LA CORRUPCIÓN JUDICIAL, PRELUDIO DEL FASCISMO. «Yo Acuso: Carta a Monsieur Félix Faure, presidente de la República», por Émile Zola.

«Yo acuso»: la verdad que desgarró a un país

Por Agustín Monzón

El Independiente

Ceremonia de degradación de Alfred Dreyfus.

 

Cuando el 28 de enero de 1945 el Tribunal de Justicia de Lyon le condenó a cadena perpetua por alta traición y colaboración con el enemigo, Charles Maurras no dudó en protestar: «Ésta es la venganza de Dreyfus».

Para entonces, hacía ya diez años que había fallecido Alfred Dreyfus. Mucho más tiempo había transcurrido desde el fallecimiento de Emile Zola. Y, casi sin excepción, todos los principales protagonistas del affaire habían seguido idéntica suerte.

Pero las heridas que el caso Dreyfus había abierto en la sociedad gala eran tan profundas como para que, medio siglo después, el que había sido uno de los principales ideólogos de la extrema derecha francesa y apoyo del régimen de Vichy, instaurado en Francia tras la invasión nazi durante la Segunda Guerra Mundial, atribuyera a aquellos episodios su condena.

Los hechos tienen su origen en 1894, pero sus raíces deben buscarse mucho antes, al menos en la década de 1870. La Francia de entonces era un país conmocionado. La humillante derrota contra la Alemania de Otto von Bismarck, que conllevó la pérdida de Alsacia y Lorena, y el fracaso sangriento de la Comuna habían sumido en una especie de depresión a buena parte de la sociedad gala, azorada también por las transformaciones derivadas del proceso de industrialización.

 

El nacionalismo y el antisemitismo ganaban fuerza en la Francia de finales del siglo XIX

 

La nostalgia por un pasado idealizado se abría paso en un país que, menos de un siglo después de alumbrar la revolución burguesa, parecía renegar de los méritos de las Luces.

El pensamiento nacionalista ganaba fuerza entre los segmentos más conservadores de la sociedad y, con él, la alabanza del ejército como baluarte de la grandeza del país. En paralelo, la búsqueda de un enemigo que explicara el estado de postración en que se hallaba sumida la nación, agudizaba el antisemitismo entre franceses de muy diversa ideología y clase social.

En la Francia de la época, la comunidad judía era muy minoritaria: apenas 80.000 personas, sobre un total de 39 millones. Pero el poder que había alcanzado en sectores como la banca o los medios de comunicación exacerbaba el resentimiento y apuntalaba las abundantes teorías conspirativas, que presentaban a los judíos como colaboradores de los alemanes.

En 1892, el periódico de corte antisemita La Libre Parole, que llegó a tener alrededor de medio millón de lectores, comenzó a publicar una serie de artículos en los que se criticaba la presencia de judíos en el ejército y se advertía del riesgo de que llegaran a puestos de mando, pues eso supondría que tendrían el control de la nación.

El inicio del ‘affaire’

Así, no resulta difícil entender por qué, cuando en septiembre de 1894 el Estado Mayor del ejército francés supo que alguien estaba filtrando información a los servicios de inteligencia alemanes, la sombra de la sospecha recayó rápidamente sobre un judío. La suerte de Alfred Dreyfus estaba echada.

El caso no tardó en saltar a la prensa, donde, aderezada con todo tipo de historias rocambolescas, la culpabilidad de Dreyfus no aceptaba discusión. Pero lo cierto es que las pruebas contra este oficial del Estado Mayor eran bastante endebles. Los instructores del caso contaban tan solo con una nota -que sería conocida como el memorándum-, encontrada en la papelera del agregado militar de la embajada alemana en Francia, Maximilien von Schwazkoppen, en la que se ofrecían una serie de informaciones que afectan a la seguridad nacional.

La presunta similitud de la letra de Dreyfus, corroborada por un examen caligráfico de dudosa validez -los supuestos expertos alegaron que las diferencias entre la letra del oficial y la del memorándum se debía a que Dreyfus la había «maquillado» para la ocasión-, era la única baza para condenarle.

 

La endeblez de las pruebas contra Dreyfus no impidió su condena a cadena perpetua

 

Pero los principales responsables del Estado Mayor, convencidos de su culpabilidad, no estaban dispuestos a permitir que el acusado pudiera salir absuelto del juicio, por lo que no dudaron en utilizar todo tipo de ardides, que incluyeron la falsificación de pruebas, para garantizar su condena.

El 22 de diciembre de 1894, los jueces militares encargados del caso dictaminaron la culpabilidad por alta traición de Dreyfus, condenándolo a cadena perpetua y expulsándolo del ejército.

Antes de su traslado al penal de la Isla del Diablo, una diminuta isla frente a las costas de la Guayana francesa, el oficial es protagonista de una ceremonia en la que le son arrancados sus galones y su sable es partido en dos, mientras una multitud febril corea gritos de «¡muerte! ¡muerte!». El 21 de febrero de 1895, Dreyfus parte al exilio.

A más de 6.500 kilómetros de Francia, condenado de forma contundente por un tribunal militar y con el grueso de la opinión pública convencido de su culpabilidad, todo parece indicar que los días de Alfred Dreyfus llegarán a su fin recluido en una diminuta isla bañada por el Atlántico. Los esfuerzos de su hermano Mathieu por lograr la revisión del caso resultan en vano.

Incluso la comunidad judía de Francia “se mostraba ansiosa de que quedara en el olvido un asunto que había hecho crecer las pasiones antisemitas hasta extremos verdaderamente peligrosos”, según resalta el profesor Julio Gil Pecharromán en la revista Historia 16.

La defensa del condenado

Pero, como observa la profesora Concha Sanz Miguel en su obra Zola y Dreyfus. El poder de la palabra, «la historia se estremece cuando un grupo reducido de ciudadanos tozudos se dispone, con el único impulso de sus convicciones humanitarias, a convertir la trágica desventura de un inocente condenado en los que se conoce en los anales como el caso Dreyfus”. Y esos ciudadanos no tardaron en entrar en escena.

El primero de ellos es el comandante George Picquart, elegido responsable de los servicios secretos el 1 de junio de 1895. Menos de un año después de asumir este cargo, Picquart se hace con el borrador de un telegrama de Schwarzkoppen, dirigido a Charles-Ferdinand Walsin Esterhazy, que deja entrever que éste está facilitando información a la diplomacia alemana. Poco después, descubre con estupefacción que la caligrafía de este comandante de infantería resulta idéntica a la del memorándum que había servido para condenar a Dreyfus.

Picquart, convencido ahora de la inocencia de Dreyfus, expone su descubrimiento a sus superiores, que, para su sorpresa prefieren correr un tupido velo. «¿Pero a usted que le importa que ese judío siga en la isla del Diablo?», le llega espetar el general Charles-Arthur Gonse, subjefe del Estado Mayor.

Para el Estado Mayor, asumir la culpabilidad de Esterhazy suponía reconocer el error que había supuesto la condena de Dreyfus. Y como observa Víctor Freyre en la revista Historia y Vida, «una vez cometida la injusticia, el propósito de los militares implicados era salvaguardar el honor del ejército a toda costa. Aunque fuese por encima de la verdad”.

 

Quienes se posicionan a favor de Dreyfus reciben las represalias del Estado y del pueblo

 

Empiezan a partir de entonces una serie de oscuras maniobras, hasta cierto punto con la connivencia del poder político -poco dispuesto a entrometerse en una guerra en la que tenía poco que ganar- para corroborar la traición de Dreyfus, acallar a quienes ponían en duda la versión oficial y librar de toda culpa a Esterhazy -hasta el punto de que aún hoy hay quien especula con si pudo ser un agente doble que filtraba información a Alemania de forma interesada para desviar su atención de temas de mayor relevancia.

Estos movimientos parecían dar frutos, pues, con la ayuda de la prensa de derechas, la opinión pública se lanza contra cualquiera que osa pronunciarse a favor de Dreyfus -los denominados dreyfusards– acusándolos de estar al servicio de los intereses del judaísmo.

No sólo Picquart sufre el poder de la maquinaria antidreyfusard, que le supondría, primero, su traslado a una peligrosa misión en tierras africanas y, posteriormente, una penosa odisea judicial, con su encarcelamiento durante varios meses, acusado de haber falsificado las pruebas contra Esterhazy.

Otros muchos de los que se posicionan a favor de la revisión del caso sufrirán represalias similares en sus carreras, como el vicepresidente del Senado Auguste Scheurer-Kestner, que perdería su escaño en los siguientes comicios.

Pero lo cierto es que, poco a poco, los defensores de la condena de Dreyfus van cometiendo errores y deslices que sacan a la luz pública una serie de irregularidades cometidos durante el juicio, desvelando la falsedad de ciertas pruebas y facilitando argumentos para que las sospechas recaigan en Esterhazy.

 

Disturbios antisemitas según un grabado publicado por La Petit Parisien.

 

Poco a poco, cada vez más personas se convencen de la injusticia de la condena de Dreyfus y reclaman la revisión del caso. Uno de ellos es el célebre escritor Emilo Zola, que dedica a este propósito una serie de artículos en el diario Le Figaro.

Pero el peso en la sociedad del antidreyfusismo es aún muy relevante, hasta el punto que Le Figaro acaba por cerrar las puertas a Zola, preocupado por la oleada de cancelaciones de suscripciones que provocan los artículos del escritor.

Por entonces, los responsables del Estado Mayor prolongan su farsa, promoviendo la celebración de un consejo de guerra contra Esterhazy del que sale absuelto. Ahora, los expertos calígrafos defenderán la tesis de que el memorándum no podía ser suyo, porque habría disimulado las características de su letra.

Zola toma la palabra

Esta sentencia será la que impulsará a Zola a publicar el célebre artículo titulado J’Accuse (Yo acuso, en español) el 13 de enero de 1898, hace ahora 120 años. El extenso texto, que copará la portada del diario L’Aurore, tomará la forma de una carta dirigida al presidente de la República, Felix Faure, en la que expone de forma sistematizada e interrelacionados todos los hechos, dudas y sospechas en torno al caso.

En el artículo, Zola no duda en acusar a oficiales del ejército, jueces militares y dirigentes políticos de haber promovido una abominable injusticia, ya sea por malicia, desidia o torpeza, tanto con la condena a Dreyfus como con la absolución de Esterhazy.

El escritor es consciente de que su osadía podía costarle problemas legales y no tardará en comprobarlo. Pocos meses después sería condenado a un año de cárcel y 3.000 francos de multa, ante lo que optó por exiliarse en Londres.

Y antes que el castigo judicial, recibió la reprobación popular. Como señala Pedro Carlos González Cuevas, para los líderes del antidreyfusismo el problema no era tanto él como sus defensores, “que, con sus ataques al ejército, ponían en peligro la propia existencia de la nación, su independencia”.

 

Tras su artículo, Zola es condenado a un año de cárcel y 3.000 francos de multa

 

El mismo día del artículo, una muchedumbre vociferante se manifiesta frente a su casa, profiriendo gritos contra Zola. En las semanas posteriores, sería objeto de un ataque con piedras, mientras algunas personas procedían a la quema pública de sus libros. Y en el momento de su condena estalló tal explosión de júbilo entre el público que, en palabras del político George Clemenceau, «si Zola hubiera sido absuelto, ninguno de nosotros hubiera salido vivo de allí».

Con todo, el artículo había logrado su propósito principal: el caso Dreyfus volvía a situarse en la primera plana social y se convertiría en un asunto de Estado. «A partir de ese momento el caso cobra todos los tintes y proporciones de una guerra de religión. En la calle, las manifestaciones diarias y multitudinarias a favor de una u otra postura acababan casi siempre en batalla campal y, en Argelia y en provincias fundamentalmente, los barrios judíos eran asaltados por masas enfurecidas”, explica Sanz Miguel.

La prensa internacional también se hace eco del caso, tomando por lo general parte a favor de Dreyfus, e incluso varios países amenazan con boicotear la Exposición Universal que estaba prevista en París en 1900.

 

Portada de L’Aurore del 13 de enero de 1898.

 

Tal y como Zola había escrito en Yo acuso, «la verdad está en marcha y nada la detendrá». Poco a poco, las dudas sembradas por el escritor se van abriendo paso entre la opinión pública gala, que empieza a posicionarse a favor de la revisión.

Los gobiernos de la época no tuvieron más remedio que poner el affaire entre sus prioridades y, pese a las resistencias externas e internas acaban descubriendo la falsificación de varias de las pruebas utilizadas contra Dreyfus, lo que conduce a la detención de Hubert-Joseph Henry, oficial del Estado Mayor, como autor de las falsificaciones.

En ese momento, Henry aparece muerto en su celda; el general Raoul de Boisdeffre, dimite como jefe del Estado Mayor; y Esterhazy opta por el exilio. Los hechos parecían evolucionar a favor de los intereses de Dreyfus. Y, sin embargo, aún tendría que enfrentarse a muy duras pruebas.

Porque a estas alturas, el caso Dreyfus había trascendido todas las cuestiones relativas a un problema judicial y se había convertido en un elemento de confrontación política, «un instrumento que sirvió para definir, más o menos nítidamente, dos posturas claras en el espectro político: el ala izquierda (en la que socialistas, liberales y republicanos acercaron posiciones) y la derecha (que endurecía sus posturas y sentaba las bases que abrirían las puertas a los fascismos)”, escribe Freyre.

Para estos últimos nada parecía validar la revisión del caso. El propio Maurras defendió las falsificaciones de Henry como “uno de los más nobles hechos de guerra” y desde las filas del ejército surgían rumores sobre un golpe de estado que no puede desligarse de las tensiones generadas por el affaire.

El triunfo de la verdad

Nada de esto impidió que, finalmente, en 1899, Dreyfus fuera sometido a un nuevo consejo de guerra en el que, contra todo pronóstico -por entonces Esterhazy ya había reconocido en prensa ser el autor del memorándum-, será nuevamente considerado culpable, aunque «con circunstancias atenuantes», por lo que su pena queda rebajada a diez años.

Con el deseo de poner fin al caso, el gobierno le concede el indulto, pero el oficial judío seguirá luchando por acreditar su inocencia, algo que logrará en 1906, cuando el Tribunal Supremo anula la condena contra Dreyfus, que es reintegrado en el ejército.

 

Zola había muerto cuatro años antes de que Dreyfus fuera declarado inocente

 

Para entonces, Zola ya había fallecido en la noche del 29 de septiembre de 1902, intoxicado por monóxido de carbono. Aunque para la justicia se trató de un accidente doméstico, la sospecha de asesinato envuelve aún su muerte.

Tal vez, Zola pudo pagar con su vida la osadía de su Yo acuso, sin tiempo para comprobar que, como el mismo había presagiado, la verdad acabaría imponiéndose, sin que las más burdas maquinaciones pudieran detenerla.

Tras de sí dejaba, eso sí, un país desgarrado por un debate que separó familias y acabó con viejas amistades y que dejó unas heridas profundas que acabarían causando profundos daños a Francia y a toda Europa, pues, como observa Gil Pecharromán, «del affaire surgió una derecha rearmada ideológicamente y dispuesta a combatir por todos los medios los procesos de democratización abiertos por la República radical. En cierta medida, el asunto Dreyfus está en el origen de la derecha totalitaria que se encarnaría en las diversas variantes del fascismo en la Europa posterior a la Gran Guerra».

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YO ACUSO

«Carta a Monsieur Félix Faure, presidente de la República»

Por Émile Zola

 

Este texto se publicó en L’Aurore el 13 de enero de 1898.

La gente ignora que estas páginas se imprimieron primero como folleto, al igual que las dos cartas anteriores. Cuando estaba a punto de poner el folleto a la venta, se me ocurrió que el escrito obtendría mayor resonancia y publicidad si lo publicaba en un periódico. L’Aurore había tomado ya partido, con una independencia y un valor admirables, y, naturalmente, me dirigí a él. Desde entonces, ese periódico se convirtió en mi refugio, en la tribuna de libertad y de verdad desde donde pude decir todo. Siento aún por su director, Monsieur Ernest Vaughan, un profundo agradecimiento. Después de que de ese número de L’Aurore se vendieran trescientos mil ejemplares, y tras las diligencias judiciales que siguieron, el folleto no salió del almacén. Así, al día siguiente del acto que había decidido y ejecutado, creí oportuno guardar silencio en espera de mi juicio y de las consecuencias que ya me imaginaba.

 

Señor presidente,

¿me permitirá usted, en agradecimiento por la benévola acogida que me dispensó un día, que me preocupe por su merecida gloria y que le diga que su estrella, tan afortunada hasta ahora, se ve amenazada por la más vergonzosa a imborrable de las manchas?

Ha salido usted indemne de las calumnias más rastreras, ha conquistado los corazones de la gente. Aparece usted radiante en la apoteosis de esa fiesta patriótica que ha sido para Francia la alianza rusa, y se dispone a presidir el solemne triunfo de nuestra Exposición Universal, que coronará nuestro gran siglo de trabajo, de verdad y de libertad. No obstante, ¡qué mancha de lodo sobre su nombre -iba a decir sobre su reinado- ha arrojado el abominable caso Dreyfus! Un consejo de guerra acaba de atreverse, por decreto, a absolver a un individuo como Esterhazy, supremo insulto a toda verdad, a toda justicia. Se acabó, Francia ostenta ahora esa mancha en la mejilla y la historia escribirá que semejante crimen social fue posible bajo su presidencia.

Pero si ellos se atrevieron, yo también me atreveré. Diré la verdad, porque prometí decirla si no lo hacía plenamente y por entero la justicia. Mi deber es hablar, no quiero ser cómplice. Mis noches se verían asediadas por el espectro del inocente que, padeciendo el más horrible suplicio, expira un crimen que no ha cometido.

Y a usted, señor presidente, le gritaré esa verdad, con toda la fuerza que me da mi rechazo de hombre decente. En su honor, quiero suponer que usted ignora esa verdad. ¿Y a quién pues, iba yo a denunciar esa pandilla malsana de verdaderos culpables sino a usted, el primer magistrado del país?

Ante todo, la verdad sobre el proceso y sobre la condena de Dreyfus.

Todo lo ha dirigido, todo lo ha realizado un hombre nefasto, el teniente coronel Du Paty de Clam, por entonces simple comandante. Él es prácticamente el caso Dreyfus; pero eso no se sabrá hasta que una investigación leal establezca claramente sus actos y sus responsabilidades. Posee la mente más turbia, más enrevesada y obsesionada por intrigas novelescas que conozco, y se vale de recursos de folletín, de papeles robados, cartas anónimas, citas en lugares desiertos, mujeres que, de noche, entregan pruebas contundentes. Él ideó dictar el escrito a Dreyfus; él propuso examinar a Dreyfus en un cuarto enteramente revestido de espejos; a él lo describe el comandante Forzinetti penetrando, provisto de una linterna velada, en la celda donde duerme el acusado para proyectarle bruscamente sobre la cara un chorro de luz y sorprender el crimen en sus labios con la emoción del despertar. No tengo por qué contarlo todo; que busquen, ya encontrarán. Declaro sencillamente que el comandante Du Paty de Clam, encargado de instruir el sumario del caso Dreyfus en calidad de oficial judicial, es, en lo relativo a fechas y responsabilidades, el primer culpable del espantoso error judicial que se cometió.

Hacía tiempo que el escrito estaba en manos del coronel Sandherr, director del Bureau de Renseignements, quien falleció tras padecer una parálisis general. Se producían «pérdidas», desaparecían papeles y aún hoy siguen desapareciendo; mientras buscaban al autor del escrito, se fue creando la idea preconcebida de que el autor sólo podía ser un oficial del Estado Mayor, y además oficial de artillería: doble y manifiesto error, que demuestra con qué superficialidad estudiaron el escrito, pues un examen sensato demuestra que no podía tratarse más que de un oficial de tropa.

Así pues, empezaron a buscar en casa, a examinar tipos de letra, como si de un asunto de familia se tratara, con la intención de sorprender a un traidor en las propias oficinas para expulsarle. Entonces -no pretendo reconstruir ahora una historia en parte conocida-, desde que la primera sospecha recae sobre Dreyfus, el comandante Du Paty de Clam entra en escena. A partir de ese momento, él fue quien se inventó a Dreyfus, el caso se convirtió en su caso, se empeñó en confundir al traidor, en arrancarle una confesión completa. Por supuesto, están también el ministro de la Guerra, el general Mercier, cuya inteligencia parece mediocre; el jefe del Estado Mayor, el general De Boisdeffre, que da la impresión de haber sucumbido a su pasión clerical, y el subjefe de Estado Mayor, el general Gonse, cuya conciencia se acomodó a muchas cosas. Pero, en realidad, el que cuenta es el comandante Du Paty de Clam, que los maneja a todos, que los hipnotiza a todos, pues también siente afición por el espiritismo y las ciencias ocultas y conversa con los espíritus. Cuesta imaginar a qué experiencias sometió al infeliz Dreyfus, en qué trampas quiso hacerle caer, qué descabelladas investigaciones, qué monstruosas imaginaciones; en suma, lo sometió a una tortura demencial.

¡Ah, ese primer caso es como una pesadilla para quien conoce sus verdaderos detalles! El comandante Du Paty de Clam detiene a Dreyfus, lo incomunica. Corre a ver a Madame Dreyfus, la aterroriza, le dice que, si habla, su marido está perdido. Entretanto, el infeliz se mesa los cabellos, clama su inocencia. Y asi se procedió al sumario, como en una crónica del siglo XV, rodeado de misterio, en medio de la confusión de informes crueles, y basándose en una única acusación infantil, ese estúpido escrito que no sólo equivalía a una traición vulgar, sino que, además, era la más impúdica de las estafas, pues casi todos los célebres secretos que en él se revelaban carecían de valor. Mi insistencia se debe a que ése es el meollo de la cuestión, de donde saldrá más tarde el verdadero crimen, la espantosa falta de justicia que aqueja a Francia. Me gustaría dejar bien sentado de qué modo se llegó al error judicial, cómo nació de las maquinaciones del comandante Du Paty de Clam, de qué manera el general Mercier y los generales De Boisdeffre y Gonse pudieron dejar que poco a poco los enredaran y comprometieran sus responsabilidades en ese error, error que más adelante se sintieron obligados a imponer como la sacrosanta verdad, que no admite discusión. Asi pues, al principio, no hay más que incuria y falta de inteligencia por parte de esos hombres. A lo sumo, se les ve ceder a las pasiones religiosas del ambiente y a los prejuicios del corporativismo. Ellos permitieron que se cometiera el disparate.

Ya tenemos a Dreyfus ante el consejo de guerra. Se exigió que fuera a puerta cerrada. No se tomarían medidas de silencio y de misterio más rigurosas para un traidor que hubiese abierto la frontera al enemigo para dejar al emperador alemán el paso libre hasta Notre Dame. La nación se halla estupefacta, la gente susurra hechos terribles, traiciones monstruosas, de esas que indignan a la Historia; y, por supuesto, la nación se inclina. Ningún castigo será lo bastante severo, la nación aplaudirá la degradación pública, exigirá que el culpable, devorado por los remordimientos, permanezca en su infamante islote. ¿Serán verdad esas cosas inconfesables y peligrosas, capaces de hacer arder a Europa, que hubo que ocultar cuidadosamente tras ese juicio a puerta cerrada? ¡No! Detrás no hubo nada salvo la imaginación novelesca y demencial del comandante Du Paty de Clam. Todo ese enredo no tuvo otro fin que el de ocultar la novela folletinesca más absurda. Para comprobarlo, basta con estudiar atentamente el acta de acusación, leída ante el consejo de guerra.

En el acta de acusación no había nada. Que hayan podido condenar a un hombre basándose en esa acta es un prodigio de iniquidad. Dudo que la gente honrada pueda leerla sin que su corazón salte de indignación ni proteste a gritos al pensar en aquella desmesurada expiación, allá, en la isla del Diablo. Dreyfus sabe varios idiomas, crimen; no encontraron en su casa ningún documento comprometedor, crimen; visita en ocasiones su país de origen, crimen; es trabajador, se preocupa por enterarse de todo, crimen; no pierde la calma, crimen; pierde la calma, crimen. ¡Y esa redacción llena de ingenuidades, esos vacuos asertos formales! Nos habían hablado de catorce cargos acusatorios: no encontramos más que uno, el del escrito; nos enteramos incluso de que los expertos no estaban de acuerdo, de que uno, Monsieur Gobert, fue amonestado de manera terminante porque no se decidía a sacar conclusiones en el sentido deseado. Se comentaba también que habían acudido veintitrés oficiales para hundir a Dreyfus con sus testimonios. Desconocemos los interrogatorios, pero parece seguro que no todos declararon en contra; conviene mencionar además que todos pertenecían al Ministerio de la Guerra. Es un proceso en familia, están como en casa. No hay que olvidarlo: el Estado Mayor quiso el juicio, juzgó a Dreyfus y acaba de juzgarlo por segunda vez.

Por lo tanto, sólo quedaba el escrito, y los expertos no se pusieron de acuerdo. Cuentan que, en la sala de deliberación, los jueces, naturalmente, se disponían a absolver. ¡Qué fácil es comprender ahora la desesperada obstinación con la que hoy, para justificar la condena, se afirma la existencia de una prueba secreta, abrumadora, una prueba que no se puede enseñar, que lo legitima todo, ante la que hemos de inclinarnos, Dios invisible a incognoscible! ¡Niego esa prueba, la niego con todas mis fuerzas! Una prueba ridícula, sí, tal vez la prueba donde se habla de mujerzuelas y que alude a un tal D. que se ha vuelto demasiado exigente: sin duda algún marido que opina que no pagan lo suficiente a su mujer. ¡Pero no una prueba que afecte a la defensa nacional, que no se podría revelar sin que al día siguiente se declarara la guerra! ¡No y no! ¡Mentira! Y lo más odioso, lo más cínico, es que mienten impunemente sin que nadie pueda demostrárselo. Alborotan a Francia, se amparan en la legítima emoción de ésta, acallan las bocas tras turbar los corazones y pervertir las mentes. No conozco mayor delito cívico.

Éstos son, señor presidente, los hechos que explican cómo pudo cometerse un error judicial; y las pruebas morales, la situación económica de Dreyfus, la ausencia de motivos, su continuo grito de inocencia, acaban por mostrárnoslo como una víctima de la extraordinaria imaginación del comandante Du Paty de Clam, del ambiente clerical que lo rodeaba, de esa caza a los «cochinos judíos» que deshonra nuestros tiempos.

 

Ferdinand Walsin Esterhazy

 

Llegamos ya al caso Esterhazy. Han transcurrido tres años, muchas conciencias siguen profundamente turbadas, se inquietan, buscan y acaban por convencerse de la inocencia de Dreyfus.

No voy a narrar la trayectoria de dudas y posterior convicción de Monsieur Scheurer Kestner. Sin embargo, mientras él investigaba por su lado, graves hechos ocurrían en el propio Estado Mayor. Había muerto el coronel Sandherr, y el teniente coronel Picquart le había sucedido como jefe del Bureau de Renseignements. Un día, hallándose éste en funciones, cayó en sus manos una carta-telegrama enviada al comandante Esterhazy por un agente de una potencia extranjera. Su estricto deber era abrir una investigación. Lo cierto es que nunca obró al margen de la voluntad de sus superiores. Confió, pues, sus sospechas a éstos, al general Gonse, al general De Boisdeffre y, por fin, al general Billot, quien había sucedido al general Mercier como ministro de la Guerra. El famoso expediente Picquart, del que tanto se ha hablado, nunca ha sido más que el expediente Billot, o sea, un expediente realizado por un subordinado para su ministro, expediente que aún debe de hallarse en el Ministerio de la Guerra. Las pesquisas se prolongaron de mayo a septiembre de 1896, y lo que hay que afirmar en voz alta es que el general Gonse estaba convencido de la culpabilidad de Esterhazy y que ni el general De Boisdeffre ni el general Billot ponían en duda que el escrito fuera de puño y letra de Esterhazy. La investigación del teniente coronel Picquart había llevado a esa evidente constatación. Pero se produjo una enorme conmoción, ya que la condena de Esterhazy acarrearía inevitablemente la revisión del caso Dreyfus; y el Estado Mayor no quería eso a ningún precio.

Debió de darse entonces un minuto psicológico lleno de angustia. Observe que el general Billot no estaba en absoluto comprometido, acababa de llegar, podía establecer la verdad. No se atrevió, sin duda por miedo a la opinión pública y por temor a implicar a todo el Estado Mayor, al general De Boisdeffre, al general Gonse, sin contar a los subordinados. Después, no hubo más que un minuto de lucha entre su conciencia y lo que creyó que era el interés militar. Pasó el minuto y fue ya demasiado tarde. Se había comprometido, se había embarcado. Desde entonces su responsabilidad no ha hecho más que aumentar, cargo con el delito de los demás, se ha vuelto tan culpable como los otros, más culpable aún, pues fue dueño de hacer justicia y no hizo nada. ¿No lo entiende usted? ¡Hace ya un año que el general Billot, que los generales De Boisdeffre y Gonse saben que Dreyfus es inocente y han guardado para sí esa cosa atroz! ¡Y esa gente duerme y quiere a su mujer y a sus hijos!

El teniente coronel Picquart había cumplido con su deber como hombre honrado que era. Insistió ante sus superiores en nombre de la justicia. Hasta les suplicó, les dijo cuán poco políticos eran sus aplazamientos, previó la terrible tormenta que se avecinaba y que estallaría cuando se supiera la verdad. El mismo lenguaje utilizó después Monsieur Scheurer-Kestner delante del general Billot cuando le exhortó a que, por patriotismo, se encargara personalmente del caso, a que no lo dejara agravarse hasta el punto de degenerar en un desastre público. ¡No! El crimen se había cometido, el Estado Mayor no podía ya confesar su delito. Trasladaron al teniente coronel Picquart, fueron alejándolo cada vez más, hasta Túnez, donde un día incluso quisieron honrar su valentía encomendándole una misión en el lugar en que halló la muerte el marqués de Mores, misión que seguramente hubiera acabado con él. ¿Cómo creer que hubiera caído en desgracia si el general Gonse mantenía con él una correspondencia amistosa? Ciertamente, hay secretos que más vale no haber descubierto.

En París, la verdad avanzaba, irresistible, y ya sabemos de qué modo estalló la esperada tormenta. Monsieur Mathieu Dreyfus denunció al comandante Esterhazy, acusándolo de ser el autor verdadero del escrito, en el momento en que Monsieur Scheurer-Kestner se disponía a entregar al ministro de justicia una petición de revisión del proceso. Entra entonces en escena el comandante Esterhazy. Algunos testigos lo presentan al principio trastornado y dispuesto a suicidarse o a huir. Después, súbitamente, se vuelve audaz y asombra a París por su violenta actitud. Era evidente que le habían llegado apoyos; había recibido una carta anónima que le advertía de las intrigas de sus enemigos a incluso una noche una misteriosa dama se molestó en devolverle una prueba, robada al Estado Mayor, que lograría salvarle. No puedo evitar ver tras todo esto al teniente coronel Du Paty de Clam, pues conozco las artimañas de su fértil imaginación. Su obra, la culpabilidad de Dreyfus, se hallaba en peligro y seguramente quiso defenderla. ¿Revisión del caso? ¡Seria el hundimiento del trágico y extravagante folletin cuyo abominable desenlace se desarrolla en la isla del Diablo! ¡Y él no podía consentir eso! A partir de ese instante tendrá lugar un duelo entre el teniente coronel Picquart y el teniente coronel Du Paty de Clam, uno a rostro descubierto, el otro enmascarado. Volveremos a encontrárnoslos poco después ante la justicia civil. En el fondo, el Estado Mayor sigue defendiéndose, se niega a confesar su delito, cuya abominación crece por momentos.

La gente se preguntaba estupefacta quiénes protegían al comandante Esterhazy. El primer protector, en la sombra, era el teniente coronel Du Paty de Clam, quien lo maquinó y lo organizó todo. Su actuación se delata por lo absurdo de sus recursos. Después está el general De Boisdeffre, el general Gonse y el mismo general Billot, que se ven obligados a absolver al comandante, ya que no pueden dejar que se reconozca la inocencia de Dreyfus sin que todo el Ministerio de la Guerra se hunda en el desprecio público. Y lo más gordo de esa prodigiosa situación es que la única persona honesta en todo eso, el teniente coronel Picquart, el único que cumplió con su deber, acabará convirtiéndose en una victima y sobre él caerán la befa y el castigo.

¡Oh, justicia, qué horrible desaliento nos invade el alma! Se atreverán a decir que él es el falsario, el que ha creado la carta-telegrama para culpar a Esterhazy. Pero ¡santo cielo! ¿Por qué? ¿Con qué objeto? Déme usted un motivo. ¿O es que el teniente coronel Picquart también está pagado por los judíos? Lo bueno del caso es que precisamente era antisemita. ¡Sí! Asistimos a un infame espectáculo, hombres cubiertos de deudas y crímenes que ven proclamada su inocencia mientras se destruye el honor mismo, se destruye a un hombre sin mácula. Cuando una sociedad llega a esos extremos, entra en descomposición.

Éste es, señor presidente, el caso Esterhazy: un culpable que convenía declarar inocente. Desde hace casi dos meses, podemos seguir hora a hora esa hermosa labor. Abrevio, porque aquí sólo se trata de resumir la historia cuyas páginas, unas páginas que queman las manos, se escribirán algún día en toda su extensión. Vimos, pues, cómo el general De Pellieux, y después el comandante Ravary, dirigían una investigación perversa de la que los sinvergüenzas salían transfigurados, y los honrados, mancillados. Luego se convocó el consejo de guerra.

 

CONSEJO DE GUERRA AL COMANDANTE ESTERHAZY

 

¿Quién podía esperar que un consejo de guerra deshiciera lo que otro consejo de guerra había hecho?

Ya no me refiero siquiera a la elección de los jueces. La idea superior de disciplina que llevan en la sangre esos soldados, ¿no basta para invalidar su capacidad de equidad? Quien dice disciplina dice obediencia. Después de que el ministro de la Guerra, el gran jefe, estableciera públicamente, entre aclamaciones de los representantes de la nación, la autoridad de lo ya juzgado, ¿cómo queréis que un consejo de guerra lo desmienta rotundamente? Desde un punto de vista jerárquico, resulta imposible. El general Billot sugestionó a los jueces con su declaración, y éstos juzgaron como si tuvieran que tirarse al fuego, sin razonar. La opinión preconcebida que alegaron desde sus sitiales fue, evidentemente, la siguiente: «Dreyfus fue condenado por delito de traición por un consejo de guerra, por lo tanto es culpable; y nosotros, un consejo de guerra, no podemos declararlo inocente; sabemos, pues, que reconocer la culpabilidad de Esterhazy sería proclamar la inocencia de Dreyfus». Nadie podía quitarles esa idea de la cabeza.

Pronunciaron una sentencia inicua, que pesará para siempre sobre nuestros consejos de guerra y que desde ahora volverá sospechosa cualquier decisión que se tome. Si el primer consejo de guerra pudo pecar por falta de inteligencia, el segundo es, por fuerza, criminal. Su excusa, lo repito, reside en que el jefe supremo había declarado que lo juzgado era inatacable, sacrosanto y superior a los hombres, de modo que unos subordinados no pudieran decir lo contrario. Nos hablan del honor del ejército, quieren que lo amemos, que lo respetemos. ¡Ah, el ejército que se alzaría a la primera amenaza, que defendería el suelo francés, ese ejército es todo el pueblo y por ese ejército, sí, no sentimos más que afecto y respeto! Pero no es ése el ejército cuya dignidad deseamos en nuestro afán de justicia. Se trata del sable, el amo que quizá nos den mañana. Y besar con unción la empuñadura del sable-Dios, ¡eso no!

Por otra parte, lo he demostrado: el caso Dreyfus era el caso de los servicios del Ministerio de la Guerra; un oficial del Estado Mayor, denunciado por sus compañeros de Estado Mayor, condenado bajo la presión de los jefes del Estado Mayor. Una vez más, no pueden declararlo inocente sin culpar a todo el Estado Mayor. Por eso, los servicios del Ministerio, mediante todos los recursos imaginables, campañas de prensa, comunicados, influencias, apoyaron a Esterhazy para perder por segunda vez a Dreyfus. ¡Qué limpieza debiera hacer el Gobierno republicano en esa jesuitera, como la llama el mismo general Billot! ¿Dónde está el gabinete auténticamente fuerte y de prudente patriotismo que se atreva a refundirlo y a renovarlo todo? ¡Conozco a tanta gente que, ante la posibilidad de una guerra, tiembla acongojada al saber en qué manos se halla la defensa nacional! ¡Y en qué nido de ruines intrigas, de comadreos y dilapidaciones se ha convertido ese asilo sagrado donde se decide la suerte de la patria! ¡Da pánico enfrentarse a la terrible luz que acaba de provocar el caso Dreyfus, ese sacrificio humano de un infeliz, de un «cochino judío»! ¡Ah!, cuánta agitación de necios y dementes, cuántas imaginaciones desbordadas, prácticas de policía barata, de inquisición y tiranía, el capricho de unos cuantos con galones que aplastan con sus botas a la nación, haciéndole tragar su grito de verdad y de justicia bajo el falaz y sacrílego pretexto de la razón de Estado.

También es un crimen haberse apoyado en la prensa inmunda, haberse dejado defender por toda la chusma de París, que triunfa, insolente, al venirse abajo el derecho y la simple honestidad. Es un crimen haber acusado de perturbar a Francia a quienes la desean generosa, a la cabeza de las naciones libres y justas, cuando precisamente en su interior se urde el impúdico complot para imponer el error ante el mundo entero. Es un crimen desorientar a la opinión pública, utilizar para una campaña mortal a esa opinión pública que han pervertido hasta lograr que delirara. Es un crimen envenenar a los pequeños y a los humildes, enardecer las pasiones reaccionarias a intolerantes que se ocultan tras ese odioso antisemitismo que provocará la muerte de la gran Francia liberal de los derechos del hombre, si antes no la curan. Es un crimen explotar el patriotismo para fomentar el odio y, en fin, es un crimen hacer del sable el Dios moderno cuando toda la ciencia humana trabaja para la obra venidera de verdad y justicia.

Esa verdad, esa justicia que con tanta pasión deseamos, ¡qué desaliento ver cómo las abofetean hasta desfigurarlas y alienarlas! Sospecho qué desmoronamiento estará produciéndose en el alma de Monsieur Scheurer-Kestner, y estoy seguro de que acabará por arrepentirse de no haber adoptado una actitud revolucionaria el día de la interpelación ante el Senado y de no haber soltado cuanto llevaba dentro para acabar de una vez con todo. Ha sido un hombre grande y honrado, leal, ha creído que la verdad se bastaba a sí misma, sobre todo porque le parecía clara como el día. ¿De qué servia trastornarlo todo si pronto luciría el sol? Ahora sufre el castigo cruel de esa confiada serenidad. Lo mismo ocurre con el teniente coronel Picquart, quien, movido por un sentimiento de elevada dignidad, no quiso publicar las cartas del general Gonse. Esos escrúpulos le honran tanto más cuanto que, mientras él seguía respetando la disciplina, sus superiores le cubrían de lodo a instruían el proceso personalmente, de la manera más inesperada y más ultrajante. Dos víctimas, dos seres honestos, dos corazones simples, se encomendaron a Dios mientras actuaba el diablo. En el caso del teniente coronel Picquart, llegamos a presenciar además un espectáculo innoble: un tribunal francés, tras dejar que el ponente declarara públicamente en contra de un testigo y le acusara de todos los cargos posibles, mandó despejar la sala cuando el testigo fue introducido para que se explicase y se defendiese. Afirmo que éste es un crimen más y que ese crimen sublevará la conciencia universal. Decididamente, los tribunales militares poseen una idea muy singular de la justicia.

Ésta es pues la verdad pura y simple, señor presidente. Es espantosa, y quedará siempre como una mancha de su presidencia. Sospecho que carece usted de poder alguno en este caso, que es usted esclavo de la Constitución y de aquellos que le rodean. No por eso deja usted de tener, en tanto que hombre, un deber que no podrá olvidar y que tendrá que cumplir. Eso no significa que yo, por mi parte, desconfíe del triunfo. Lo repito con una certeza aún más vehemente: la verdad está en marcha y nada la detendrá. El caso no ha comenzado hasta hoy, pues sólo hoy las posiciones están claras: de un lado, los culpables que no quieren que se haga la luz; del otro, los justicieros que darán su vida por que se haga. Lo dije en otro lugar y lo repito aquí: cuando se oculta la verdad bajo tierra, ésta se concentra, adquiere tal fuerza explosiva que, el día en que estalla, salta todo con ella. Ya veremos si no acaba de fraguarse más adelante el más estrepitoso desastre.

 

Ilustración de un periódico de la época donde se recrea la muerte de Félix Faure.

 

Pero la carta se alarga, señor presidente, y ya va siendo hora de concluir.

Yo acuso al teniente coronel Du Paty du Clam de haber sido el diabólico artífice del error judicial, quiero creer que por inconsciencia, y de haber defendido posteriormente su nefasta obra, a lo largo de tres años, mediante las más descabelladas y delictivas maquinaciones.

Acuso al general Mercier de haberse hecho cómplice, cuando menos por debilidad de carácter, de una de las mayores iniquidades del siglo.

Acuso al general Billot de haber tenido en sus manos las pruebas evidentes de la inocencia de Dreyfus y de haber echado tierra sobre el asunto, de ser culpable de ese delito de lesa humanidad y de lesa justicia con fines políticos y para salvar al Estado Mayor, que se vela comprometido en el caso.

Acuso al general De Boisdeffre y al general Gonse de ser cómplices del mismo delito, el uno sin duda por apasionamiento clerical, el otro quizá por ese corporativismo que convierte al Ministerio de la Guerra en un lugar sacrosanto, inatacable.

Acuso al general De Pellieux y al comandante Ravary de haber realizado una investigación perversa, esto es, una investigación monstruosamente parcial que nos depara, con el informe del segundo, un imperecedero monumento de cándida audacia.

Acuso a los tres expertos en escrituras, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard, de haber redactado informes mendaces y fraudulentos, a menos que una revisión médica declare que estos señores padecen una enfermedad de la vista o mental.

Acuso a los servicios del Ministerio de la Guerra de haber promovido en la prensa, particularmente en L’Éclair y en L’Écho de Paris, una abominable campaña a fin de desorientar a la opinión pública y encubrir sus propios errores.

Acuso, por último, al primer consejo de gue rra de haber violado el derecho al condenar a un acusado basándose en una prueba que permaneció secreta, y acuso al segundo consejo de guerra de haber ocultado esa ilegalidad, por decreto, cometiendo a su vez el delito jurídico de absolver conscientemente a un culpable.

Al lanzar estas acusaciones, no ignoro que me expongo a que se me apliquen los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que castiga los delitos de difamación. Pero me arriesgo voluntariamente.

En cuanto a las personas a las que acuso, no las conozco, nunca las he visto, no siento hacia ellas ni rencor ni odio. Para mí sólo son entes, espíritus de perversión social. Y el acto que ahora ejecuto no es más que un medio revolucionario para acelerar la explosión de la verdad y de la justicia.

Solo anhelo una cosa, y es que se haga la luz en nombre de la humanidad que tanto ha sufrido y que tiene derecho a la felicidad. Mi ardiente protesta no es sino un grito que me surge del alma. ¡Que se atrevan, pues, a llevarme ante los tribunales y que la investigación tenga lugar a plena luz del día!

Entretanto, espero.

Acepte, señor presidente, mi más profundo respeto.

 

 

Imagen de Portada:

Henry de Groux: «Zola, Insulted» (Zola aux Outrages) 1898

Oil on canvas. Association du Musée Emile Zola

 


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