CONSTITUCIONALISMO

Por Jesús Díaz Formoso

             Ni el derecho, ni las Constituciones, poseen otro significado que el de definir un marco de convivencia social. Y no podemos pretender que esa convivencia social permanezca estática. Es siempre DINÁMICA; se construye cada día, se innova y adapta en cada momento a la realidad social.

De la misma manera, el contenido de los Derechos Fundamentales tampoco es estático, sino que se encuentra siempre en movimiento; movimiento generado por la tensión entre fuerzas contrapuestas.

Cuando esas fuerzas apuntan, cada una, en su propia dirección, el Derecho impide -o eso intenta- que la sociedad se hunda en el caos. Y, en cada momento, predominará la fuerza dotada de mayor organización. Es la realidad.

En un mundo de ficción, regido por el «deber ser», parecería sencillo (o al menos factible) alcanzar una convivencia social «estática», regida por principios inmutables de orden constitucional. Sin embargo, en el mundo real, el «deber ser» no puede resultar ajeno a las tensiones creadoras de ese dinamismo constructor de la realidad inmediata.

El Derecho es acción. Es la acción del aplicador del derecho. Es la acción del ciudadano, sujeto/objeto de Derecho. Es una obra inmensa, siempre en construcción.

Por ello, el estudio del Derecho vigente, requiere el análisis de la realidad del momento histórico vivido. Será esa realidad la que, en cada instante, determine el estado de la convivencia social, y consecuentemente, el campo de actuación del Derecho y su dinámica.

A muchos no nos complace la realidad que nos ha tocado vivir. Por eso hemos de actuar para cambiarla, para mejorarla. Pero para ello, no podemos colocarnos en un plano ideal, abstracto, intangible. Al contrario, hay que situarse dentro de la realidad. Hay que enfrentarse a ella. Por duro que sea.

Y la realidad, muestra la decadencia de los Derechos Humanos. Muestra la vigencia/emergencia de nuevos valores. Valores individuales, insolidarios y egoístas. Nuevos valores sobre los que esta siendo construida la realidad. Y, consecuentemente, el Derecho, organizador de la convivencia social.

Son esos nuevos valores individuales, egoístas e insolidarios, los que están siendo incorporados a nuestra esfera jurídica. Y el Derecho los reconoce y hace suyos, «estatalizándolos». Por medio de la acción legislativa, ejecutiva y judicial.

Percibo que, en nuestra lucha por los Derechos Fundamentales, nos centramos en lo «individual», en un egoísta «que hay de lo mío». Esa dispersión genera la desactivación de la fuerza que es propia de todo grupo cohesionado. La dispersa y debilita.

No construiremos un mundo mejor centrándonos en nuestros propios intereses. Al contrario, profundizaremos en la consolidación del egoísmo individualista como director de la organización de la convivencia, siempre «en movimiento», siempre dinámica.

No se trata de defender nuestros derechos fundamentales, sino de defender Los Derechos Fundamentales. Con abstracción de nuestros propios problemas. Con solidaridad, que siempre es para con los demás. De otra forma, confundiremos solidaridad con egoísmo.

Y eso lo ha percibido magníficamente la Opinión Pública. Aunque a muchos nos duela reconocerlo. Por eso, la respuesta de los ciudadanos ante las agresiones de que son objeto los Derechos de «otros», es de inhibición («no es mi problema»).

La jurisprudencia de nuestros Tribunales de Justicia, como no podía ser de otra manera, ha venido haciendo suyos los postulados de esta nueva organización social, basada, insisto, en el egoísmo individualista, en la insolidaridad; en la feroz competencia entre individuos, que buscan, cada uno, la satisfacción de sus propios intereses.

 Y es esta situación la que impide la unión, de la que habría de surgir la fuerza, la potencia constructora de una realidad «justa».

 En efecto, tal unión, basada en la individualidad de sus miembros, no puede tener como resultado una mayor potencia del grupo. Para ello es necesario que esa unión sea coincidente en su dirección, pues solo así las fuerzas individuales se suman para alcanzar una superior potencia.

 Cuando, como es el caso, las fuerzas individuales tienen distintas direcciones, en lugar de sumarse unas a otras, se anulan entre sí; se disminuyen mutuamente.

 ¿Cual es la acción que puede dar coherencia, unidad y potencia a nuestros intereses individuales? Evidentemente, solo puede serlo la acción Solidaria.

 Pero, ¿somos capaces de emprender esa acción solidaria? ¿Somos capaces de sacrificar a ella nuestros intereses individuales? Si no lo somos, nuestros esfuerzos, por grandes que puedan llegar a ser, están destinados al fracaso. Y ese fracaso, nos lleva a la decepción. Y nos hace impotentes. 

Infelices.

 ¿Queremos construir ese mundo basado en valores solidarios? Y, si es así, ¿que estamos dispuestos a sacrificar a tan noble causa? ¿Tenemos la humildad que la consecución de tan elevados fines exige? ¿O, en realidad nuestros deseos de una sociedad más justa solo son fruto de la vanidad?

 ¿Estamos dispuestos a poner nuestra potencia al servicio de todos, renunciando a dar satisfacción a nuestros deseos individuales? Si no es así, todos los esfuerzos serán inútiles. El Derecho seguirá construyéndose sobre la insolidaridad y el egoísmo.