VHC: EL VIRUS DE LA HEPATITIS C – Parte VI: DERECHO A LA SALUD: ASPECTOS CONSTITUCIONALES

Es imposible trasmitir desde estas páginas todo el dolor y sufrimiento, físico y moral, que los enfermos  llevan arrastrando desde hace años: la espada de Damocles de la enfermedad en sí pendiendo sobre sus cabezas y las de sus familiares día tras día –y así durante años-, las entradas y salidas de los Servicios de urgencias, las noches sin dormir, los tratamientos con resultado infructuoso, los terribles efectos secundarios de los tratamientos con interferón,  la desesperanza de conducirse hacia un irremediable final sin posibilidad de reacción….Y la muerte. Lo crucial de este asunto es que hablamos de vida o muerte, de curación o enfermedad. De volver a vivir o de meramente sobrevivir.

Todas estas personas reclaman por su derecho a la vida, a la salud, a la integridad física y moral. Reclaman por no haber sido tratados a tiempo. Reclaman por una tardanza injustificable en la comercialización del fármaco “Sovaldi” en España. Reclaman por un comportamiento incomprensible, ilícito e injusto de la Administración competente. Reclaman en defensa del Sistema Nacional de Salud, que es el de ellos, el de todos;  resultándoles absolutamente descabellado -e ilegal- que por encima de su salud, su vida y su integridad, se encuentre el afán exacerbado de lucro de las empresas, alentado por la connivencia o la inactividad de los responsables políticos.

Así, los casos concretos podemos clasificarlos en cuatro grupos: fallecidos, enfermos a los que le han prescrito el tratamiento y no se lo han administrado, enfermos a los que sí se lo han administrado y enfermos a los que no se lo han prescrito ni administrado. Situaciones dispares pero con un común denominador: el factor tiempo. El retraso indebido en la administración de una medicación que se afirma podría permitirles vivir sin enfermedad es el que ha causado las diferentes situaciones: muerte, lesiones, atentados contra la integridad física y moral.

Así, los propios médicos especialistas, en sus informes, reconocen ese valor determinante del factor tiempo cuando emplean reiteradamente expresiones como “cuanto antes” o “inmediatamente” para referirse a la necesidad de administración del tratamiento o hacen afirmaciones como que “la respuesta al tratamiento y la regresión de la fibrosis hepática será mejor cuanto menos evolucionada esté la enfermedad hepática” o que “es muy importante que los pacientes reciban los nuevos tratamientos desde la fase más precoz posible”. A todos ellos se les ha infringido un daño a su integridad penalmente relevante, pues el hecho mismo de la espera, de saber que está a tu alcance un tratamiento que puede sanarte y no se te administra infringe un daño inconmensurable. Los afectados incluso han tenido que acudir a los medios y la protesta social y aun así no se ha modificado la conducta.

 

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VHC: EL VIRUS DE LA HEPATITIS C – INDICE

 

VHC: EL VIRUS DE LA HEPATITIS C – Parte VI

DERECHO A LA SALUD: ASPECTOS CONSTITUCIONALES

Por BELÉN LUJÁN SÁEZ y JESÚS DÍAZ FORMOSO

 

 

 

DERECHO A LA SALUD: ASPECTOS CONSTITUCIONALES

Un derecho es tan fuerte como lo son sus garantías

 

Nos referiremos a la actuación de las autoridades sanitarias ante la pandemia, así como ante la epidemia actual, provocada por el virus de la hepatitis C. Actuación en la que se imbrican, incidiendo de manera directa e indirecta en conceptos que confluyen y resultan complementarios: la salud pública o colectiva y la salud individual. Todo ello afecta, efectiva y trascendentalmente, a los  Derechos Fundamentales a la vida y a la integridad física y moral de las personas afectadas. Ocupémonos de estos bienes jurídicos.

 

La protección a la salud viene reconocida constitucionalmente en el apartado primero del Articulo 43 de nuestra Carta Magna, siendo que en el apartado segundo establece que “Compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios. La Ley establecerá los derechos y deberes de todos al respecto”.

 

Por su parte, la OMS (Organización Mundial de la Salud) define en el Preámbulo de su Constitución el concepto “salud” como “el estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”. Con los efectos señalados en el Artículo 10, 2º – CE (“Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”).

 

Dada la ubicación sistemática del precepto constitucional, el derecho a la protección a la salud aparece, no como un “Derecho Fundamental” como tal, sino como un Principio Rector de la política social y económica, con todo lo que conlleva, atendiendo al propio texto del artículo 53.3 – CE (“El reconocimiento, el respeto y la protección de los principios reconocidos en el Capítulo tercero informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos. Sólo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo que dispongan las leyes que los desarrollen”).

 

En palabras del Tribunal Supremo, un principio rector “no es una norma meramente programática, que limite su eficacia al campo de la retórica política o de la estéril semántica de una declaración demagógica” (STS Sala Tercera 9 de mayo de 1986).

 

Y el Tribunal Constitucional considera que, aunque el artículo 43 – CE- no reconoce un auténtico derecho subjetivo de la ciudadanía, esto no niega el carácter normativo del precepto, tan sólo lo modula, siendo que, en cualquier caso vincula a todos los poderes públicos y ha de ser articulado «a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios (art. 43.1 y 2 CE)» (STC 126/2008). Igualmente en ATC Pleno 21 julio 2009, se habla de que el «derecho a la protección de la salud » (art. 43.1 CE) representa uno de los «principios rectores de la política social y económica» proclamados por la Constitución, cuyo reconocimiento, respeto y protección ha de informar la actuación de todos los poderes públicos (art. 53.3 CE), entre ellos, obviamente, este Tribunal Constitucional, … habida cuenta de que cabe predicar «su fragilidad y la irreparabilidad de los perjuicios que se podrían producir en caso de perturbación» (ATC 34/2009, de 27 de enero)…”.

 

Así, entre otros, en  ATC Pleno 16 enero 2008, se  pone el acento en esa vinculación y se recoge expresamente que “En último término, por lo demás, importa notar que el sistema de distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas no es un orden que funcione en el vacío o en abstracto, desligado de la realidad en la que opera, ni es tampoco, en consecuencia, un sistema que admita interpretaciones que conduzcan a resultados que pongan en entredicho los valores y bienes constitucionales sustantivos a los que precisamente sirve, en el presente caso, el derecho a la protección de la salud y el consecuente deber de todos los poderes públicos de arbitrar las correspondientes prestaciones y servicios necesarios (arts. 43.1 y 2 CE)”.

 

En nuestro sistema sanitario actual, se ha producido una “universalización” de la asistencia sanitaria y de la Seguridad Social, poniendo en conexión los mandatos constitucionales de los artículos 41 y 43 de nuestra Carta Magna. De esta forma, en palabras de Tena Piazuelo, “se acaba con la separación entre actividades sanitarias por razón del sujeto prestador de las mismas, se universaliza el ámbito subjetivo de cobertura de la asistencia sanitaria pública y se  unifica la red asistencial del Estado”, creando un Sistema Nacional de la Salud, gestionado por los Servicios autonómicos de Salud de las distintas Comunidades Autónomas.

 

Por ello, la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad (LGS) , y la Ley 13/2003, de 28 de mayo, de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud (LCCSNS), se erigen como pilares básicos de cara a proteger el derecho a la salud, dando respuesta y desarrollo a las previsiones constitucionales. Así, el artículo 1, apartado primero de la LGS recoge que “tiene por objeto la regulación general de todas las acciones que permitan hacer efectivo el derecho a la protección de la salud reconocido en el articulo 43 y concordantes de la Constitución”.  Reconociendo los sujetos protegidos en su apartado segundo, al decir, “son titulares del derecho a la protección de la salud y a la atención sanitaria todos los españoles y los ciudadanos extranjeros que tengan establecida su residencia en el territorio nacional”. Y, por su parte, el artículo 6 de la misma ley establece: “1. Las actuaciones de las Administraciones públicas sanitarias estarán orientadas:  1º A la promoción de la salud. 2º A promover el interés individual, familiar y social por la salud mediante la adecuada educación sanitaria de la población. 3º A garantizar que cuantas acciones sanitarias se desarrollen estén dirigidas a la prevención de las enfermedades y no sólo a la curación de las mismas.  4º A garantizar la asistencia sanitaria en todos los casos de pérdida de la salud. 5º A promover las acciones necesarias para la rehabilitación funcional y reinserción social del paciente.  2. En la ejecución de lo previsto en el apartado anterior, las Administraciones públicas sanitarias asegurarán la integración del principio de igualdad entre mujeres y hombres, garantizando su igual derecho a la salud”.

 

El derecho a la protección a la salud es un derecho que se materializa y concreta en los derechos “particulares” que recoge el artículo 10 de la LGS, y ello respecto a cada una de las Administraciones públicas sanitarias. Así, esta norma reconoce que “Todos tienen los siguientes derechos con respecto a las distintas administraciones públicas sanitarias:

 

1.- Al respeto a su personalidad, dignidad humana e intimidad, sin que pueda ser discriminado por su origen racial o étnico, por razón de género y orientación sexual, de discapacidad o de cualquier otra circunstancia personal o social.

 

2.- A la información sobre los servicios sanitarios a que puede acceder y sobre los requisitos necesarios para su uso.

 

3.- A la confidencialidad de toda la información relacionada con su proceso y con su estancia en instituciones sanitarias públicas y privadas que colaboren con el sistema público.

 

4.- A ser advertido de si los procedimientos de pronóstico, diagnóstico y terapéuticos que se le apliquen pueden ser utilizados en función de un proyecto docente o de investigación, que, en ningún caso, podrá comportar peligro adicional para su salud. En todo caso será imprescindible la previa autorización y por escrito del paciente y la aceptación por parte del médico y de la Dirección del correspondiente Centro Sanitario.

 

5.- A que se le dé en términos comprensibles, a él y a sus familiares o allegados, información completa y continuada, verbal y escrita, sobre su proceso, incluyendo diagnóstico, pronóstico y alternativas de tratamiento.

 

6.- A la libre elección entre las opciones que le presente el responsable médico de su caso, siendo preciso el previo consentimiento escrito del usuario para la realización de cualquier intervención, excepto en los siguientes casos:

 

  1. a) Cuando la no intervención suponga un riesgo para la salud pública.
  2. b) Cuando no esté capacitado para tomar decisiones, en cuyo caso, el derecho corresponderá a sus familiares o personas a él allegadas.
  3. c) Cuando la urgencia no permita demoras por poderse ocasionar lesiones irreversibles o existir peligro de fallecimiento.

 

7.- A que se le asigne un médico, cuyo nombre se le dará a conocer, que será su interlocutor principal con el equipo asistencial. En caso de ausencia, otro facultativo del equipo asumirá tal responsabilidad.

 

8.- A que se le extienda certificado acreditativo de su estado de salud, cuando su exigencia se establezca por una disposición legal o reglamentaria.

 

9.- A negarse al tratamiento, excepto en los casos señalados en el apartado 6; debiendo, para ello, solicitar el alta voluntaria, en los términos que señala el apartado 4 del artículo siguiente.

 

10.- A participar, a través de las instituciones comunitarias, en las actividades sanitarias, en los términos establecidos en esta Ley y en las disposiciones que la desarrollen.

 

11.- A que quede constancia por escrito de todo su proceso. Al finalizar la estancia del usuario en una Institución hospitalaria, el paciente, familiar o persona a él allegada recibirá su Informe de Alta.

 

12.- A utilizar las vías de reclamación y de propuesta de sugerencias en los plazos previstos. En uno u otro caso deberá recibir respuesta por escrito en los plazos que reglamentariamente se establezcan.

 

13.- A elegir el médico y los demás sanitarios titulados de acuerdo con las condiciones contempladas en esta Ley, en las disposiciones que se dicten para su desarrollo y en las que regulen el trabajo sanitario en los Centros de Salud.

 

14.- A obtener los medicamentos y productos sanitarios que se consideren necesarios para promover, conservar o restablecer su salud, en los términos que reglamentariamente se establezcan por la Administración del Estado.

 

15.- Respetando el peculiar régimen económico de cada servicio sanitario, los derechos contemplados en los apartados 1, 3, 4, 5, 6, 7, 9 y 11 de este artículo serán ejercidos también con respecto a los servicios sanitarios privados”.

 

No podemos olvidar, como hemos visto, que el artículo 43 de nuestra Constitución “compele a los poderes públicos a organizar y tutelar la salud pública”, por lo que resulta de interés a nuestro propósito definir el concepto de salud pública, que confluye a la hora de tener que concretar hasta dónde alcanza el derecho a la salud individual. La salud pública en la actualidad se configura por la doctrina desde una visión amplia, que incluye tanto la clásica actividad de policía sanitaria (reglamentación de actividades, vigilancia, inspección…), como las acciones que van dirigidas a proteger la salud individual en el campo de la asistencia médico-sanitaria.

 

En este sentido, normativamente, el RD 1030/2006, define la prestación de salud pública como “el conjunto de iniciativas organizadas por las administraciones públicas para preservar, proteger y promover la salud de la población. Es una combinación de ciencias, habilidades y actividades dirigidas al mantenimiento y mejora de la salud de todas las personas a través de acciones colectivas o sociales”. La materia ha de regirse, normativa y doctrinalmente, por tres principios capitales: el de precaución, el de transparencia y el de corresponsabilidad, que son empleados en diversos momentos –quizás, de lege ferenda, de una manera dispersa en exceso- por la normativa básica de aplicación.

 

Dado que las epidemias “transfronterizas”, como es el caso del virus de la hepatitis C que nos ocupa, no conocen de los artificiales límites geopolíticos creados por el hombre, para luchar contra la propagación internacional de enfermedades se ha de tener en cuenta el Reglamento Sanitario Internacional de la OMS, en su nueva versión que entró en vigor en el año 2007, ampliando su ámbito objetivo de aplicación a “cualquier emergencia de salud pública de importancia internacional”, siendo que esta formulación abstracta da cabida a todo tipo de situaciones (conflictos bélicos, catástrofes naturales, epidemias, etc).  

 

Adentrándonos así en el plano internacional, encontramos la protección a la salud y a la vida en diversos textos. Así, integrados en nuestro propio ordenamiento vía ratificación (Art. 10, 2º CE), vemos que la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 proclama que “toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación”.

 

Por su parte, el artículo 12 del Pacto Internacional de Derechos económicos, sociales y culturales de 1966 reconoce “el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental” y el compromiso de los diferentes Estados para asegurar este derecho.

 

La Carta Social Europea del Consejo de Europa de 1961, establece que “para garantizar el ejercicio del derecho a la protección de la salud, las partes contratantes se comprometen a adoptar directamente o en cooperación con organizaciones privadas, medidas adecuadas para entre otros fines: 1.Eliminar, en lo posible, las causas de una salud deficiente. 2. Establecer servicios educacionales y de consulta dirigidos a la mejora de la salud y a estimular el sentido de responsabilidad individual en lo concerniente a la misma. 3. Prevenir, en lo posible, las enfermedades epidémicas, endémicas y otras”.

 

Del mismo modo, el artículo 35 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión, es donde se proclamaba como “derecho fundamental” el derecho a la protección de la salud, ocupándose el párrafo segundo de este precepto de la tutela de la salud colectiva o pública (en conexión con los artículos 168 TFUE, 152 TCEE y II-278 TECE), añadiéndose que “en la definición y ejecución de todas las políticas y acciones de la Unión Europea se garantizará un nivel elevado de protección de la salud humana”. Impera pues la “transversalidad” en materia de protección de la salud, aunque este es un ámbito en el que la Unión puede realizar una acción de “apoyo, coordinación o complemento”, pero en ningún caso estamos ante una competencia exclusiva, por lo que rige el Principio de Subsidiariedad (Principio conforme al cual “la Comunidad europea sólo intervendrá en la medida en que los objetivos de la acción pretendida no puedan ser alcanzados de manera suficiente por los Estados miembros y, por consiguiente, puedan lograrse mejor, debido a la dimensión o a los efectos de la acción contemplada, a nivel comunitario”, según dispone el artículo 5 TCE).

 

La “intervención” se ha producido cada vez más intensamente, buscándose la armonización legislativa y reivindicándose por parte de la Unión su papel protagonista en este ámbito, más allá de los márgenes que dicta el mencionado principio de subsidiariedad, para lo cual se han dictado numerosas normas, entre las cuales destacamos, por lo que aquí importa, Directiva 2001/83/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 6 de noviembre de 2001, por la que se establece un código comunitario sobre medicamentos para uso humano, Directiva 1989/105 del Consejo, relativa a la transparencia de las medidas que regulan la fijación de precios de los medicamentos para uso humano y su inclusión en el ámbito de los sistemas nacionales del seguro de enfermedad, o Reglamento (CE) nº 726/2004 del Parlamento Europeo y del Consejo de 31 de marzo de 2004, por el que se establecen procedimientos comunitarios para la autorización y el control de los medicamentos de uso humano y veterinario y por el que se crea la Agencia Europea de Medicamentos.

 

Así, se entiende en la doctrina científica (entre otros, Tomás Cavas Martinez, Sánchez Triguero, González Díaz y, especialmente, Bombillar Sáenz) que, cuando el artículo 35 de la Carta dice que “toda persona tiene derecho a la prevención sanitaria y a beneficiarse de la atención sanitaria en las condiciones establecidas por las legislaciones y las practicas nacionales”, el precepto nos está remitiendo a la concreción por cada Estado miembro del contenido material de la asistencia a dispensar (las prestaciones) y de los requisitos para acceder a la misma, lo que no atacaría, aun así, el principio de universalidad subjetiva que rige este derecho a la protección a la salud.

 

El derecho a la protección de la salud se configuraría, así, como un derecho subjetivo de la persona, que se reconoce a los sujetos individualmente considerados. Este reconocimiento universal no estaría sometido a restricción alguna: ni derivado de la condición jurídico-política (ostentar o no la ciudadanía), ni jurídico-administrativa (estancia legal o irregular, afiliación o no al régimen de la Seguridad Social). El derecho a la protección de salud, pues, no sería solo un derecho de la ciudadanía política europea, sino un derecho de todo ser humano (como se proclama en los textos internacionales). A día de hoy, a pesar del “fracaso” de la Constitución Europea, estos derechos siguen configurándose como principios dentro de la Unión, formulados como principios generales del Derecho comunitario por el TJCE, que los extrae de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros y del Convenio Europeo de Derechos Humanos. No obstante, el derecho a la protección de la salud, configurado como “principio”, sigue vinculando lógicamente a los Poderes públicos de la Unión y de los Estados miembros, sólo que sometido a la exigencia de un posterior desarrollo normativo para que pueda desplegar su eficacia respecto de los ciudadanos y ser directamente aplicable.

 

Paralelo al sistema nacional, en el que, como veíamos, en nuestra  Constitución, por su ubicación, el derecho a la salud en la U.E. se configura como un “principio rector”. A este respecto citaremos al Profesor Balaguer:

 

“…los principios no generan, por sí mismos, derechos constitucionales que sean directamente aplicables sin necesidad de desarrollo normativo. Ahora bien, de estos principios puede decirse que su valor normativo es indudable, si bien no están garantizados por los mecanismos que hacen posible su aplicación directa en ausencia de desarrollo legislativo. En efecto, a diferencia de los derechos, cuya efectividad está asegurada por la garantía del contenido esencial no sólo frente al legislador sino también en ausencia de regulación legislativa, los principios están sometidos a la exigencia de desarrollo normativo para que puedan desplegar su eficacia respecto de los ciudadanos.

 

»En estas condiciones puede decirse que los principios vinculan a los poderes públicos de la Unión y de los Estados, pero las modalidades de su aplicación dependen de la configuración concreta que realice el legislador, por más que esa configuración pueda ser objeto de control jurisdiccional para determinar su conformidad con la Constitución Europea. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea podrá controlar los actos de desarrollo de la Constitución para determinar su conformidad con esos principios. [···]»

 

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El iter lógico a seguir en nuestro razonamiento, nos lleva a afirmar que esta dimensión social e individual del derecho a la salud entronca, tanto en el plano normativo constitucional nacional, como en el plano normativo europeo y, en lo que aquí importa, con los derechos inherentes a la dignidad de la persona, con los Derechos Fundamentales a la vida y a la integridad física y moral. El derecho colectivo se concreta en el derecho individual, el cual presenta carácter de Derecho Fundamental.

 

Estos Derechos Fundamentales vienen reconocidos en nuestro ordenamiento constitucional, por el artículo 15 de nuestra Carta Magna, a todos los ciudadanos. Este sí, configurado como Derecho Fundamental pleno o de efectividad directa sin necesidad de desarrollo normativo alguno, resulta así exigible por los ciudadanos (artículo 53.2 CE). El artículo 43 CE se conecta necesariamente con el artículo 15 CE, confluye en él.  Por su parte, encontramos en el ámbito europeo esta misma conexión de los Derechos Fundamentales a la vida y la integridad con el derecho a la protección a la salud en los artículos 2, 3 y 13 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y Libertades Fundamentales de Roma de 1950, que, respectivamente, protegen el derecho a la vida, a la integridad y la no tortura o trato degradante o inhumano y el derecho instrumental al “recurso efectivo ante las instancias nacionales”.

 

A estos efectos destacamos, en primer lugar, la doctrina del Tribunal Constitucional, en la que unánimemente se establece la conexión normativa referida. Así, entre otros muchos:

 

— ATC Pleno 8 de abril de 2014: “…En consecuencia, en la ponderación del perjuicio económico vinculado al levantamiento de la suspensión que ha sido alegado por el Abogado del Estado resulta ahora trasladable lo que afirmamos en el citado ATC 239/2012, FJ 5, cuando señalamos que «teniendo en cuenta la concreción de los perjuicios derivados del levantamiento o del mantenimiento de la suspensión efectuada por las partes, así como la importancia de los intereses en juego, y apreciando este Tribunal que el derecho a la salud y el derecho a la integridad física de las personas afectadas por las medidas impugnadas, así como la conveniencia de evitar riesgos para la salud del conjunto de la sociedad, poseen una importancia singular en el marco constitucional, que no puede verse desvirtuada por la mera consideración de un eventual ahorro económico que no ha podido ser concretado, entendemos que se justifica el levantamiento de la suspensión de la vigencia de los preceptos referidos a la ampliación del ámbito subjetivo del derecho a acceder a la asistencia sanitaria pública y gratuita». SÉPTIMO.- En segundo lugar, debemos descartar los perjuicios que conllevaría el levantamiento de la suspensión alegados por el Abogado del Estado, respecto a que la ampliación de la cobertura sanitaria, en el contexto del Derecho de la Unión Europea, incrementa todavía más el gasto público y pone en peligro el cumplimiento de las obligaciones de España con la Unión Europea. Y ello en la medida en que, aunque el Abogado del Estado realiza una profusa exposición de los perjuicios que en dicho ámbito se producirían en caso del levantamiento de la suspensión, lo que expone no es sino la contradicción que, a su juicio, se produce entre la norma autonómica y la norma estatal, lo que es una cuestión vinculada a la pretensión de fondo de este proceso constitucional. Además, no se cuantifica el incremento de gasto público al que hace referencia. OCTAVO.- Finalmente, el Abogado del Estado alega que no se producen efectos negativos sobre la salud pública y sobre la situación individual de las personas excluidas de la cobertura sanitaria por el mantenimiento de la suspensión de la Ley Foral. Así, de acuerdo con el informe del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad que ha aportado, a tenor de los datos de que dispone el referido Departamento, no se ha mostrado ningún impacto negativo relevante en la salud de la población en los dos últimos años. Además, se considera que se garantiza el derecho a la salud, por la aplicación de las diferentes medidas desarrolladas por los poderes públicos tal y como se han expuesto en los antecedentes. Afirmamos en el Auto 239/2012, FJ 5, que «para que este Tribunal valore los intereses vinculados a la garantía del derecho a la salud, es preciso acudir a lo dispuesto en el art. 43 CE, en relación con el deber de todos los poderes públicos de garantizar a todos los ciudadanos el derecho a la protección de la salud, cuya tutela les corresponde y ha de ser articulada «a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios» (art. 43.1 y 2 CE)» (STC 126/2008, de 27 de octubre, FJ 6). Si, además del mandato constitucional, se tiene en cuenta, como ya lo ha hecho este Tribunal, la vinculación entre el principio rector del art. 43 CE y el art. 15 CE que recoge el derecho fundamental a la vida y a la integridad física y moral, en el sentido de lo reconocido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (por todos asunto VO c. Francia de 8 de julio de 2004), resulta evidente que los intereses generales y públicos, vinculados a la promoción y garantía del derecho a la salud, son intereses asociados a la defensa de bienes constitucionales particularmente sensibles«.

 

—ATC Pleno 12 de diciembre de 2012: “Esa ponderación exige colocar de un lado el interés general configurado por el beneficio económico asociado al ahorro vinculado a las medidas adoptadas por el Estado al redefinir el ámbito de los beneficiarios del sistema público de salud, y de otro el interés general de preservar el derecho a la salud consagrado en el art. 43 CE. Esa contraposición también tiene proyecciones individuales puesto que la garantía del derecho a la salud no sólo tiene una dimensión general asociada a la idea de salvaguarda de la salud pública, sino una dimensión particular conectada con la afectación del derecho a la salud individual de las personas receptoras de las medidas adoptadas por los Gobiernos estatal y autonómico”, y a partir de ahí, conectado con el derecho a la vida e integridad individual.

                                               

ATC 13 diciembre de 2012: “… para que este tribunal valore los intereses vinculados a la garantía del derecho a la salud, es preciso acudir a lo dispuesto en el art. 43 CE, en relación con el deber de todos los poderes públicos de garantizar a todos los ciudadanos el derecho a la protección de la salud, cuya tutela les corresponde y ha de ser articulada «a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios» (art. 43.1 y 2 CE EDL 1978/3879 )» (STC 126/2008, de 27 de octubre, FJ 6). Si, además del mandato constitucional, se tiene en cuenta, como ya lo ha hecho este Tribunal, la vinculación entre el principio rector del art. 43 CE y el art. 15 CE, que recoge el derecho fundamental a la vida y a la integridad física y moral (S), en el sentido de lo reconocido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (por todos asunto VO c. Francia de 8 de julio de 2004) -EDJ 2004/62351-, resulta evidente que los intereses generales y públicos vinculados a la promoción y garantía del derecho a la salud, son intereses asociados a la defensa de bienes constitucionales particularmente sensibles. Respecto de los perjuicios asociados al mantenimiento de la suspensión, tal y como efectivamente entiende el Gobierno Vasco, tal medida consagraría en el tiempo la limitación del acceso al derecho a la salud para determinados colectivos vulnerables por sus condiciones socioeconómicas y sociosanitarias. Ponen de manifiesto las Letradas del Gobierno Vasco que esos colectivos, en particular los inmigrantes sin permiso de residencia, verán notablemente afectada su salud si se les impide el acceso a los servicios sanitarios públicos de forma gratuita, lo que repercutiría, no sólo en su estado de salud individual, sino en la prevención de la propagación de determinadas enfermedades infecto contagiosas, afectando directamente a la salud de toda la sociedad”.

 

La cobertura que ofrece el artículo 15 al artículo 43, ambos del texto constitucional, es plenamente reconocida por la doctrina del Tribunal Constitucional, como declara la STC Sala Primera, de 2 de julio de 2007, Sentencia que concluye:

 

Hemos recordado recientemente en nuestra STC 62/2007, de 27 de marzo, que el art. 15 CE ampara de forma autónoma el derecho fundamental a «la integridad física y moral», y que, en relación con tal derecho, este Tribunal ha tenido ocasión de señalar que su ámbito constitucionalmente garantizado protege «la inviolabilidad de la persona, no sólo contra ataques dirigidos a lesionar su cuerpo o espíritu, sino también contra toda clase de intervención en esos bienes que carezca del consentimiento de su titular» (SSTC 120/1990, de 27 de junio, FJ 8 EDJ 1990/6901, y 119/2001, de 24 de mayo, FJ 5 EDJ 2001/6004); que estos derechos, destinados a proteger la «incolumidad corporal» (STC 207/1996, de 16 de diciembre, FJ 2 EDJ 1996/9681), han adquirido también una dimensión positiva en relación con el libre desarrollo de la personalidad, orientada a su plena efectividad, razón por la que se hace imprescindible asegurar su protección no sólo frente a las injerencias ya mencionadas, sino también frente a los riesgos que puedan surgir en una sociedad tecnológicamente avanzada (STC 119/2001, de 24 de mayo, FJ 5 EDJ 2001/6004); y que además de ello, en efecto, el derecho a que no se dañe o perjudique la salud personal queda también comprendido en el derecho a la integridad personal (STC 35/1996, de 11 de marzo, FJ 3), aunque no todo supuesto de riesgo o daño para la salud implique una vulneración del derecho fundamental, sino tan sólo aquél que genere un peligro grave y cierto para la misma (SSTC 5/2002, de 14 de enero, FJ 4, y 119/2001, de 24 mayo, FJ 6)”.

 

Esto último también se repite en STC Sala Segunda, de 20 de junio de 2011, a cuyo tenor, “sólo podría reputarse que afecta al ámbito protegido por el art. 15 CE cuando existiera un riesgo relevante de que la lesión pueda llegar a producirse, es decir, cuando se genera un peligro grave y cierto para la salud del afectado” (STC 220/2005, de 12 de septiembre, FJ 4).

 

Un paso más allá establece el Tribunal Constitucional, en la STC del Pleno de 17 de  enero de 1991, al decir que “el derecho fundamental a la vida (f. j. 5º), en cuanto derecho subjetivo, otorga a sus titulares, según señalamos en la citada STC 120/1990, la posibilidad de recabar el amparo judicial y, en último término, el de este Tribunal frente a toda actuación de los poderes públicos que amenace su vida o su integridad” … El derecho a la vida, reconocido en el art. 15 CE, es un derecho superior a cualquier otro, absoluto, ilimitado y de especial protección, coexistiendo la obligación positiva del Estado de proteger la salud y la vida de todos los ciudadanos (art. 43 CE)…. De otra parte, y como fundamento objetivo, el ordenamiento impone a los poderes públicos y en especial al legislador, “el deber de adoptar las medidas necesarias para proteger esos bienes, vida e integridad física, frente a los ataques de terceros, sin contar para ello con la voluntad de sus titulares e incluso cuando ni siquiera quepa hablar, en rigor, de titulares de ese derecho (STC 53/1985)”.

 

Por su parte, esa inevitable relación entre el derecho a la salud y los derechos a la vida e integridad física y moral, viene siendo igualmente interpretada en tal sentido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Podemos concluir que en la Jurisprudencia de este Altísimo Tribunal supranacional se viene a decir, en lo que aquí importa, que el contenido material del derecho a la vida resulta vulnerado también por parte de los poderes estatales cuando existiendo una situación de riesgo para la vida del cual deben tener conocimiento las autoridades públicas, éstas no adoptan las medidas necesarias y razonables para evitar que se produzcan daños en la salud o en la vida de las personas de manera directa o incluso indirecta. En todos los casos en que un Estado deba o pueda tener conocimiento de la existencia de una situación riesgo para la vida de sus ciudadanos, queda colocado en una POSICIÓN DE GARANTE, con independencia de si el riesgo para la vida ha sido ocasionado por agentes públicos, por calamidades o accidentes naturales o no, o con independencia de si la amenaza para la vida ha sido provocada por un particular.

 

En concreto, entre otras muchas, citaremos las SSTEDH de 5 de diciembre de 2013 (Arskaya vs. Ucrania), en el que el Tribunal considera que las autoridades no han cumplido con las exigencias del artículo 2 del Convenio en cuanto al inadecuado tratamiento médico realizado, de lo que resulta responsable el propio Estado, con independencia de la negligencia profesional o no del médico que preste el servicio; de 17 de enero de 2002 (Calvelli y Ciglio contra Italia), en la que sobre el artículo 2 del Convenio se declara al respecto que se recuerda que este artículo establece la obligación para los Estados parte no sólo de impedir la privación “intencionada” de la vida, sino también la de tomar las medidas adecuadas para salvaguardar las vidas de aquellos que se encuentran bajo su jurisdicción (caso L.C.B. contra Reino Unido). Estos principios también se aplican a la esfera de la Sanidad pública en la que los Estados deben aprobar normas que obliguen a los hospitales a tomar las medidas necesarias para proteger las vidas de sus pacientes. Pero también se obliga a que se establezca un sistema judicial independiente para que la causa de una muerte de un paciente bajo cuidado médico pueda determinarse y exigirse así las correspondientes responsabilidades; STEDH, de la Sección Segunda, de  9 de abril de 2013 (Mehmetsentürk y Bekirsentürk contra Turquía), conforme a la que “…79. El Tribunal recuerda que la primera frase del artículo 2 del Convenio obliga al Estado no solo a abstenerse de provocar la muerte de manera voluntaria e irregular, sino también a tomar las medidas necesarias para la protección de la vida de las personas dependientes de su jurisdicción”. Estos principios se aplican también en el ámbito de la salud pública (ver, entre otras, Powell contra Reino Unido (déc.), núm. 45305/99, TEDH 2000 V, y Calvelli y Ciglio [GC], antedicha, ap. 48).

 

De hecho, no se puede olvidar que los actos y omisiones de las autoridades en el marco de las políticas de salud pública pueden, en algunas circunstancias, implicar su responsabilidad bajo el prisma del apartado material del artículo 2 (Powell, Decisión antedicha).  “80.- Sin embargo, desde el momento en que un Estado contratante ha hecho lo necesario para asegurar un nivel alto de competencia entre los profesionales de salud y para garantizar la protección de la vida de los pacientes, no se puede admitir que cuestiones como un error de valoración por parte de un profesional de la salud o la mala coordinación entre los profesionales de salud en el marco del tratamiento de un paciente concreto, sean suficientes en sí mismas para obligar a un Estado contratante a rendir cuentas en virtud de la obligación positiva de proteger el derecho a la vida que le corresponde en los términos del artículo 2 del Convenio (ibidem). 81. Teniendo esto en cuenta, el Tribunal recuerda, asimismo, que las obligaciones positivas que por el artículo 2 se atribuyen al Estado e implican el desarrollo por su parte de un marco reglamentario que imponga a los hospitales, tanto públicos como privados, la adopción de medidas propias para garantizar la protección de la vida de los enfermos. Asimismo, estas medidas implican la obligación de instaurar un sistema judicial eficaz e independiente que permita establecer la causa de fallecimiento de un individuo que se encuentre bajo la responsabilidad de un profesional sanitario, tanto si actúa en el marco del sector público como si trabaja en estructuras privadas, y llegado el caso, obligarles a responder por sus actos” (ver, en concreto, Calvelli y Ciglio antedicha, ap. 49).

 

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Establecido el binomio salud-vida en los términos expuestos, resaltaremos que, como se puede deducir fácilmente, el medicamento se configura como un instrumento básico de la política sanitaria de los Estados, a través del cual se hace efectivo y patente el derecho a la protección de la salud, tanto en su dimensión colectiva como individual y, por ende, como Derecho Fundamental.

 

Nuestro ordenamiento jurídico recoge en el artículo 8, letra a, de la Ley 29/2006, de 26 de julio, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios (en adelante,  LGURMPS), la definición de lo que ha de entenderse por “medicamento de uso humano”: “toda sustancia o combinación de sustancias que se presente como poseedora de propiedades para el tratamiento o prevención de enfermedades en seres humanos o que pueda usarse en seres humanos o administrarse a seres humanos con el fin de restaurar, corregir o modificar las funciones fisiológicas ejerciendo una acción farmacológica, inmunológica o metabólica, o de establecer un diagnóstico médico”.

 

Dado que no existen fármacos o medicamentos inocuos, en el sentido de que no existen los que no presenten ningún efecto negativo sobre la salud de la persona que lo consume, el legislador ha presumido que los fármacos constituyen un riesgo para la salud, salvo que se pruebe lo contrario, quedando condicionada la comercialización de estos productos a la concesión de una autorización administrativa, según proceso reglado. El medicamento no es un producto de consumo sujeto a las leyes del mercado, a la oferta y la demanda, sino que es objeto de intervención y control estatal –o debe serlo- durante todas las fases de su vida, tal y como antes veíamos. Así, cuando nuestra Constitución contempla el derecho a la protección de la salud, lo que se garantiza no es tanto un resultado (“estar sano”), cuanto la puesta a disposición de la ciudadanía a través de los Poderes públicos de unos medios para aspirar a conseguir tal objetivo, ocupando así esos Poderes una posición de garante respecto a cada uno de esos ciudadanos.

 

Por su parte, subrayaremos que el derecho de acceso a los medicamentos no se agota con el acto de suministrarlos. Este acceso ha de reunir una serie de requisitos: Así, el paciente ha de acceder al medicamento en el momento oportuno y a tiempo; tal medicamento ha de ser de “calidad”, suministrado en las cantidades adecuadas para responder al tratamiento y, por supuesto, ha de ser efectivo para el uso al que se le destina. Al acceder a este fármaco el paciente ha de ser capaz de sufragar su coste, sin ver afectadas significativamente sus condiciones de vida, y a la vez ha de contar con una información adecuada sobre el mismo que le permita una utilización racional de este producto. Estos son, resumidamente, los dictados de la propia Ley 29/2006, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios.

 

Se nos dirá que el alto coste de los medicamentos es un problema que afecta en cierta medida por igual a todos los Estados de nuestro entorno, incluido el nuestro. Y que la limitación de los recursos económicos públicos limita a su vez la posibilitación de que el derecho a la protección de la salud sea un derecho efectivo de cada ciudadano considerado individualmente y de la sociedad en su conjunto. En esa lógica o estado de cosas, se entiende que una reducción del precio del medicamento permitirá que un mayor número de pacientes pueda acceder a estos productos de primera necesidad. Sin embargo, esta aceptación de que el derecho a la salud pueda verse matizado o modulado por “consideraciones económicas” no puede en modo alguno alcanzar al contenido esencial del Derecho Fundamental, esto es, no puede poner en riesgo la salud, o lo que es lo mismo desde esta perspectiva, la vida y la integridad física de las personas, máxime en este caso en que otra conducta era posible. Y si lo hace, esto debe de tener relevancia penal.

 

Así, ese riesgo para la vida, la salud y la integridad,  lo vemos en el supuesto que nos ocupa en la actuación de la Administración competente, que se concreta en la competencia del Ministerio de Sanidad y en la Presidencia y Dirección de la Agencia Española del Medicamento y Productos Sanitarios (AEMPS), aunque existan otras derivadas y/o delegadas, cuya actuación habrá de examinarse.

 

Efectivamente, el retardo injustificado en la fijación de precios e inclusión en el nomenclátor del Sistema nacional de salud del medicamento cuyo principio activo es sofosbuvir (marca comercial “sovaldi”), la falta de precaución o espíritu crítico en relación con las patentes instadas por el laboratorio –una, que lleva más de diez años en tramitación y la otra, objeto de oposición por tercero en el expediente correspondiente ante la Oficina de Patentes Europea-, y ello con un laboratorio que se ve envuelto en lo que podríamos llamar “asunto Tamiflú”; la ausencia de adopción de medidas protectoras o ablatorias –entendidas en un sentido amplio- a pesar de la situación de epidemia, de urgencia en la que estamos; el no empleo del mecanismo de licencia obligatoria, la no expropiación de la patente, la oposición de nuestro Gobierno al posibilitamiento de una postura política unitaria en todos los Estados de la Unión Europea en orden a la fijación del precio a mínimo del medicamento comercialmente llamado “Sovaldi”; la injerencia política en la decisión médica, creando un sistema de prescripción y suministro de este tipo de  fármacos ad hoc que va en contra de los pacientes, de sus vidas y, lo que tampoco hay que olvidar, en contra del propio Sistema público de salud;  son todos ellos actos -o ausencia de actos- que convierten en ilícito penalmente relevante la omisión esencial cometida en la que se traducen tales antecedentes: la falta de administración del fármaco a los enfermos con carácter inmediato.

 

La cuestión es que la POSICIÓN DE GARANTE que a las Autoridades sanitarias, máximos responsables del ramo,  respecto a la vida y la salud e integridad de los ciudadanos, de los afectados, le atribuye la ley y la Jurisprudencia –según antes veíamos- obligaba, exigía actuar de otro modo, y no se hizo: existiendo alternativas jurídicas que posibilitaban el tratamiento de los enfermos, se ha optado por no tratarlos, por el retraso, el mesmerismo, el secretismo y la asunción de precios exorbitados que impiden la generalización de los tratamientos y que dañan al interés general y al individual. Y así durante meses y meses, después de la autorización de comercialización emitida por la Agencia Europea no hicieron nada, teniendo conocimiento completo de la situación, primero por su propias atribuciones y en segundo lugar porque la situación no se generó espontáneamente (no podemos olvidar que estamos hablando de una epidemia, una pandemia silenciosa provocada por el propio Estado al ser la mayor fuente de contagio las trasfusiones de sangre y hemoderivados no controlados que se produjeron hasta mediados de los noventa;  existieron repetidas noticias de los laboratorios desde 2012 y en años anteriores; expediente tramitado ante la propia Agencia Europea para la autorización de fármacos en la que, por supuesto, la Agencia española tiene representación, precisamente encarnada en la Directora de la AEMPS); incluso, como también hemos visto, ya mucho antes existían voces de alarma en relación a la urgencia de la situación desde el mismo Parlamento Europeo, desde la OMS y por parte de los colectivos de expertos médicos.

 

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