Esclavitud en la España del siglo XXI: Travesía de dolor

Indice – Esclavitud en la España del siglo XXI

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[1] Travesía de dolor: Mujeres marroquíes denuncian abusos laborales y sexuales en España

Llegaron legalmente a trabajar en el campo, pero encontraron abusos y desamparo de parte de las autoridades. Ahora, RT divulga sus clamores por justicia.

 

 
Francisco Guaita RT España 
Publicado el 29 de agosto de 2018

https://actualidad.rt.com/actualidad/286847-travesia-dolor-mujeres-marroquies-abusos-espana

Andalucía, en el sur de España, se ha convertido en el refugio de diez mujeres marroquíes que llegaron legalmente el pasado mes de abril bajo la promesa de trabajo digno. En su lugar, según relatan a RT, se encontraron con una pesadilla.

«Yo denuncio que he venido a trabajar y no me han pagado. Nada de nada«, asevera una de las jóvenes que viajaron a la nación europea esperando recibir 40 euros al día por trabajar los campos de fresa de la provincia de Huelva, para luego volver con dinero a Marruecos. «Yo he venido a denunciar a mi jefe, que abusó sexualmente de mí«, afirma otra de ellas.

Andalucía, en el sur de España, se ha convertido en el refugio de diez mujeres marroquíes que llegaron legalmente el pasado mes de abril bajo la promesa de trabajo digno. En su lugar, según relatan a RT, se encontraron con una pesadilla.

«Yo denuncio que he venido a trabajar y no me han pagado. Nada de nada«, asevera una de las jóvenes que viajaron a la nación europea esperando recibir 40 euros al día por trabajar los campos de fresa de la provincia de Huelva, para luego volver con dinero a Marruecos. «Yo he venido a denunciar a mi jefe, que abusó sexualmente de mí«, afirma otra de ellas.

 
 
Sumario:

[4] La inmigración, un problema y una oportunidad, por Arsenio Escolar 

 

[2] Clase, trabajo de las mujeres y feminismo

Por Alba González Sanz

Artículo publicado el 29 de agosto de 2018 en
 
 

 

PXHERE

La denuncia de las temporeras de la fresa de Huelva es una ocasión excepcional para revisar la relación entre discursos reivindicativos, identidad y trabajo.

Una de las preguntas que tuve que afrontar durante mi investigación de tesis doctoral era a quién se dirigían las autoras feministas que estudiaba: ¿a las mujeres, a los hombres, a su propia clase social, a otra? Más importante que detectar el porqué de un receptor concreto era saber de quién y por quiénes hablaban. ¿Qué significaba la palabra “mujer” en cada texto? ¿Valía para todas las mujeres lo que se analizaba o reivindicaba? El sesgo y los límites de mi trabajo reposaban en ambas preguntas. La mayor parte de escritoras que abordé procedían de la clase media, lo que en España, y en definición de Emilia Pardo Bazán, implica a un colectivo que no es aristocracia pero tampoco es pueblo. Materialmente, su precariedad las aproximaba al segundo pero sus aspiraciones vitales miraban a la primera. En ese conflicto entre realidad y deseo se explica la historia económica y emocional de un país, todavía hoy monárquico, plagado de esnobismos cotidianos y de elecciones de voto conservadoras en personas con escasos mil euros de salario.

Las escritoras procedentes de la clase media escribían sobre y para su clase: así la anarquista Teresa Claramunt arenga a sus iguales, a las obreras, o la librepensadora Rosario de Acuña se especializa en difundir su ideario en los espacios de su cultura política. Escribir sobre aquello que se es no significaba, sin embargo, no ser consciente de la situación de todas las mujeres en función de su extracción social, entre otras cosas porque en muchas autoras tiene lugar un desclasamiento consciente y coherente aparejado a su labor de propaganda. La propia Acuña constituye un brillante ejemplo de ello. No obstante, al ser el modelo del ángel del hogar burgués el que se impone a las mujeres de la práctica totalidad social, convenientemente apoyado desde la ideología católica, abunda la reflexión sobre esa legión de jovencitas urbanas a las que no se educa, a las que se entretiene en naderías, de las que sólo se espera que sean hijas, esposas y madres. Esta figura ideal e idealizada conformaba la definición de qué era una mujer, y de ahí la importancia de analizar, todavía hoy, qué escondía ese mito, a pesar de que ya entonces era porcentualmente ridículo en términos del número total de la población.

EN EL S.XIX, LA DEFINICIÓN DE “MUJER” SE VINCULÓ A LA CLASE EN EL DISCURSO SOCIAL, PERO TAMBIÉN, DE MANERA REITERADA Y MENOS EVIDENTE, AL TRABAJO

A lo largo del siglo XIX, la definición de “mujer” se vinculó a la clase en el discurso social, pero también, de manera reiterada y menos evidente, al trabajo. El estatus distinguido implicaba no hacer nada, y el respeto y la consideración solo eran posibles si se cumplía la condición relacional de buena hija, joven casta y esposa resignada, que pronto pasa a ser abnegada y virginal matrona. El trabajo de la reproducción y de los cuidados no se conceptualiza como tal trabajo, sino como destino universal del amor y la biología de las mujeres; algo que, por cierto, tampoco desenmascara convenientemente el marxismo que, en muchos casos, no cuestiona esa determinación sexual de la vida de una mujer (baste para ello recordar las demandas de “salario familiar”, el rechazo al empleo de las mujeres y la resistencia a integrarlas en las organizaciones obreras durante todo el final del siglo). La identidad de las mujeres, las de las clases medias pero también las del pueblo, solo es válida, solo se completa, si tiene lugar el cambio de estado civil por el matrimonio y la “desocupación” laboral que se centra en la reproducción y el cuidado en el interior del hogar. De ahí que la solterona esté anatemizada y la pobre, que no compite con buen equipo en el mercado matrimonial, y por lo tanto no puede alcanzar distinción alguna, también.

La novela doméstica de mitad del siglo XIX, profundamente conservadora en sus valores socio-sexuales y económicos, está repleta por ello de historias de ruina familiar que las angelicales protagonistas deben vencer sin perder su “virtud”. La trama se repite: una caída de la Bolsa o un mal negocio provoca la muerte por síncope del pater familias. La hija joven, quizá con su madre a cargo, debe entonces usar sus conocimientos rudimentarios en música, idiomas o dibujo para trabajar, generalmente también en casas, en los interiores, lo que no las priva de tener que defender su cuerpoante aprovechados de todo pelaje. Tras tanto sufrimiento, llega el buen muchacho que las resitúa en su clase por la vía del matrimonio, lo que hace que dejen de trabajar o, en el mejor de los casos, que reduzcan su “ayuda” porque al marido le espera un futuro prometedor con golpes de éxito en la bolsa o los negocios que le volverán rico, rentista y respetable y, por extensión, a su esposa-matrona sin otra tarea que amar y cuidar.

EL SUBTEXTO ES EVIDENTE A TODA ESTA LITERATURA: QUE LAS MUJERES TRABAJEN NO ESTÁ BIEN, NO ES CORRECTO, ES PELIGROSO PARA ELLAS EN TÉRMINOS SEXUALES

El subtexto es evidente a toda esta literatura: que las mujeres trabajen no está bien, no es correcto, es peligroso para ellas en términos sexuales. Desnaturaliza lo que religión, costumbre y, al fondo, también el mercado, consideran que debe ser la tarea femenina. ¿A qué tanto reparo con el empleo en una sociedad recién caída en los brazos del capital que necesitaba del trabajo femenino tanto como del masculino en todas las clases sociales? La respuesta es sencilla y pavorosa: para aquel imaginario, la mujer que trabaja como un hombre en espacios masculinos –que son todos salvo ese hogar doméstico– era indefectiblemente una puta y, por tanto, no merecía respeto. Tiene lugar una asociación directa entre obrera y prostituta, entre trabajadora y mujer no respetable, que quiero explorar, a la luz de la relación entre trabajadoras marroquíes de la fresa y mujeres de las clases medias. Esas mismas mujeres, quizás incluso precarias sobradamente preparadas, que no llenan las calles contra la violencia sexual que sufren las temporeras, pero se sienten brutalmente interpeladas ante la impunidad de que gozan violadores reconocibles, en espacios reconocibles, en coordenadas a la vista dentro de un determinado esquema social, en el que los campos de plástico no forman parte del panorama de la producción mayoritaria de teoría y prácticas del mainstream feminista.

No quiere esto ser un juicio moral, ni un reparto de carnés de buenas o malas feministas, todo lo más, un autoanálisis público que pretende pensar el trabajo, el espacio público, las violencias sexuales que tienen lugar en esos entornos y cómo, quizá de forma inconsciente, mi autoconcepción profesional y personal tiene todavía capas de definición impositiva mesocrática, valores de la burguesía, el patriarcado y el capital que rompen mi reconocimiento con todas las mujeres a pesar de mi clase. Hasta aterrizar el análisis en trabajadoras de otras latitudes, yo podría considerarme una feminista no aquejada de clasismo, entre otras cosas porque provengo de una familia trabajadora que ha sacrificado todo al estudio de sus hijas. No me es ajeno el trabajo precario, feminizado, infravalorado, que tiene lugar en el interior de otros hogares a cambio de un salario que no computa en las cuentas del Estado. No me he engañado nunca sobre mi condición, precisamente porque el privilegio intelectual no enmascara la precariedad bajo supuestos empleos o condiciones de aire liberal: una beca precaria en la universidad no te cambia el estatus, todo lo más te puede volver boba. Algo parecido pasa con la escritura.

Si me pregunto por qué no siento pánico ante la violencia sexual denunciada por las temporeras de Huelva, pero sí ante elementos reconocibles en su machismo y violencia en entornos que me son familiares como el portal, la calle solitaria, el espacio de la fiesta, tengo que responderme en relación con la ruptura de un marco relacional burgués por el cual yo, joven española, blanca y educada, debo estar en mi casa para ser respetable, y tengo que confesarme que estoy jerarquizando la respetabilidad de otras mujeres en función del tipo de trabajo que desempeñan y, claro, en función de su procedencia. Entre el cúmulo de razones que rompe la identificación con las temporeras de la fresa, a pesar de proceder de una clase social que ha trabajado históricamente en condiciones contextualmente similares, está un racismo implícito, no voluntario pero real, que impide la empatía. La detección de cómo articulan miedos, focos de interés mediático y reflexión más de una y más de dos feministas públicas, opinadoras con influencia, al respecto de las violencias sexuales en función de quién las sufre y dónde, me temo que hace mi autoanálisis público algo menos privado de lo que sería deseable para poder luchar, de verdad, contra las variadas formas de violencia que sufrimos todas las mujeres.

Nuestro mundo occidental, asentado en patriarcado, contrato y capital articuló unas narrativas fortísimas que vinculan la respetabilidad de las mujeres a no hacer absolutamente nada que no sea ese invisible trabajo reproductivo. La que sale al mundo y trabaja es equiparada a la prostituta, no respetable y violentada. Aunque este relato se dirige a la clase que lo produce, pues tiene su origen en la expulsión del contrato de las mujeres de las clases medias, se impone en todas las demás, en tanto que resulta económicamente rentable, pero sin romper la diferencia de clase, sin alterar la máxima de que “pobres ha habido siempre”, demostrando esa solidaridad que hace imposible separar patriarcado de capitalismo en cualquier análisis de la realidad social que pretenda ser mínimamente solvente. Si el feminismo que producimos en medios quienes tenemos el privilegio de hacerlo no rompe, tampoco, esa idea de que pobres ha habido siempre y además comúnmente vienen de otras latitudes, tenemos un problema epistemológico atravesado de racismo y de clasismo que olvida tanto la producción teórica previa a 1936 de las feministas en España, como la historia de nuestras madres, abuelas y bisabuelas, cuyas condiciones de vida y de trabajo, probablemente, se hayan parecido más a las de las temporeras de la fresa que a las nuestras.

Precisamente las teóricas de comienzos del siglo XX ponen los ojos en las trabajadoras para agitar la conciencia de quienes pertenecen a las clases medias: quieren despertarlas de un adocenamiento forzoso e impráctico para llevarlas al estudio, a la asociación y al trabajo, paso fundamental este último para llegar a ser alguien, para ser personas, algo más que la colección de las idénticas. Clara Campoamor, que decía de sí que era “hija, como todas, de la noble democracia del trabajo”, alcanzó por el empleo y el estudio una condición de excepción que, en ningún caso, la llevó a dejar de lado la preocupación por todas las mujeres, pues siempre tuvo una conciencia muy precisa de la dosis de azar involucrada en que su vida no hubiera seguido ese camino pautado de las hijas de la baja burguesía. Si de aquella Modernidad, o de la vida de la mayor parte de la población femenina española hasta ayer, regresamos al hoy, parecería que se han desdibujadoalgunos vínculos importantes en el análisis de la opresión de todas las mujeres La identificación y representación como mujeres no funciona sin tener en cuenta una clase social que está, todavía y aunque no lo advirtamos comúnmente, vinculada al trabajo. Tampoco sin advertir que el trabajo devalúa la consideración de una mujer y se naturaliza que lo realicen en malas condiciones aquellas que menos responden al esquema occidental de la palabra “mujer”: las negras, las moras, las gitanas. Quienes son, en definitiva, “otras” y “pobres”. Y, aunque a estas alturas del siglo XXI desempeñar ciertos empleos no afecta ya a la consideración de algunas de nosotras  –conquista indudable de la profesión liberal que tanto peleó el feminismo de la centuria pasada–, la respetabilidad, la solidaridad y la empatía no se activan de la misma forma ante quienes desempeñan los trabajos que fueron la condición de vida de nuestras madres, abuelas o bisabuelas. La precariedad laboral, que nos afecta a casi todas, ha sido la condición de existencia de las mujeres en el mundo del empleo asalariado: lo que hoy es mapa general no es sino la verdadera feminización del trabajo. La gran diferencia, que sigue atravesando los cuerpos en el espacio público tiene que ver, no obstante, con la consideración de las mujeres fuera del hogar, en el mundo del empleo, que todavía planteamos desde un esquema de valores burgués, aunque no lo percibamos.

EN EL NÚCLEO DURO DEL SISTEMA ESTÁ LA FALTA DE RESPETO HACIA LA MUJER QUE TRABAJA, INCLUSO AUNQUE SU FUERZA DE TRABAJO SEA NECESARIA

La respetabilidad no se liga del todo al estatus de inactiva esposa y madre, sino a cierto tipo de oficios que deja fuera a la masa de aquellas que ocupan los lugares más esclavos, más precarios, más expuestos a una violencia sexual que, por otro lado, sigue siendo la dominante tanto en el ámbito púbico como en el privado. La denuncia de las temporeras de la fresa de Huelva es una ocasión excepcional para revisar la relación entre discursos reivindicativos, identidad y trabajo, pues si algo ha tenido claro el feminismo ha sido la condición emancipatoria de este último –cuarto propio, salario, independencia– y, a la vez, su condición de necesidad para que pueda producirse la conciencia. Parecería que en la conquista del derecho a cierto tipo de profesiones y espacios dentro del esquema de clase burgués, hemos roto un mirada global en la comprensión de las violencias. Pues, si bien media un abismo entre violar a una trabajadora de la fresa extranjera y en condiciones de esclava en el campo y meterle mano a una compañera en la oficina, junto a la fotocopiadora, lo cierto es que nos enfrentamos a la misma violencia. La diferencia es que el sobón conoce y teme ciertos límites, mientras que el violador en posición de superioridad se sabe impune. El tipo de trabajo, la procedencia y el valor que se da a la mujer en cada lugar, en función de conceptos de respetabilidad ligados a la clase y al racismo, es lo que varía un escenario que, en todo caso, no pone en cuestión la impertinencia del cuerpo de una mujer en el mundo del trabajo.

¿A quién hablamos o de quién hablamos al denunciar unas violencias sexuales más que otras? ¿Qué dice eso de nuestro propio sesgo y, en un sentido histórico, de nuestra genealogía? ¿Qué dice eso de nuestra autoafirmación bajo el vocablo “feminismo” y los alcances que se le están dando a su teoría y a su praxis? Sin mirar más allá del prejuicio racista o del clasista, tantas veces implícitos, estamos dejando fuera a quienes hoy padecen lo que me aventuro a pensar que han padecido muchas de nuestras antepasadas en décadas más oscuras y menos justas. En el núcleo duro del sistema está la falta de respeto hacia la mujer que trabaja, incluso aunque su fuerza de trabajo sea necesaria, en una contradicción estructural de nuestras sociedades que sigue modelando nuestra presencia en lo público: sea en la oficina o sea en el invernadero. Y para modificar las condiciones de ese sistema necesitamos comprender todas las violencias y poder hablar entre todas las mujeres.

 

[3] Cuando África diga su palabra

Por JOSÉ ANTONIO PÉREZ TAPIAS
 
CHARLES NAMBASI

 

Dar voz para hallar respuestas dignas a la cuestión migratoria también es vía para rescatar la esperanza y resituar al continente

Sí, cuando África diga su palabra, entonces Europa podrá dar una solución adecuada a la cuestión migratoria. Porque hasta ahora África permanece silenciada, con su voz ahogada, como malhadado correlato político de la tragedia humana que suponen las incontables vidas que se pierden en el Mediterráneo tratando de alcanzar las costas europeas. El drama de quienes sobreviven, distorsionado mediáticamente cuando es descrito como avalancha de inmigrantes, como invasión que pone en peligro los pilares de las sociedades europeas, no deja de ser a su vez la otra cara de la irresponsabilidad de Europa, por su parte cada vez más dividida a causa de las respuestas xenófobas a la cuestión migratoria, las cuales se van imponiendo cuanto más se manifiesta su impotencia para una verdadera política de acogida y canalización de los flujos migratorios. El populismo xenófobo que desgraciadamente gana espacio en Europa, en sociedades cada vez más regresivamente decantadas a un nuevo fascismo, es la manifestación extrema de un mar de fondo que agita las aguas de un discurrir político que debiera ser consecuentemente democrático, y no lo es. Ese mar de fondo es el racismo, del cual nuestras sociedades no se han librado.

Pudiera pensarse que es un expediente fácil recurrir a hablar de racismo al ahondar en las causas de por qué Europa no resuelve bien la cuestión migratoria, en especial la relativa a la inmigración que procede de África. Pero estoy convencido de que es el fondo de la cuestión. He de añadir que el racismo no se cultiva aisladamente, sino en campos sociales y con los abonos culturales de imperialismos del pasado y mentalidades colonialistas que siguen operando en el presente. El racismo, como esa construcción ideológica diseñada para descalificar a otros como atrasados, primitivos, menos humanos que nosotros, es pieza clave en las formas de deshumanización que se han puesto en marcha para explotar, esclavizar, dominar a esos otros previa e injustamente devaluados en su humanidad –privados del respeto debido a su dignidad–. Cabe recordar que, acompañando al colonialismo como reverso de la modernidad, en la época que se ha dado en llamar postmodernidad no dejamos atrás ni reediciones del colonialismo ni la discriminación racista de los otros. Parece que Europa no logra arrojar fuera de sí esa malformación moral enquistada políticamente en su cultura. Y es la que muestra toda su perversa fuerza destructiva ante la cuestión migratoria, con el agravante siempre de que el racismo tiene a mano el fácil modo de identificar a quien hay que excluir por el color de su piel. El discurso sobre las razas humanas no tiene apoyatura científica, pero sigue teniendo eco social y potencial de manipulación mediática –¿es imaginable un éxodo migratorio como el que se está dando, con la misma pasividad e inhumanidad de trato, si en las pateras con que se lanzan al mar viajaran miles de personas “blancas”?–.

LA DISCRIMINACIÓN RACISTA COMPORTA EL SILENCIAMIENTO DE LOS RACIALIZADOS. ¿QUÉ VOZ NOS LLEGA DE ÁFRICA? 

La discriminación racista comporta el silenciamiento de los racializados. ¿Qué voz nos llega de África? ¿O qué palabra permitimos que impacte en nuestras sociedades y nos interpele? Hace unos días murió Samir Amin, uno de los grandes teóricos de un marxismo renovado justamente para dar cuenta de las relaciones neocoloniales entre metrópolis y periferias –sigue habiendo unas y otras– en el contexto del proceso de globalización en el que estamos inmersos. Salvo lo destacado por algunas necrológicas, la figura de Samir Amin queda registrada como propia del pasado, como si su palabra hubiera dejado de ser pertinente. Por otra parte, es desgraciadamente lo que corresponde a unos hechos que han acentuado la exclusión y la dependencia de los países africanos. Recordando la figura del egipcio Samir Amin podríamos tener presente al también escritor egipcio Naguin Mahfuz, que fue Nobel de Literatura, o, yendo por otros derroteros, hacer memoria de lo que supuso el presidente Nasser al frente de los países no alineados en los años de la Guerra Fría. Parece que fueran acallándose las voces africanas, desde las artes y las ciencias hasta la política. Hay que revalorizar al nigeriano Wole Soyinka o a la también Nobel la sudafricana Nadine Gordimer, con la fuerza emancipadora de su singular escritura, siendo blanca. ¿Pero por qué no recordar a Senghor, el poeta que fue artífice de la independencia de Senegal sin dejar de ser miembro de la Academia Francesa –lo que no dejó de costarle críticas de sumisión al colonialismo–, o a líderes de la fuerza de Julius Nyerere en Tanzania o Sékou Touré en Guinea? No es que hoy no haya quien hable y escriba en África; resulta que sus voces no despegan de entornos empobrecidos cuando no arrasados.

Las plurales realidades de África no son ajenas a lo que pasa en el resto de nuestro mundo. Quedando atrás los procesos de luchas anticoloniales y habiendo fracasado en muchos casos los procesos de construcción nacional en marcos estatales, de forma que la misma modernización económica naufragó a causa del expolio de riquezas propias llevado a cabo por empresas transnacionales aliadas con poderes oligárquicos locales, y con el apoyo de las antiguas metrópolis, no han hecho sino recrudecerse las consecuencias negativas del colonialismo que se padeció. No resulta fácil hacer crecer la esperanza en un continente expoliado y descoyuntado, máxime cuando lo que se sigue promoviendo, incluso cuando se pretende que sea positivo, genera nuevas formas de dependencia.

El ugandés Yash Tandon, por ejemplo, ya escribió hace unos años sobre los efectos de la misma Ayuda al Desarrollo, teniendo en cuenta cómo se lleva a cabo de hecho la cooperación internacional a tal efecto. Dados los criterios y las prácticas imperantes, aparte lo que queda como beneficio para los países donantes de su misma Ayuda Oficial al Desarrollo, lo constatable es cómo ésta genera nuevas formas de dependencia, cuando no sucede que conflictos bélicos o avatares económicos del mercado mundial dan al traste con lo que se quiso promocionar. En el fondo sigue imperando aquella visión que en el marco colonialista de la India recogió Rudyard Kipling bajo la imagen del “peso del hombre blanco”, siempre autoconvencido de la validez de sus razones (encubriendo intereses) en la misma medida en que desprecia las razones de los otros. El complejo de superioridad occidental, perfectamente descrito por la tunecina Sophie Bessis, no deja de actuar cuando se trata a aquellos a los que se quiere ayudar como pasivos receptores y no como sujetos autónomos en los procesos sobre los que ellos y ellas han de decidir.

¿POR QUÉ NO SE ENMARCAN LOS PROCESOS DE DESARROLLO EN PROCESOS DEMOCRÁTICOS EN LOS QUE COMUNIDADES E INDIVIDUOS PARTICIPEN COMO SUJETOS, SIN VERSE REDUCIDOS A OBJETOS DE UN TRATO HUMILLANTE?

Cuando para recomponer la buena conciencia ante la carencia de una política migratoria, pues sólo se implementan acuerdos para control de fronteras y externalización de servicios de deportación de inmigrantes –Grecia con Turquía, Italia con Libia y España con Marruecos, previo pago de la UE–, se habla, como hizo recientemente el nuevo presidente del PP, de un “Plan Marshall” para África se ignora voluntariamente por qué y cómo se puso en marcha dicho plan para Europa tras la Segunda Guerra, y se sigue manteniendo una perspectiva unidireccional respecto a lo que los africanos y africanas pueden necesitar. ¿Por qué no se les pregunta? ¿Por qué no se enmarcan los procesos de desarrollo en procesos democráticos en los que comunidades e individuos participen como sujetos, sin verse reducidos a objetos de un trato humillante? Cuando eso sigue proponiéndose así continúa dándose un enfoque racista que no aceptaríamos para nosotros mismos –tampoco se acepta, desde lo que la estadounidense Robin di Angelo llama la “fragilidad blanca”, que eso mismo se califique de racista, pues la autoimagen que domina entre los occidentales bienpensantes es que no somos racistas cuando en realidad sí lo somos–. La verdad es que propuestas poco maduradas pueden aparecer fácilmente, incrementando los desaciertos. ¿No es una de ellas la propuesta consistente en financiar una especie de Erasmus para inmigrantes, intercambiando un inmigrante legal becado por cada uno irregular que sea expulsado? El ministro de Exteriores español debe pensar los componentes de injusticia y humillación que conllevaría tal forma de regularizar.

Para ayudar, hay que ser dignos de hacerlo. El camino no es otro que tratar a los otros con la dignidad que merecen, empezando por considerarlos interlocutores con derecho a decir su palabra. Bien se puede recordar a tal respecto la pertinente observación que desde Latinoamérica formuló el filósofo Enrique Dussel al alemán Karl-Otto Apel en el fructífero debate que mantuvieron sobre la ética comunicativa. No basta con tener en cuenta, a la hora de buscar acuerdos en torno a lo justo, las consecuencias para otros de lo que podamos consensuar como normas a las que nos obligamos; es necesario que esos otros digan su palabra en el proceso mismo de búsqueda de un consenso. Es así como se saldrá de la lacerante desigualdad en la que, como decía Senghor, el ticket de entrada al “banquete universal” es demasiado caro para la mayoría; de hecho imposible de obtener. Cuando no se habla con voz propia, pasa lo que denunciaba el también senegalés Cheikh Anta Diop: se engaña al pueblo haciéndole creer que el desarrollo y la democracia son posibles en un idioma extranjero.

OCCIDENTE SIGUE DESTRUYENDO EN BENEFICIO PROPIO LAS POSIBILIDADES QUE QUEDARÁN PARA UNA EMANCIPACIÓN MÁS EFECTIVA

Mandela sabía que para liberarse del colonialismo y sus desastrosas consecuencias no sólo había que emanciparse políticamente, sino superar la atracción por el modo de vida de los colonizadores. Es lo que hoy consideramos herencia de colonialidad que queda en la cultura. Lo grave es que explotando esa herencia, Occidente sigue destruyendo en beneficio propio las posibilidades que quedarán para una emancipación más efectiva. Es por ello que las nuevas poblaciones que integran lo que Frantz Fanon llamó “los condenados de la tierra” se ven desarboladas para su liberación, sin otro camino que emigrar. Es la miseria, además de las guerras que desgarran países enteros, la que empuja a ello. Pero la responsabilidad por tal situación cae, por acciones y omisiones, también del lado de acá. Como denuncia el escritor Boubacar Boris Diop, sería simplista pretender que Occidente sólo debe su prosperidad a su trabajo a lo largo de siglos. Sin explotación colonial no hubiera habido tal acumulación de capital para el desarrollo occidental.

Europa no puede actuar como si no tuviera nada que ver con el desastre económico que genera el caos en sus fronteras. Y para afrontar con justicia y de manera humanizante la cuestión migratoria no puede dejar de preguntarse por qué tantas personas, desde niños hasta jóvenes universitarios, varones y mujeres, están dispuestos a arriesgar su vida para entrar en el espacio europeo. Y debe escucharse la respuesta, debe dar la palabra a aquellos que interpelan con sus mismas actuaciones, a pesar de los lamentables episodios que a veces tienen lugar en las fronteras, para orientar una política migratoria que merezca tal nombre. Después de todo, los mismos africanos, como escribe Boubacar B. Diop, reflexionan sobre “lo difícil que es comprender por qué un joven africano, dispuesto a morir para abandonar su patria, no está dispuesto a sufrir para mejorar su sociedad”. La cuestión, y así me lo han hecho saber africanos, estriba en la esperanza. Dar la palabra para hallar respuestas dignas a la cuestión migratoria también es vía para rescatar la esperanza con la que África pueda resituarse en su horizonte

[4] La inmigración, un problema y una oportunidad

Por Arsenio Escolar

Artículo publicado el 27 de agosto de 2018 en
 
 

El Gobierno de Pedro Sánchez se apuntaba en junio un tanto ante la mayor parte de la opinión pública española –por lo general, mucho más solidaria y comprensiva con la inmigración que muchos de sus representantes políticos – y ante las propias instituciones comunitarias al ofrecer el puerto de Valencia para el Aquarius desembarcara a los 629 inmigrantes que habían quedado a la deriva en el Mediterráneo ante la pasividad de otros países vecinos. Pero pocas semanas después, ese mismo Gobierno de Sánchez se echaba una mancha en su reputación y se creaba tensiones con su socio parlamentario, Unidos Podemos, con la devolución en caliente a Marruecos de 116 migrantes que habían saltado la valla en Ceuta. El método era prácticamente el mismo que el PSOE le criticaba al PP cuando aquel estaba en la oposición y este en el Gobierno. 

En el otro lado del arco político, PP y Ciudadanos se cargaban de razón cuando señalaban las contradicciones y volantazos sobre inmigración del Gobierno y del PSOE y la perdían cuando competían entre sí al echar gasolina al incendio difundiendo bulos, exagerando datos o poniendo en boca del rival frases que nunca dijo. «No es posible que haya papeles para todos, ni es sostenible un estado de bienestar que pueda absorber a los millones de africanos que quieren venir a Europa y tenemos que decirlo, aunque sea políticamente incorrecto», publicaba en su cuenta de Twitter el 27 de julio Pablo Casado, recién elegido presidente del PP. ¿»Papeles para todos»? ¿»Millones» de africanos? A esas alturas del año habían llegado desde África a las costas o a las fronteras españolas unos 24.000 inmigrantes, y la mayoría de ellos siguen hoy sin papeles.

Mientras Gobierno y oposición convierten la inmigración en un campo de batalla política al igual que ocurre, por desgracia, en muchos otros países de la UE, especialmente desde el auge o la llegada al poder de partidos racistas y xenófobos –, un organismo internacional tan poco sospechoso de veleidades de izquierda como es el FMI propone a España que acoja  5,5 millones de personas extranjeras hasta el año 2050 para hacer sostenible nuestro sistema público de pensiones. En conclusión: además de por solidaridad y por memoria históricamente, hemos sido muchas más veces exportadores de población que importadores, más un país de emigrantes que de inmigrantes –, deberíamos facilitar e incluso fomentar la inmigración también por razones económicas. Una inmigración ordenada y midiendo muy bien antes su impacto en el mercado laboral español y en el conjunto de nuestra sociedad, por supuesto. Una inmigración planificada y pactada con nuestros socios en la UE, por supuesto. Pero una inmigración cuantiosa, no testimonial, y argumentada tanto por razones de conciencia como por razones de cartera. Por principios y por responsabilidad internacional y también por interés propio, por puro egoísmo. 

«Los extranjeros son más una oportunidad que una amenaza», explicaba a primeros de agosto en una comparecencia pública el secretario de Estado de Seguridad Social, Octavio Granado. «Su llegada debe verse como una oportunidad de reponer la pirámide demográfica». Granado sabe de lo que habla. Aunque ahora lleva pocas semanas en el cargo, ya lo desempeño durante casi ocho años en una etapa anterior, desde abril de 2004 a diciembre de 2011, en todos los Gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero. «El incremento de sus cotizaciones [las de los inmigrantes de los años anteriores a la crisis, cuando la población extranjera residente en España pasó en una década de menos de un millón de personas a 5,7 millones] fue lo que permitió el incremento de aportaciones al Fondo de Reserva», añadía Granado. Es decir, que gracias entre otros factores a la ola inmigratoria de la década pasada la hucha de las pensiones que Zapatero dejó en herencia a Rajoy tenía dentro 66.815 millones de euros. 

Más que la inmigración, la desequilibrada pirámide de población, el conjunto de la demografía, es uno de nuestros grandes problemas nacionales. Somos una sociedad envejecida y salvo milagro, y en este asunto el único milagro posible es el de una nueva ola inmigratoria, lo seremos mucho más en pocos años, lo que pone en peligro no solo nuestro sistema de pensiones, sino toda la arquitectura del Estado del bienestar y nuestro modelo de vida. 

La demografía es, en esencia, la interacción y suma o resta de tres factores: la natalidad, la mortalidad y las migraciones. En menos de medio siglo, nuestra natalidad se ha derrumbado: hemos pasado de estar en el entorno de los 700.000 nacimientos al año a poco más de 400.000 y de una tasa de fecundidad cercana a los 3 hijos por mujer en edad fértil a 1,33, una de las tasas más bajas del mundo. Más datos: en España, ya empieza a haber cada año menos nacimientos que defunciones, y al mismo tiempo nuestra esperanza de vida sigue creciendo. Otro dato más: hace poco más de diez años, en la Seguridad Social había 2,71 afiliados que aportaban a la caja por cada pensionista que cobraba de ella, y ahora solo tenemos 2,23. Y el remate: la despoblación de una gran parte de nuestro territorio. En el 53% de nuestra superficie solo vive el 15,8% del total de la población. 

Las migraciones, que a comienzos del siglo paliaron en parte los desequilibrios de la natalidad y de la mortalidad y nutrieron, según Granado, la hucha de las pensiones –, ahora son un nuevo factor de incertidumbre. Más datos. En 2010, residían en España 5.747.734 extranjeros, y 1,57 millones de españoles residían en el extranjero. En 2017, el número de extranjeros en España había bajado a 4.549.858 y el de españoles residentes en el extranjero había subido a 2,40 millones, muchos de ellos por la diáspora económica de jóvenes compatriotas que durante la crisis tuvieron que salir a buscarse la vida fuera. 

No sólo estamos perdiendo población en términos absolutos sino que nos estamos convirtiendo de nuevo en un país exportador de población, y esa es una de las peores exportaciones posibles pues supone la pérdida de uno de los capitales más valiosos, el capital humano, y de una de las principales fuentes de financiación de nuestro Estado del bienestar. Y mientras de todo esto se debate poco o nada, parte de la clase política, de nuestros representantes, siguen pasando los veranos, los otoños, los inviernos y las primaveras hablando de la inmigración ilegal. Un problema, sí. Incluso un problema de orden público y de seguridad. Pero gestionado de otra manera, también una oportunidad, una solución a un problema mucho mayor: el de nuestra crisis demográfica.

 

 

 
 

La muerte de un hombre tras una pelea en una fiesta popular en el este de Alemania ha desatado lo que el Gobierno de la canciller Angela Merkel ha llegado a calificar este lunes  de «intolerable incitación xenófoba», alimentada por la crispación ante ese crimen y una campaña de desinformación ultraderechista en las redes sociales.

Este domingo, unos 800 neonazis se lanzaron a la «caza del extranjero» por las calles de la ciudad de Chemnitz en señal de protesta por la muerte de un ciudadano alemán de 35 años -un carpintero de origen cubano, según informaciones del semanario «Der Spiegel- que en la mañana del domingo se vio inmerso en lo que fuentes policiales tildaron de «pelea verbal» en las fiestas de la ciudad.

La situación creada refleja una «nueva dimensión de la disposición a la violencia», acrecentada por la «difusión de mentiras», ha explicado el ministro del Interior del «Land» de Sajonia, Roland Wöller, a raíz de lo ocurrido en Chemnitz este domingo.

En la disputa se vieron involucradas varias personas más, de diversas procedencias y nacionalidades, entre ellos un sirio y un iraquí, de 23 y 22 años respectivamente, detenidos este lunes como presuntos autores materiales de la muerte a cuchilladas del hombre y a los que se imputa homicidio.

Lo que siguió a continuación, según ha contado la portavoz policial, Sonja Penzel, fue una convocatoria a través de las redes sociales entre los hooligans y neonazis de la ciudad a concentrarse en un punto determinado para mostrar «a los extranjeros quién manda aquí».

Entre los 800 ultraderechistas concentrados había un grupo de unos 50 neonazis identificados por las fuerzas policiales como «violentos», ha indicado Penzel, que «comandaron» al resto, mientras se ignoraba las órdenes de dispersarse de las fuerzas policiales desplegadas por el centro de Chemnitz.

Se tiene constancia de tres agresiones o situaciones de acoso contra extranjeros -un afgano, un sirio y un búlgaro- en puntos distintos de la ciudad y en los tres casos contra personas que se encontraron de forma casual con los radicales.

El Gobierno pide «moderación» y «prudencia»

Tanto la portavoz como el titular de Interior del «Land» apelaron a la colaboración ciudadana para localizar a los responsables de estas u otras posibles agresiones, al tiempo que pedían «moderación» y «prudencia» ante las nuevas convocatorias realizadas en relación a lo ocurrido.

La Policía local reforzó sus dispositivos ante dos concentraciones de signo distinto junto a la estatua de Karl Marx -símbolo de Chemnitz, que en tiempos de la Alemania comunista se llamó Karl-Marx Stadt-, una en contra de la xenofobia y otra de signo neonazi, convocadas a través de las redes.

El portavoz del Gobierno alemán, Steffen Seibert, ha condenado por su parte cualquier tipo de «acoso» contra extranjeros y ha declarado que en Alemania no hay espacio para tomarse la justicia por su mano, para grupos que quieren propagar el odio en las calles, para la intolerancia y para el extremismo».

«Lo que sabemos es que en Chemnitz una persona fue asesinada y eso es terrible», ha señalado el portavoz, al tiempo que ha subrayado que corresponde a la Policía esclarecer lo ocurrido, como corresponde a un Estado de derecho cuando tiene lugar un delito.

El diputado de la ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD) Markus Frohnmaier había llamado abiertamente a los ciudadanos el domingo a través de su cuenta de Twitter a tomarse la justicia por su mano.

Chemnitz, como el resto de Sajonia y el conjunto del este de Alemania, es zona de fuerte implantación para esa formación, que en las elecciones generales del año pasado se alzó en esa parte del país con un 22%, casi diez puntos por encima de la media nacional (12,6 %).

En la capital del «Land» se originó, en 2014, el movimiento Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente (Pegida), con fuerte vínculos con AfD, a pesar de no tener una estructura común.

Los disturbios de Chemnitz siguen al escándalo desatado la semana pasada, a raíz de una protesta convocada por Pegida en contra de la presencia ese día en Dresde de la canciller Merkel.

Un manifestante increpó y trató de impedir ser grabado por un equipo de la televisión pública ZDF, que acabó retenido durante 45 minutos por la policía, lo que causó una ola de indignación entre los medios de comunicación y la clase política por la presunta connivencia de esos agentes con el simpatizante de Pegida.

Posteriormente salió a relucir, además, que el manifestante trabaja en el departamento de Investigaciones de lo Criminal del «Land», lo que aumentó el estupor por lo ocurrido. La propia Merkel salió en defensa de la libertad de prensa y recordó ahí que todo aquel que acude a una manifestación tiene que contar con que puede ser filmado. 

 

 

[6] El precio de la fruta se hunde en el campo y se dispara en el supermercado

Por EDUARDO BAYONA

Artículo publicado el 30 de agosto de 2018 en 
 
Los agricultores responsabilizan a las grandes cadenas de distribución de alimentos de los bajos precios en el campo y su carestía en la venta al público. / EUROPA PRESS

Los agricultores denuncian que apenas cubren los costes de producción mientras el melón llega a encarecerse diez veces, la ciruela y la cereza más de seis y la sandía y el melocotón se quintuplican.

El precio de la fruta se está hundiendo en el campo, donde los productores apenas cubren los costes pese a tratarse de un año en el que la meteorología ha hundido un 20% la producción, mientras sigue subiendo en los supermercados hasta convertirse, con un encarecimiento del 13% interanual en julio, en uno de los principales factores del aumento de la inflación

no es la primera vez que ocurre. “Llevamos años denunciándolo”, explica Vicente López, responsable del sector de la fruta en la organización agraria Uaga, integrada en COAG, que critica la ineficacia de la normativa sobre márgenes comerciales. “No sirve para nada. Hay una ley, pero en ella no están todos los actores de la cadena de producción y distribución de alimentos”, anota.

López señala a las grandes cadenas de distribución de alimentos como los responsables de la situación. “Ocho de cada diez kilos de fruta que se consumen en Europa los venden las cadenas de supermercados, que no tienen problemas para ponerse de acuerdo y fijar los precios”, señala.

Según indica el último IPOD (Índice de Precios en Origen y Destino de los alimentos), el precio del melón está cerca de multiplicarse por diez entre el campo y la estantería del súper, trayecto en el que pasa de 18 céntimos el kilo a 1,77 euros, mientras el de la ciruela se encarece más de siete veces (de 0,40 euros a 3,06), los de la cereza y el albaricoque lo hacen más de seis (de 0,81 y 0,45 a 5,12 y 2,91) y se quintuplican con creces los del melocotón (0,52 a 2,62), la sandía (0,23 a 1,31) y la nectarina (0,51 a 2,76).

Eso ocurre cuando, debido al desplome de la producción, la fruta está saliendo rápidamente al mercado y no hay stocks de reserva, aunque “esto no se refleja en unos mejores precios para el agricultor ni en más bajos para el consumidor, ya que la gran distribución está haciendo un cuello de botella”, sostiene Uaga.

Más barato en el campo, mismo margen en la tienda

La comparativa con el año pasado revela que el agricultor cobra el melón a poco más de la mitad mientras el consumidor lo paga unos céntimos más caro, con lo que el margen comercial prácticamente se ha duplicado, y cómo en productos como la ciruela y el melocotón ha bajado el precio en el campo mientras sube en el supermercado. La cereza, la nectarina y la sandía se han depreciado en ambos extremos de la cadena de distribución, aunque manteniendo el margen final.

Esta situación no se da únicamente con la fruta. En el caso de la verdura llaman la atención los encarecimientos de productos como el brócoli, que llega a multiplicarse por doce (de 0,23 a 2,78); el pepino, que lo hace por más de diez (de 0,14 a 1,49), y el calabacín, que cuesta nueve veces más en la tienda que en el campo (de 0,16 a 1,44).

Según el IPOD, los precios de los productos agrícolas llegan a encarecerse más de cinco veces entre la recolección y la venta al público mientras los ganaderos se triplican con creces, especialmente por el tirón del porcino, cuya carne, pese a la sobreproducción que soporta el país, llega a cuadruplicar la tasación.

“no se tiene en cuenta la oferta”

Otra organización agraria, la Unión de Uniones de Agricultores y Ganaderos, pidió hace unos días al Ministerio de Agricultura medidas para equilibrar el mercado y evitar esas diferencias entre el precio que se paga por la fruta en origen y el que se cobra en la venta al público.

«Este problema se está dando en toda Europa»

En zonas como el valle del Jerte, en Extremadura, cuya estructura económica se basa en la producción de cereza, los agricultores apenas han podido cubrir esta campaña la mitad de los costes como consecuencia de los bajos precios.

“Este problema se está dando en toda Europa”, explica López, ya que “el mercado de la fruta es muy global”. “Hay un problema de equilibrio entre la oferta y la demanda porque la primera no se tiene en cuenta”, añade, “y eso hace que buena parte de los agricultores solo consigan cubrir los costes de producción, y muchas veces ni eso”.

Un producto que se encarece cuando más hay

Ese desequilibrio entre los precios en origen y en destino, por otro lado, se repite año tras año en verano, que es la época, al mismo tiempo, de mayor demanda y producción de fruta. En 2018 llega cuando el sector arrastra los perjuicios de los cuatro años de veto a sus productos en Rusia, como represalia por las sanciones económicas que la UE le impuso por su injerencia en Crimea y sus tensiones territoriales con Ucrania.

En esos cuatro años y medio, y mientras la UE intervenía cientos de miles de toneladas para destinarlas a acciones sociales con el fin de paliar el derrumbe de los precios, los precios de venta al público de la fruta fresca han registrado un aumento de más de 22 puntos, según el INE (Instituto Nacional de Estadística).

Las principales subidas, como ocurrió en 2015 (14%), 2016 (19,5%) y 2018 (17,5%), coinciden con los meses de primavera (a partir de abril) y el inicio del verano, cuando mayores son tanto la oferta como la demanda. La excepción se dio el año pasado, con un encarecimiento de quince puntos entre agosto y octubre.

Con todo, López sostiene que “hay una especie de psicosis por parte del consumidor, que considera que la fruta está cara cuando comerla es más barato aquí que en Europa”.

“Si el INE marca hasta un 13% de subida en el IPC de la fruta, el agricultor está percibiendo unos precios que apenas cubren los costes de producción, mientras el consumidor está pagando un 13% más que el año pasado: ¿Quién se queda la diferencia? ¿Quién marca los precios? ¿Quién manda en el mercado?”, plantea el sindicato.

 

 

 

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