente al edificio en el que se está practicando un registro judicial. La secretaria de la comitiva tiene que abandonar el lugar por una azotea a medianoche. Varios coches de la Guardia Civil quedan destrozados en un ambiente de odio e intimidación de los asistentes liderados por Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, emulando a Lenin en las jornadas revolucionarias en San Petersburgo de 1917.
Parece difícil sostener que aquellas movilizaciones impulsadas desde el poder fueron una quimera o una ensoñación porque no hay duda de que las bases nacionalistas estaban convencidas de que la independencia estaba a su alcance. Y muchos de ellos la celebraron cuando el Parlament procedió a declararla el 27 de octubre de 2017 en unos momentos en los que el Senado estaba discutiendo la aplicación del artículo 155.
Desde arriba
Hoy empezamos a tener una cierta perspectiva de lo que sucedió en los siete años que van desde la visita de Mas a Rajoy hasta la violencia desatada en las calles tras la sentencia del Supremo. No hay duda de que el procés obedeció a una estrategia planificada por una élite independentista que apreció una coyuntura favorable para romper la unidad de España. Pero sus líderes jamás pensaron que tendrían que sentarse en el banquillo, soportar casi dos años de prisión preventiva y, por último, una condena por sedición, malversación y desobediencia.
Estaban convencidos de la debilidad del Estado español y de que su desafío iba a quedar impune o ser sancionado con un castigo simbólico. Se equivocaron, pero sus decisiones han traído consecuencias: miles de empresas han abandonado el territorio, han fracturado a la sociedad, no han obtenido ningún apoyo internacional y no han conseguido ninguno de sus objetivos políticos. Con perdón, Cataluña está bien jodida.
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DESCARGA SENTENCIA TRIBUNAL SUPREMO
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