“LA CULTURA DE LA JURISDICCIÓN” (Parte III) – “TERCERO IMPARCIAL”; Las garantías del Proceso: Entrevista a Perfecto Andrés Ibáñez

“LA CULTURA DE LA JURISDICCIÓN” (Parte I) – HOMENAJE A UN JUEZ: Entrevista a Perfecto Andrés Ibáñez

“LA CULTURA DE LA JURISDICCIÓN” (Parte II) – ASOCIACIONISMO JUDICIAL: De Justicia Democrática a JpD: Entrevista a Perfecto Andrés Ibáñez

SPINOZA: Justicia en República//Perfecto Andrés lbáñez: Un modelo de juez y de jurista, por Luigi Ferrajoli

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La primera vez que leí una Sentencia en la que actuaba como Ponente el Excelentísimo Señor don Perfecto Andrés Ibáñez estaba casi al comienzo de mi carrera profesional como abogado. En aquél momento me impresionó ya su forma de ejercer la jurisdicción, pero no valoré su importancia en su justa medida; poco o nada sabía entonces. Con el pasar del tiempo, a la hora de defender un asunto, he acudido una y otra vez a la doctrina emanada de sus miles de Sentencias -como Ponente o conformando Sala-  y de sus Votos particulares; la cuestión es que los mayores logros doctrinales alcanzados por la Sala Segunda del Tribunal Supremo desde el punto de vista garantista del Derecho Penal en las ultimas dos décadas han venido de la mano o por influencia de este Juez ejemplar; desgraciadamente, casi «rara avis» en el panorama judicial español. Estoy convencida de que esta experiencia es compartida por muchos compañeros de profesión. 

Sobre la figura de don Perfecto Andrés nada tengo que aportar a la luminosidad y coherencia de su pensamiento, de sus palabras, de las que son claro ejemplo la entrevista que en estos días estamos reproduciendo en Punto Crítico, o a lo que otros ya han dicho de él; desde aquí, sólo expresar en nombre de mis compañeros de AUSAJ y en el mío propio nuestro mayor respeto y admiración hacia un Juez que lo ha sido con mayúsculas, en toda su extensión; que lo ha sido en la forma en que «deberían ser» ser siempre las cosas, pero no son.  Hoy, cuando el Juez, que no el jurista, ha acabado su carrera como Magistrado, nos sentimos tristes y un poco más solos. De unos años para acá, pero cada vez más intensamente, el Derecho Penal se está transformando -a veces de forma expresa, otras de forma soterrada- en el Derecho Penal del Enemigo; la justificación del tratamiento desigual y desproporcionado en pos de una seguridad inexistente, la visión del ciudadano, delincuente o no, como un opositor al Estado que, simplemente, hay que eliminar. Corren malos tiempos para la lírica, para las Garantías. Y la cuestión es si la brecha progresista en su ideario, pulcramente garantista y honesta, ese «deber ser» que ha sido la preocupación constante de don Perfecto Andrés en estrados y fuera de ellos, puede tener continuidad. ¿Existe el relevo? Esperemos que sí.

Belén Luján Sáez

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Voto particular que formula el magistrado Perfecto Andrés Ibáñez a la Sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo número 424/2004, de 30 de marzo: 

 

La sentencia de la que discrepo se funda, básicamente, en una consideración: Dados los términos del art. 368 C.penal  para calificar de “droga tóxica, estupefaciente o psicotrópica” a una sustancia, hay que estar a su potencialidad nociva, que viene determinada por su propia esencia.

Entiendo, no obstante, que el asunto no puede decidirse con este grado de formalismo abstracto, puesto que lo que se trata de determinar no es la existencia cuasi-metafísica de una contraposición de categorías en el ámbito conceptual, sino la efectiva aptitud de un preparado químico para lesionar la salud pública, obviamente, a través de la causación de un daño valorable en la salud de un sujeto concreto.

Por eso, creo que no se puede estar únicamente al criterio clasificatorio de la inclusión en una determinada lista, ni a la constatación apriorística del dato de una cierta psicoactividad estimada en términos de laboratorio. Pues, como se ha puesto de manifiesto en la sentencia de esta sala de 272/2004, de 5 de marzo, en una perspectiva de salud asumida en su dinámica complejidad, psicoactividad no equivale mecánicamente a toxicidad.

Situados en una posición más próxima a este punto de vista, hay que decir que, según el Instituto Nacional de Toxicología, la dosis media estimada de abuso, tratándose de heroína, se sitúa entre 50 y 150 miligramos de sustancia de una riqueza media que oscila entre el 45 y el 50%. De este modo, lo incautado (0,013 gramos) estaría por debajo de ese umbral.

Sucede, además, que esta sala ha resuelto que cuando la cantidad de droga transmitida pueda calificarse de insignificante, de tal manera que el perjuicio para la salud que su administración podría deparar sería prácticamente teórico, se produce una ausencia de antijuridicidad material, por objetiva falta de riesgo para el bien jurídico protegido (así en SSTS 1370/2001, de 9 de julio 557/2002, de 15 de marzo , entre otras). Dándose incluso la circunstancia de que, por ejemplo, en sentencia de 28 de octubre de 1996, que citaba otra de 25 de enero del mismo año, relativas a casos semejantes, en los que la acción versó sobre 0,06 gramos de heroína, se resolvió de este modo, tratándose de una cantidad superior -dentro de la insignificancia- a la que aquí se contempla, con el argumento de que “el ámbito objetivo del tipo no puede ampliarse de forma tan desmesurada que alcance a la transmisión de sustancias que, por su extrema desnaturalización cualitativa o por su nimiedad cuantitativa, carezcan de los efectos potencialmente dañinos que sirven de fundamento a la prohibición penal”.

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Voto particular que formula el magistrado Perfecto Andrés Ibáñez a la Sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo número 596/2004: 

Mi discrepancia de la sentencia a que se refiere este voto se cifra en que, dado el planteamiento del recurso, habría que partir necesariamente de la declaración de nulidad de la apertura del paquete por la sala de instancia, que no aparece cuestionada.

Siendo así y dado que ese tribunal mantiene que el hallazgo de la droga carece de validez, porque tal diligencia no fue precedida de la emisión de una resolución judicial motivada, es claro que concurre uno de los supuestos previstos en el segundo inserto del número 1 del artículo 11 LOPJ. Así, el resultado de falta de efectos de la citada actuación se debe a que existió una vulneración de derechos o libertades fundamentales.

En la sentencia consta, además, que fue mediante esa intervención -y sólo por ella- como se constató objetivamente en la causa que los paquetes dirigidos al luego acusado contenían cocaína.

Pues bien, entiendo que, a la vista de esta irregularidad, un inexcusable deber de coherencia tendría que haber llevado al tribunal sentenciador a ser consecuente con esa afirmación central de su discurso probatorio. Y, así, si la apertura de los paquetes realizada de la manera irregular que describe integraba -como él ha entendido- un supuesto que hacia aplicable el precepto del art. 11,1 LOPJ ,debió concluir que de esa actuación no cabía extraer ninguna consecuencia directa ni indirecta. O, lo que es lo mismo, dentro de la lógica de ese precepto, era inevitable concluir que lo realmente obtenido en el curso de la intervención judicial nunca podría constituir la premisa válida de posteriores indagaciones.

Efectivamente, privar de efectos procesales, incluso indirectos, a un hallazgo quiere decir que el mismo debe ser desterrado formalmente de la causa. Lo que significa -en buena lógica y mejor derecho- que ni siquiera podría servir de antecedente informativo para eventuales interrogatorios con fines de incriminación. Hasta el punto de que la pregunta formulada por la acusación a un imputado como si la ilegitimidad constitucional de un cierto elemento de prueba de cargo no se hubiera producido, tendría que ser considerada capciosa (art. 709 Lecrim). Porque se habría ocultado al interlocutor -ingenuamente rendido ante la evidencia física del hallazgo de la droga (como es el caso)- un dato esencial del contexto jurídico, el de la invalidez radical y la imposibilidad de utilización de ese dato inculpatorio.

Y no cabe imaginar que el interrogado, de haber sido consciente de que tenía a su alcance la absolución con, simplemente, negar, no se hubiera decantado por ella. En cualquier caso, y aun cuando, en hipótesis, la declaración autoinculpatoria hubiese sido prestada con pleno conocimiento por quien deseara ser condenado, tampoco cabría reconocer a sus manifestaciones tal eficacia, pues la aplicación del ius puniendi, cuando concurre una causa objetiva de ilegitimidad constitucional que la excluye, no puede quedar a expensas de la facultad de optar de un posible imputado que hubiera querido suicidarse, procesalmente hablando. Y, por lo mismo, tampoco podría reconocerse trascendencia a la inculpación de un tercero dotada del mismo fundamento.

Es por lo que creo que si, como dice la sala de instancia -pero no hizo, aunque era obligado- se prescinde de lo aportado por la diligencia de apertura de los paquetes, en aplicación de lo dispuesto en el art. 11,1 LOPJ , el resultado sólo pudo ser el de un verdadero vacío probatorio.

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Voto particular que formula el magistrado Perfecto Andrés Ibáñez a la Sentencia de la Sala Segunda del Tribunal Supremo número 131/2004:

Mi discrepancia tiene que ver con el tratamiento dado al primero de los motivos del recurso y, en concreto, con el aserto: «la expresión del elemento subjetivo de la conducta entre los hechos probados es -no obstante lo reiterado de esta práctica- técnicamente incorrecto».

A mi juicio el denotado como incorrecto es un modo de operar perfectamente correcto y, además, el obligado. Me explico.

El elemento subjetivo o «cara interna de la conducta» es un rasgo integrante de la misma, en el sentido de que contribuye decisivamente a configurarla tal y como efectivamente aconteció. Así, es un dato real que forma parte de ella. Y omitirlo cuando se trata, precisamente, de describir la acción en su auténtico modo de ser, con la necesaria plasticidad, produce el resultado de presentarla incompleta e incluso inanimada, al reducirla a mera secuencia de movimientos corporales.

Como tal dimensión estructural del acto, la concurrencia de la aludida, debe probarse. Esto se hace con recursos cognoscitivos de idéntica naturaleza que los empleados, en relación con cualquier otro elemento de relevancia fáctica. Y, de existir prueba al respecto, el dato ha de figurar en el campo de la sentencia relativo a los hechos probados, donde deberán consignarse todos los que tienen la condición de tales.

En consecuencia, el motivo debió rechazarse, simplemente, porque los calificados de conceptos jurídicos no lo son, ya que tanto la «intención de obtener placer sexual» como la de «apoderarse de lo ajeno» son planos conformadores de las respectivas acciones, sin duda relevantes y presupuesto «sine qua non» de la calificación jurídica propiamente dicha.

 

 

Escalinata Palacio de Justicia de Bruselas (Bélgica)

 

 

ENTREVISTA A PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ

LA CULTURA DE LA JURISDICCIÓN

(parte III)*

 

* Entrevista publicada en Revista Jueces Para la Democracia, num. 90, diciembre/2017 

 

4.- El trabajo intelectual

 – ¿Qué razones te llevaron a ocuparte de la prueba, la cuestión fáctica y la decisión judicial de manera prioritaria sobre otras cuestiones de la práctica jurídica?

Por motivos, en buena parte generacionales, ni en la preparación del acceso a la función ni en el ejercicio de esta durante algunos años, esas cuestiones tuvieron en mi práctica una presencia consciente. Pero, algunas lecturas de autores italianos a comienzos de los 80 del siglo pasado junto con la progresiva entrada en la escena del art. 120,3 CE, me llevaron a concluir que la ratio decidendi de la sentencia y, consecuentemente, la sentencia misma (sobre todo en materia penal), no sería suficientemente expresiva si los términos de la contradicción desarrollada en el juicio no tenían un claro acceso y presencia en ella. Es como adquirí la evidencia de que, en la generalidad de los casos, había que introducir un cambio importante en el juego interactivo de los planos de la resolución, construyendo, primero, de forma intelectualmente honesta, el cuadro probatorio, y privilegiando y atribuyendo el mayor espacio al tratamiento crítico del material de esta clase y a la justificación de la decisión al respecto. En la sentencia convencional, la questio facti era prácticamente inexistente como tal cuestión problemática; mientras podían dedicarse folios y folios a explicar, pasando por Viena, por qué la heroína y la cocaína son drogas duras; por qué una determinada acción violenta sobre las cosas constituye fuerza en sentido legal; o a discurrir teóricamente en términos trillados sobre las tópicas modalidades de la alevosía, cuando la inermidad de la víctima, procurada o aprovechada por el agresor, era de una obviedad aplastante.

«Por fortuna, hubo un momento, en el que, a partir de los imprescindibles trabajos de Taruffo y Ferrajoli, fue posible comprender que la valoración de la prueba en régimen de libre convicción no era cosa de olfato, una suerte de motus animae, inspirada por el carisma o algo así; ni la apreciación de las declaraciones de los imputados y testigos un fenómeno oracular basado en la lectura de su lenguaje gestual, en el marco de eso que he llamado la «mística -es decir, un mal entendimiento- de la inmediación».

Por fortuna, hubo un momento, en el que, a partir de los imprescindibles trabajos de Taruffo y Ferrajoli, fue posible comprender que la valoración de la prueba en régimen de libre convicción no era cosa de olfato, una suerte de motus animae, inspirada por el carisma o algo así; ni la apreciación de las declaraciones de los imputados y testigos un fenómeno oracular basado en la lectura de su lenguaje gestual, en el marco de eso que he llamado la «mística -es decir, un mal entendimiento- de la inmediación». Y que la ahora inducción probatoria, ha de practicarse conforme a ciertas reglas, no jurídicas, pero reglas, las propias del método hipotético-deductivo, que permiten introducir un alto coeficiente de racionalidad en la que es tarea central de la jurisdicción; obviamente (tratándose de la penal) con la disposición tan generosa como se deba, a absolver en caso de duda.

-Y ¿cuál el camino que te llevó a ocuparte de Beccaria y de Calamandrei?

Beccaria fue para mí una especie de mito, a partir de algunas referencias bibliográficas. En particular, tras la lectura de las páginas dedicadas a él en el primer volumen del monumental tratado de Jiménez de Asúa, que formaba parte de la biblioteca de mi padre. Pero no pude disponer del texto de Dei delitti en castellano hasta su publicación en el Libro de Bolsillo, de Alianza Editorial, de 1968, que conservo subrayadísimo y «fatigado», que es como califican los libreros de viejo a los libros gastados por el uso. Su lectura me fascinó, y también estimuló al bibliómano que me habita a la búsqueda de las viejas ediciones. Esto me permitió comprobar que todas las adquiridas a lo largo de los años, están también generalmente «fatigadas»: lo propio de un libro «militante», que todavía no ha conseguido descansar, pues siendo un gran clásico, hoy como ayer, sigue interpelando críticamente a los vigentes sistemas penales.

Calamandrei fue para mí durante un tiempo apenas una referencia culta, dentro del campo del procesal civil. Pero en 1976 tuve la suerte de hallar en Marcial Pons la preciosa edición de Proceso y democracia, publicada en traducción de Fix Zamudio en los Breviarios de derecho, de EJEA, la editorial del inolvidable e impagable colega exiliado Santiago Sentís Melendo. Resultó todo un descubrimiento, pues es la obra, desde luego, del procesalista, pero también del gran constitucionalista que Piero Calamandrei llegó a ser, tras su paso por la Asamblea Constituyente que alumbró el texto fundamental italiano de 1948, tan importante en materia de poder judicial. Aquel librito, que contiene una serie de conferencias pronunciadas en México, en 1952, es un condensado del mejor saber en la materia a que alude su título, fruto logrado del Calamandrei maduro (moriría en septiembre de 1956).

Más tarde, tuve la suerte de dar con muchas otras de sus obras, generalmente en las traducciones del mismo Sentís Melendo, todas de verdadero interés, pues el autor había discurrido tempranamente sobre asuntos tan estimulantes como los conceptos de verdad y verosimilitud, la génesis lógica de la sentencia civil, el juez y el historiador …, que dan título a algunos de sus grandes trabajos.

El resultado final fue la evidencia de haber hallado un jurista fascinante y un intelectual del Renacimiento; además, profundamente concernido por los problemas de su tiempo, que, demócrata de raíz, vivió la experiencia del fascismo, como antifascista explícito, con dramático desasosiego (del que hay constancia en su esencial Diario). Autor también de Inventario della casa di campagna, una deliciosa obra narrativa, ambientada en la Toscana de ensueño de los años de infancia y adolescencia de Piero, que tuve la fortuna de traducir para Trotta y que es todo un clásico de la literatura italiana del siglo XX. Esta fortuna se ha visto prolongada en la de traducir también algunos otros libros del autor que, a tantos años de su temprano fallecimiento, sigue siendo reeditado y diciendo cosas útiles al ciudadano de hoy. Tanto que en Italia no hay acto en defensa de los valores constitucionales del que no forme parte la lectura de alguno de sus textos.

Por suerte también, mi contacto con Calamandrei se ha prolongado en una gratísima relación de amistad con su nieta Silvia, que, desde Montepulciano (Siena) gestiona con extraordinaria eficacia el imponente legado del abuelo.

-En relación con la interpretación de la ley en el contexto del estado constitucional, ¿qué ha sido del uso alternativo del derecho y de otras corrientes interpretativas que pudieron tener un sentido progresista en la aplicación del derecho?

La fórmula «uso alternativo del derecho», está aquejada de imprecisión conceptual, a tenor de la verdadera naturaleza del fenómeno que constituye su referente. En efecto, pues sugiere o puede sugerir, una suerte de táctica instrumental o manipuladora de la legalidad. En realidad, la fórmula fue acuñada por Pietro Barcelona y adquirió gran notoriedad como título de los dos volúmenes (L’uso alternativo del diritto, Laterza, Roma-Bari, 1973), con las ponencias de un congreso organizado por él en Catania, en mayo de 1972.

Pero ocurre que -como Ferrajoli ha tenido ocasión de precisar- el verdadero objeto de reflexión fue la «jurisprudencia alternativa», esto es, la realmente inspirada en la Constitución de 1948, frente a la generada por la magistratura transfascista, que patrocinada por la Democracia Cristiana abrumadoramente mayoritaria durante las dos primeras legislaturas de posguerra, se orientó decididamente a la inaplicación del nuevo texto fundamental. Enfrente pudo haber algún caso aislado de un activismo judicial que cabría cuestionar, pero nada de nada en comparación con la extensión de aquella estrategia; y, en general, lo que prevaleció fue el empeño en incorporar la Constitución al circuito interpretativo. Una línea que contó con el decidido protagonismo de la Corte Constitucional, duramente enfrentada con la Casación, en materias tan significativas como la aplicación de las garantías procesales. Y también con el apoyo decidido de la Asociación Nacional de Magistrados Italianos que, en un famoso congreso celebrado en la ciudad de Gardone en 1965, se decantó abiertamente por situar a la Constitución en el vértice de la kelseniana pirámide, para operar con ella en consecuencia.

«Sin embargo, no se ha hablado lo bastante de los torpes usos retro-alternativos del derecho protagonizados tantísimas veces por los más altos tribunales, o que han contado con su aval. Piénsese, por ejemplo, en ese falaz constructo derogatorio del art. 11,1 LOPJ que circula bajo el nombre de «teoría de la conexión de antijuridicidad»; en la atribución de valor probatorio de cargo al atestado; en la aberrante valoración -como insólita confesión autoinculpatoria del acusado que decide guardar silencio en el juicio- de las declaraciones en comisaría ratificadas en la vista por los agentes que las trascribieron, como libremente producidas ante ellos durante la detención»

En España, por parte de la derecha, extrajudicial y judicial, pero también, ¡ay!, en ocasiones de algún exponente socialista, se ha hecho uso de la conocida fórmula como reproche lanzado contra algunas decisiones innovadoras, generalmente cargadas de buenas razones de derecho. Sin embargo, no se ha hablado lo bastante de los torpes usos retro-alternativos del derecho protagonizados tantísimas veces por los más altos tribunales, o que han contado con su aval. Piénsese, por ejemplo, en ese falaz constructo derogatorio del art. 11,1 LOPJ que circula bajo el nombre de «teoría de la conexión de antijuridicidad»; en la atribución de valor probatorio de cargo al atestado; en la aberrante valoración -como insólita confesión autoinculpatoria del acusado que decide guardar silencio en el juicio- de las declaraciones en comisaría ratificadas en la vista por los agentes que las trascribieron, como libremente producidas ante ellos durante la detención (posiblemente prorrogada e incomunicada) …

-Has producido una obra ensayística única entre nosotros sobre el juez y la jurisdicción, que se ha convertido en un referente, haciendo más notoria la ausencia de reflexión doctrinal sobre la cuestión. ¿Qué diferencias hay entre El poder judicial, que escribiste junto a Claudio Movílla, y Tercero en discordia, además del transcurso de treinta años? ¿Qué puede explicar el desinterés de los académicos por el constitucionalismo del poder judicial y la falta de atención a la problemática de la prueba y la decisión judicial?

El poder judicial” (Tecnos, 1986) fue un libro de pronto intervento, urgente, por decirlo de algún modo, en un momento en el que comenzaban a adquirir presencia y consistencia práctica los problemas abiertos por el desarrollo constitucional en el tratamiento de los asuntos de la justicia. Es una obra en la que sigo reconociéndome y creo que también lo haría Claudio Movilla, el amigo y compañero inolvidable con el que compartí su redacción. Pero que está escrita con lo que sabíamos y con nuestra experiencia de entonces. “Tercero en discordia. Jurisdicción y juez del estado constitucional” (Trotta, 2015) -que, de no ser por el prematuro fallecimiento de Claudio, habría sido escrita también a cuatro manos- se ha beneficiado de muchas nuevas lecturas, de una reflexión de años sobre los perfiles teóricos de los asuntos evocados por el título, de un análisis atento de las (nada estimulantes) vicisitudes españolas en la materia, y también de cierta atención a la experiencia comparada.

El desinterés de los académicos por los temas relacionados con el poder judicial (salvo contadísimas excepciones) ha sido bien patente entre nosotros. Y bien lamentable en el caso de los teóricos situados a la izquierda (que, se entenderá, es lo que más me ha preocupado). Algo que puede explicarse por un cierto jacobinismo de fondo, que se ha llevado siempre mal con la separación de poderes; y por la vinculación, orgánica en algunos casos, emocional en muchos otros, con la mayoría gobernante a partir de 1982, que puso en el orden del día un antijudicialismo rampante. Recuérdese aquel lamentable Alfonso Guerra proclamando como un descubrimiento la muerte de Montesquieu; o una no menos lamentable política de la justicia fundada en la desconfianza frente a una instancia como la judicial por el hecho de que «nadie habría elegido» a sus integrantes.

Y esos incalificables dicterios tan generosamente vertidos en la opinión por connotados, responsables políticos, según los que el juez carecería de legitimidad democrática para juzgar los delitos cometidos por alguien ungido por las urnas, que, curiosamente, seguirían vertiendo sobre él, aun condenado, un flujo inagotable de esa misma legitimidad. (Todavía me suenan en los oídos las manifestaciones de sujetos institucionales descalificando, por ejemplo, a la juez Huerta por el «caso Linaza» o a la Sala Segunda por la n sentencia condenatoria en el «caso Marey», por poner solo dos ejemplos). Creo que hoy, a la vista de los demoledores efectos de la corrupción y del invalorable papel del juez, como única instancia capaz de hacerlos frente (luego de las previas escandalosas dimisiones de la parlamentaria y las político-administrativas), nadie que no padezca voluntariamente de espesas telarañas en los ojos o en la conciencia podrá mantenerse en tales penosas actitudes. Es decir, nadie sensato podrá dejar de apreciar la positiva astucia de la razón constitucional que consiste en confiar a una institución independiente, articulación del ordenamiento jurídico, la vigilancia de los límites de la legalidad y la respuesta a las incursiones en la ilegalidad de alguna parte (hasta la fecha, no menor) de la política. Incursiones que, por cierto, ella misma podría haber evitado, actuando de otro modo, es decir, conforme a la ley.

En el caso de los procesalistas, hay, desde siempre, cierto desinterés objetivo por los temas y problemas de la jurisdicción. Creo que en gran medida seguiría vigente el reproche a sus colegas del Carnelutti de hace casi un siglo: haberse dedicado al proceso, desentendiéndose del juicio, esto es, de las cuestiones relativas a la decisión. Y es algo tan cierto, como que, al menos en España, el mejor saber metodológico sobre la prueba nos ha llegado a los jueces desde la filosofía y la teoría del derecho, que, por fortuna se han hecho cargo de él, luego de que hubiera llegado a ser una suerte de res nullíus, debido al masivo abandono de la epistemología del juicio por parte de los cultivadores del derecho procesal.

-¿Qué te ha aportado la estrecha relación con Italia, sus juristas, Ferrajoli en especial, y Magistratura democrática? ¿Sigue siendo Italia en materia judicial un modelo en el que aprender?

Por decirlo brevemente, la Italia de la segunda mitad de los 70 del pasado siglo, en la que descubrí y, puedo decir, fui acogido con verdadera generosidad por Magistratura Democrática, a través de algunos de sus exponentes más significativos, me aportó esencialmente dos cosas. La primera una acabada reflexión político-cultural desde la izquierda (la izquierda que había derrotado al fascismo), sobre el modo de ser ideal-constitucional de un poder judicial digno de ese nombre. También esenciales elementos críticos para una aproximación de este carácter al antimodelo precedente. Y el ejemplo invalorable de un importante número de compagni (vacunados de toda pretensión estelar), empeñados en llevar a la práctica con el mejor fundamento teórico y una coherencia ejemplar, con auténtica independencia e imparcialidad, aquella línea de principios. Al mismo tiempo, esa fructífera relación de décadas me facilitó el acceso a materiales producidos en ese contexto, que, por su calidad y riqueza, carecen de equivalente en ningún otro país de nuestro ámbito.

Sobre lo que ha significado para mí la relación con Luigi Ferrajoli, y no es una cláusula de estilo, diré que me faltan palabras. No ya en lo relativo a su estatura intelectual, de la que creo innecesario hablar, como no sea para decir que, su obra, como en su momento la de Kelsen, marca radicalmente un antes y un después en la teoría del derecho y de la democracia. Es que además, esa enorme dimensión del intelectual convive con la de un ser humano de una sencillez, una bondad, una generosidad y una capacidad de magisterio asimismo extraordinarias.

Magistratura Democrática, que fue hija del 68, pienso que no pasa por el mejor momento de su historia; algo que, seguramente, tiene que ver con el actual signo de los tiempos; pero creo que también con el hecho de que el grupo, inigualable, de sus promotores y el de quienes inmediatamente les siguieron, por un ineluctable imperativo biológico, han ido, poco a poco, dejando el campo, sin que se haya producido una renovación con protagonistas de textura político-cultural equivalente. Lo que no impide que el grupo siga siendo también hoy, positivamente, un polo de necesaria referencia

 – Has propiciado que debería incorporarse a la cultura del juez el valor de los principios éticos, la necesidad de inscribir en los hábitos profesionales las llamadas virtudes judiciales. ¿Qué resultado ha dado esa nueva deontología profesional?

Creo que la deontología profesional, como reflexión -desde abajo- sobre la actuación práctica por los jueces de los valores centrales de la jurisdicción, es un empeño relativamente reciente, asociado al hecho de que los integrantes de las magistraturas, con la apertura al pluralismo propio de nuestras sociedades, han dejado de ser clónicos y sus actitudes homogéneas en el plano político-cultural y de los principios.

De otro lado, el carácter discontinuo, multinivel y con frecuencia internamente conflictual de los modernos ordenamientos; y el hecho de que resulte claro que en la apreciación de la prueba hay incancelables márgenes de discrecionalidad, y en la aplicación de la legalidad, siempre algo de (hasta cierto punto personal) atribución de significado a los enunciados normativos; ha conferido particular relevancia al bagaje cultural del juez y traído al primer plano la necesidad de un fuerte compromiso de este con los valores constitucionales idealmente inspiradores de su oficio. Dados estos relevantes elementos de contexto y la trascendencia ideal y práctica de la función, con la atención a la deontología, se busca generar en los propios jueces una voluntaria tensión hacia la excelencia en el ejercicio de su cometido profesional.

«Creo que la deontología profesional, como reflexión -desde abajo- sobre la actuación práctica por los jueces de los valores centrales de la jurisdicción, es un empeño relativamente reciente, asociado al hecho de que los integrantes de las magistraturas, con la apertura al pluralismo propio de nuestras sociedades, han dejado de ser clónicos y sus actitudes homogéneas en el plano político-cultural y de los principios»

En cuanto a los resultados de este fenómeno, creo que son desiguales en función de la calidad de las experiencias. En España, por ejemplo, queda mucho por hacer, debido a una mala comprensión de aquel, que ha llevado a muchos colegas a la desconfianza, por una lamentable confusión del ámbito de la ética profesional con el de la disciplina

 -Fundaste y dirigiste durante treinta años la revista Jueces para la democracia. Información y debate, ¿Es una revista de cultura jurídica? ¿Cuál ha sido su evolución? ¿Qué problemas debiste resolver? y ¿Hacia dónde crees que debe evolucionar?

Jueces para la Democracia. Información y debate” es lo que podría decirse una revista, no estrictamente jurídica, sino más bien de política del derecho. Esta es una idea presente ya en las palabras que abrían (hace más de treinta años) el primer número, y que, creo, ha cobrado realidad gracias, en importante medida, a la inestimable contribución de un buen números de colaboradores procedentes del campo de la filosofía y la teoría del derecho y del constitucionalismo.

Como publicación construida con las por completo generosas aportaciones de los autores, su perfil ha dependido esencialmente, no tanto de un diseño o plan, como del tenor y el fluir de tales intervenciones.

Sí puedo decir que, por razones obvias, Jueces se ha constituido en una suerte de modesto foco de atracción, con algo de espacio natural, para los autores de reflexiones relacionadas con el mundo de la jurisdicción y la práctica judicial en sus variados perfiles. También en el espacio donde muchos colegas han vertido enriquecedoras reflexiones a partir de su práctica. Haciendo en ocasiones, y es algo que me encanta, sus primeras armas como escritores en nuestra revista.

En cuanto a problemas, no soy demasiado consciente de haberlos padecido. Generalmente, los originales han ido llegando con un flujo apto para permitir la cobertura de páginas. Cierto que alguna vez tuve que traducir algún artículo del italiano en una noche, o forzar amablemente la colaboración de un amigo para poder cerrar, pero esta no ha sido la tónica.

Sí tuvimos al comienzo, en momentos anteriores a la informática, la gravosa carga de la lectura de los originales y de las pruebas, algo pesadísimo y que recayó sobre quienes participábamos del empeño. Pero esto es algo que, afortunadamente, acabó pasando merced a la generalización del uso de los tratamientos de textos; y hoy la responsabilidad de la calidad final de estos recae regularmente sobre los autores.

Hubo, sí, recuerdo, en los primeros años, un problema de logística. Y es que, al llegar la furgoneta de la imprenta a la sede de Jueces para la Democracia, José Rivas (Pito) y yo, avisados con un poco de tiempo, acudíamos corriendo desde Plaza de Castilla para descargar los paquetes. Pero esto dejó de ser necesario cuando en aquella hubo ya alguien de una manera estable.

Por lo que hace al último interrogante, estoy demasiado encima para gozar de esa distancia que, al menos tendencialmente, propicia una cierta objetividad. Es obvio que hay posibilidades de innovar: comentarios regulares de jurisprudencia, números monográficos … Pero lo primero exigiría el compromiso regular de alguna o algunas personas, que no resulta fácil. Y lo segundo, a pesar de algún intento, no ha sido posible.

En cualquier caso (claro que podría ser una racionalización por mi parte) creo que el régimen de voluntariado y la gratuidad de las aportaciones, solo compensadas, en la medida de lo posible, con la rapidez de su publicación, no obstante algunos inconvenientes, permite que los colaboradores escriban por convicción y de lo que más les interesa, lo que no deja de ser un valor. Claro que esto tiene el inconveniente de que en ocasiones hayamos estado en números rojos hasta casi el momento de la entrega de los originales a fotocomposición. Pero, afortunadamente, al fin sin consecuencias, porque solo en un caso, en la historia de la revista, hubo que acudir al recurso de hacer un número doble.  

Reproducimos a continuación algunos comentarios sobre la excelsa obra de Perfecto Andrés Ibañez, «Tercero en Discordia», que aparecen en el Blog de la editorial, obra que desde AUSAJ recomendamos encarecidamente a nuestros lectores, editado por Editorial Trotta 

Tercero en discordia es el producto de las reflexiones, prolongadas durante más de 40 años de ejercicio profesional, del Magistrado del Tribunal Supremo Perfecto Andrés Ibáñez sobre el papel del juez en el sistema político. El título constituye la clave de lectura de los 19 capítulos que componen el libro en los que aborda diversos aspectos y dimensiones de una cuestión que, inevitablemente, alude a otra: ¿sobre qué base político-jurídica queremos construir nuestra vida en común?, y que encuentra una respuesta provisional, pues nunca hay puntos de llegada sino horizontes, en el estado constitucional de derecho. 

Andrés Ibáñez construye un rico marco conceptual que ha fundamentado, y sigue haciéndolo, no sólo los discursos ilustrados sobre la función jurisdiccional, sino también los actos en que se traducen dichos discursos. Para ello parte de una concepción de ajenidad no equivalente a la impostada neutralidad del dependiente juez burócrata nacido de la codificación, que requiere, como condición de aplicación,  de una defensa cerrada de los valores constitucionales que ha de tutelar. En la elaboración de dicho marco, el autor enriquece la reflexión garantista de Ferrajoli mediante el análisis concreto de aspectos tales como la organización y gobierno del Poder Judicial, el estatuto del juez, la naturaleza de la función judicial en la aplicación de la ley y en la determinación de los hechos o el significado de las garantías en el proceso. Análisis para los que se sirve de sus profundos conocimientos teóricos y de su dilatada experiencia profesional en la sucesiva cadena de instancias judiciales, en el Consejo General del Poder Judicial y en el movimiento asociativo judicial.

Si el factor cultural es central en todo proceso social de implantación o cambio de modelo, no cabe duda de que este libro es, en sentido fuerte, (el autor lo es ya) un clásico, un crisol en el que cristaliza toda la reflexión del constitucionalismo de postguerra sobre el valor de la Constitución, el papel del juez y su legitimidad en las sociedades democráticas. En tiempos convulsos, como los actuales, de rupturas o profundas reformas constituye, sin duda, un aporte imprescindible al universo de referencias compartidas.

José Luis Ramírez Ortiz, Magistrado, Audiencia Provincial Barcelona

 

Tercero en discordia sitúa al Derecho en la misma experiencia en que surgieron las matemáticas, la física, la filosofía, la ética; y desarrolla una teoría de la jurisdicción more geometrico. El episodio entre Sócrates y Menón es ilustrativo del trasunto de este libro. Sócrates demostró, ante los ojos atónitos del ciudadano Menón, que sí es posible conocer a través de un esclavo, absolutamente ignorante, que había sabido deducir el teorema de Pitágoras. Menón no tiene más remedio que “estar de acuerdo con él” en cómo se construye un cuadrado doble que otro. He aquí que frente a la geometría, espartanos y atenienses, griegos y persas, negros y blancos, hombres y mujeres, todos eran ”iguales” para la “razón”. Incluso el más pobre de los esclavos puede hablar con una “autoridad” superior a la de sus amos si deduce el teorema de Pitágoras. Y de este modo, es como si la razón nos anunciara una tierra nueva en la que los esclavos y los amos, los hombres y las mujeres, los vencidos y los derrotados son todos iguales. En la perplejidad ante esta extraña “patria de todos y de nadie” está en el origen del propio Derecho.                                                    

Se puede decir que, desde que nació en Grecia la filosofía, se vislumbró la posibilidad de hacer leyes universales, leyes que no convinieran solo a Atenas o a Esparta o a Grecia o a Persia, sino leyes que fueran buenas para toda la humanidad, con las que ni las mujeres, ni las razas, ni los extranjeros pudieran ser sojuzgados. Y la “democracia constitucional” es la herencia de ese proyecto político. Se trata de otorgar a la razón el derecho de legislar. Así pues, la perplejidad inicial ante esa tierra “de nadie y de todos” se convirtió de pronto, con las revoluciones modernas, en un proyecto político que defendía el protagonismo de la razón. Se trata del proyecto político de la “división de poderes”. Lo que se comienza por exigir es que nadie pueda imponer como ley los requerimientos de su raza, su color, su sexo, su patria, su idioma o su religión. Mucho menos imponer como ley lo que no son más que sus intereses sociales, económicos o políticos. La ley tiene que surgir de un espacio que se define por un sin fin de negaciones. “Que gobiernen los filósofos” resultó ser, así pues, algo así como que no gobierne nadie: que gobiernen las leyes, no los hombres. Esta es la idea misma de la división de poderes: nadie tiene derecho a ocupar el lugar de las leyes. Y si alguien está ahí, sentado en el lugar de las leyes, entonces es que es un rey o un dictador. “Que no haya nadie ocupando el lugar de las leyes” es la seña identidad de cualquier democracia constitucional, ni siquiera “el pueblo”, mediante un plebiscito o una masiva movilización popular, podría ocupar el lugar de las leyes. Ni los jueces con sus sentencias. Es el principal de los “artilugios constitucionales” que tiene el sentido de separar a los pueblos de sí mismos, para que las leyes no sean, sencillamente, su identidad tribal o colectiva. Para que no sean tampoco, simplemente, la voluntad de la mayoría. La democracia también tiene que someterse a la razón.

Lean el libro de Perfecto Andrés Ibáñez, en la mejor tradición de los Cordero, Calamandrei, etc…, que nos muestra como es preciso actuar independientemente de que seamos espartanos, atenienses, persas, mujeres, hombres, blancos, negros.

José Joaquín Pérez Beneyto, magistrado de lo Social en Sevilla

 

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IMAGEN PORTADA:  Tercero en discordia: el papel del los jueces en el estado constitucional (Tercero en discordia, de Perfecto Andrés Ibáñez; Trotta editorial, 2015).

 

 

 

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