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CAUSAS DE LA FELICIDAD: (LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD, de Bertrand Russell – 1930): «¿Es todavía posible la felicidad?», «Intereses no personales», «Esfuerzo y resignación» y «El hombre feliz».

CAUSAS DE LA FELICIDAD

CAUSAS DE LA INFELICIDAD: (LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD, de Bertrand Russell – 1930): «¿Qué hace desgraciada a la gente?», «Competencia», «Envidia» y «Miedo a la opinión pública»

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LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD, por Bertrand Russell

CAUSAS DE LA FELICIDAD

 

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¿Es todavía posible la felicidad?

CAUSAS DE LA FELICIDAD

 

Hasta ahora hemos hablado del hombre desdichado; nos toca ahora la más agradable tarea de considerar al hombre feliz. Las conversaciones y los libros de algunos de mis amigos casi me han hecho llegar a la conclusión de que la felicidad en el mundo moderno es ya imposible. Sin embargo, he comprobado que esa opinión tiende a desintegrarse ante la introspección, los viajes al extranjero y las conversaciones con mi jardinero. Ya he comentado en un capítulo anterior la infelicidad de mis amigos literatos; en este capítulo me propongo pasar revista a la gente feliz que he conocido a lo largo de mi vida.

Existen dos clases de felicidad, aunque, naturalmente, hay grados intermedios. Las dos clases a las que me refiero podrían denominarse normal y de fantasía, o animal y espiritual, o del corazón y de la cabeza. La designación que elijamos entre estas alternativas depende, por supuesto, de la tesis que se pretenda demostrar. A mí, por el momento, no me interesa demostrar ninguna, sino simplemente describir. Posiblemente, el modo más sencillo de describir las diferencias entre las dos clases de felicidad es decir que una clase está al alcance de cualquier ser humano y la otra solo pueden alcanzarla los que saben leer y escribir. Cuando yo era niño, conocí a un hombre que reventaba de felicidad y cuyo trabajo consistía en cavar pozos. Era extraordinariamente alto y tenía una musculatura increíble; no sabía leer ni escribir, y cuando en 1885 tuvo que votar para el Parlamento se enteró por primera vez de que existía dicha institución. Su felicidad no dependía de fuentes intelectuales; no se basaba en la fe en la ley natural ni en la perfectibilidad de la especie, ni en la propiedad común de los medios de producción, ni en el triunfo definitivo de los adventistas del Séptimo Día, ni en ninguno de los otros credos que los intelectuales consideran necesarios para disfrutar de la vida. Se basaba en el vigor físico, en tener trabajo suficiente y en superar obstáculos no insuperables en forma de roca. La felicidad de mi jardinero es del mismo tipo; está empeñado en una guerra perpetua contra los conejos, de los que habla exactamente igual que Scotland Yard de los bolcheviques; los considera siniestros, intrigantes y feroces, y opina que solo se les puede hacer frente aplicando una astucia igual a la de ellos. Como los héroes del Valhalla, que se pasaban todos los días cazando a cierto jabalí al que mataban todas las noches, pero que volvía milagrosamente a la vida cada mañana, mi jardinero puede matar a su enemigo un día sin el menor temor a que el enemigo haya desaparecido al día siguiente. Aunque pasa con mucho de los setenta años, trabaja todo el día y recorre en bicicleta veinticinco kilómetros para ir y volver del trabajo, pero su fuente de alegría es inagotable y son «esos conejos» los que se la proporcionan.

Pero dirán ustedes que estos goces tan simples no están al alcance de personas superiores como nosotros. ¿Qué alegría podemos experimentar declarando la guerra a unos seres tan insignificantes como los conejos? Este argumento, en mi opinión, no es válido. Un conejo es mucho más grande que un bacilo de la fiebre amarilla, y, sin embargo, una persona superior puede encontrar la felicidad en la guerra contra este último. Hay placeres exactamente similares a los de mi jardinero, en lo referente a su contenido emocional, que están al alcance de las personas más cultivadas. La diferencia que establece la educación solo se nota en las actividades que permiten obtener dichos placeres. El placer de lograr algo requiere que haya dificultades que al principio hagan dudar del triunfo, aunque al final casi siempre se consiga. Ésta es, tal vez, la principal razón de que una confianza no excesiva en nuestras propias facultades sea una fuente de felicidad. Al hombre que se subestima le sorprenden siempre sus éxitos, mientras que al hombre que se sobreestima le sorprenden con igual frecuencia sus fracasos. La primera clase de sorpresa es agradable y la segunda desagradable. Por tanto, lo más prudente es no ser excesivamente engreído, pero tampoco demasiado modesto para ser emprendedor.

Entre los sectores más cultos de la sociedad, el más feliz en estos tiempos es el de los hombres de ciencia. Muchos de los más eminentes son muy simples en el plano emocional, y su trabajo les produce una satisfacción tan profunda que son capaces de encontrar placer en la comida e incluso en el matrimonio. Los artistas y los literatos consideran de rigueur ser desgraciados en sus matrimonios, pero los hombres de ciencia, con mucha frecuencia, siguen siendo capaces de gozar de la anticuada felicidad doméstica. La razón es que los componentes superiores de su inteligencia están totalmente absortos en el trabajo y no se les permite irrumpir en regiones en que no tienen ninguna función que realizar. En su trabajo son felices porque la ciencia del mundo moderno es progresista y poderosa, y porque nadie duda de su importancia, ni ellos ni los profanos. En consecuencia, no tienen necesidad de emociones complejas, ya que las emociones más simples no encuentran obstáculos. La complejidad emocional es como la espuma de un río. La producen los obstáculos que rompen el flujo uniforme de la corriente. Pero si las energías vitales no encuentran obstáculos, no se produce ni una ondulación en la superficie, y su fuerza pasa inadvertida al que no sea observador.

En la vida del hombre de ciencia se cumplen todas las condiciones de la felicidad. Ejerce una actividad que aprovecha al máximo sus facultades y consigue resultados que no solo le parecen importantes a él, sino también al público en general,  aunque éste no entienda ni una palabra. En este aspecto es más afortunado que el artista. Cuando el público no entiende un cuadro o un poema, llega a la conclusión de que es un mal cuadro o un mal poema. Cuando no es capaz de entender la teoría de la relatividad, llega a la conclusión (acertada) de que no ha estudiado suficiente. La consecuencia es que Einstein es venerado mientras los mejores pintores se mueren de hambre en sus buhardillas, y Einstein es feliz mientras los pintores son desgraciados. Muy pocos hombres pueden ser auténticamente felices en una vida que conlleve una constante autoafirmación frente al escepticismo de las masas, a menos que puedan encerrarse en sus corrillos y se olviden del frío mundo exterior. El hombre de ciencia no tiene necesidad de corrillos, ya que todo el mundo tiene buena opinión de él excepto sus colegas. El artista, por el contrario, se encuentra en la penosa situación de tener que elegir entre ser despreciado o ser despreciable. Si su talento es de primera categoría, le pueden ocurrir una u otra de estas dos desgracias: la primera, si utiliza su talento; la segunda, si no lo utiliza. Esto no ha ocurrido siempre, ni en todas partes. Ha habido épocas en que hasta los buenos artistas, incluso siendo jóvenes, estaban bien considerados. Julio II, aunque a veces trataba mal a Miguel Ángel, nunca le consideró incapaz de pintar bien. Al millonario moderno, aunque arroje una lluvia de oro sobre artistas viejos que ya han perdido sus facultades, nunca se le pasa por la cabeza que el trabajo de éstos es tan importante como el suyo. Puede que estas circunstancias tengan algo que ver con el hecho de que los artistas sean, por regla general, menos felices que los hombres de ciencia.

Creo que hay que reconocer que los jóvenes más inteligentes de los países occidentales tienden a padecer esa clase de infelicidad que se deriva de no encontrar un trabajo adecuado para su talento. Sin embargo, no es éste el caso en los países orientales. En la actualidad, los jóvenes inteligentes son, probablemente, más felices en Rusia que en ninguna otra parte del mundo. Allí tienen oportunidad de crear un mundo nuevo, y poseen una fe ardiente en que basar lo que crean. Los viejos han sido asesinados o exiliados, o se mueren de hambre, o se los ha desinfectado de algún otro modo para que no puedan obligar a los jóvenes, como se hace en todo país occidental, a elegir entre hacer daño y no hacer nada. Al occidental sofisticado, la fe del joven ruso le puede parecer tosca, pero ¿qué se puede decir en contra de ella? Es cierto que está creando un mundo nuevo; el nuevo mundo es de su agrado; casi con seguridad, el nuevo mundo, una vez creado, hará al ruso medio más feliz de lo que era antes de la Revolución. Tal vez no sea un mundo en que pueda ser feliz un sofisticado intelectual de Occidente, pero el sofisticado intelectual de Occidente no tiene que vivir en él. Por tanto, según todos los criterios pragmáticos, la fe de la joven Rusia está justificada, y condenarla diciendo que es tosca carece de justificación, excepto en el plano teórico.

En India, China y Japón, las circunstancias exteriores de carácter político interfieren con la felicidad de la joven intelligentsia, pero no existen obstáculos internos como los que existen en Occidente. Hay actividades que a los jóvenes les parecen importantes, y si dichas actividades se hacen bien, los jóvenes son felices. Sienten que tienen que desempeñar un importante papel en la vida de la nación, y tienen objetivos que, aunque son difíciles, no son imposibles de llevar a cabo. El cinismo que tan frecuentemente observamos en los jóvenes occidentales con estudios superiores es el resultado de la combinación de la comodidad con la impotencia. La impotencia le hace a uno sentir que no vale la pena hacer nada, y la comodidad hace soportable el dolor que causa esa sensación. En todo el Oriente, el estudiante universitario confía en poder influir en la opinión pública mucho más que sus equivalentes del Occidente moderno, pero tiene muchas menos posibilidades que estos de asegurarse unos ingresos elevados. Al no sentirse ni impotente ni acomodado, se convierte en un reformista o en un revolucionario, pero no en un cínico. La felicidad del reformista o del revolucionario depende del curso que tomen los asuntos públicos, pero lo más probable es que, incluso cuando le están ejecutando, goce de más felicidad real que el cínico acomodado. Me acuerdo de un joven chino que visitó mi escuela con la intención de fundar una similar en una zona reaccionaria de China. Suponía que por ello le cortarían la cabeza, pero no obstante disfrutaba de una tranquila felicidad que yo no pude menos que envidiar.

Sin embargo, no pretendo insinuar que estas modalidades de felicidad de altos vuelos sean las únicas posibles. De hecho, solo son accesibles para una minoría, ya que requieren un tipo de capacidad y una amplitud de intereses que no pueden ser muy comunes. No solo los científicos eminentes obtienen placer de su trabajo, ni solo los grandes estadistas obtienen placer defendiendo una causa. El placer del trabajo está al alcance de cualquiera que pueda desarrollar una habilidad especializada, siempre que obtenga satisfacción del ejercicio de su habilidad sin exigir el aplauso del mundo entero. Conocí a un hombre que había perdido el movimiento de ambas piernas siendo muy joven, y aun así vivió una larga vida de serena felicidad escribiendo una obra en cinco tomos sobre las plagas de las rosas; según tengo entendido, era el principal experto en este campo. No he tenido ocasión de conocer a muchos conchólogos, pero, a juzgar por los que he conocido, el estudio de las conchas produce grandes satisfacciones a quienes lo practican. Conocí a un hombre que era el mejor cajista del mundo, y siempre estaba solicitado por todos los que se dedicaban a inventar tipos artísticos; su satisfacción no se debía al genuino respeto que le tenían personas que no concedían fácilmente su respeto, sino al placer que le producía ejercer su oficio, un placer no muy diferente del que los buenos bailarines obtienen de la danza. También he conocido cajistas especializados en componer tipos matemáticos, escritura nestoriana, o cuneiforme, o cualquier otra cosa fuera de lo normal y difícil. No llegué a saber si aquellos hombres eran felices en su vida privada, pero en sus horas de trabajo sus instintos constructivos se veían plenamente gratificados.

Se oye decir con frecuencia que en esta época de maquinismo hay menos oportunidades que antes para que el artesano se deleite en su trabajo especializado. No estoy nada seguro de que esto sea cierto; es verdad que en la actualidad el trabajador especializado trabaja en cosas muy diferentes de las que ocupaban la atención de los gremios medievales, pero sigue siendo muy importante e imprescindible en la economía maquinista. Hay personas que construyen instrumentos científicos y máquinas delicadas, hay diseñadores, mecánicos de aviación, conductores y otras muchas personas que tienen un oficio en el que pueden desarrollar una habilidad casi hasta sus últimos límites. Por lo que he podido observar, el trabajador agrícola y el campesino de las sociedades relativamente primitivas no son tan felices como un conductor o un maquinista. Es cierto que el trabajo del campesino que cultiva su propia tierra es variado: ara, siembra, cosecha. Pero está a merced de los elementos y es muy consciente de esta dependencia, mientras que el hombre que maneja un mecanismo moderno es consciente de su poder y llega a tener la sensación de que el hombre es el amo, no el esclavo, de las fuerzas naturales. Por supuesto, es cierto que no tiene nada de interesante el trabajo de la gran masa de obreros que se limitan a atender máquinas, repitiendo una y otra vez alguna operación mecánica con la menor variación posible. Pero cuanto menos interesante sea un trabajo, más probable es que acabe haciéndolo una máquina. El objetivo último de la producción maquinista —del que hay que decir que aún estamos muy lejos— es un sistema en el que las máquinas hagan todo lo que carezca de interés, reservando a los seres humanos para las tareas que suponen variedad e iniciativa. En un mundo así, el trabajo sería menos aburrido y menos deprimente que nunca desde la aparición de la agricultura. Al dedicarse a la agricultura, la humanidad decidió someterse a la monotonía y el tedio a cambio de disminuir el riesgo de morirse de hambre. Cuando los hombres obtenían su alimento mediante la caza, el trabajo era un gozo, como demuestra el hecho de que los ricos aún practiquen esta actividad ancestral por pura diversión. Pero con la introducción de la agricultura, la humanidad comenzó un largo período de mediocridad, miseria y locura, del que solo ahora empieza a liberarse gracias a la benéfica intervención de las máquinas. Queda muy bien que los sentimentales hablen del contacto con la tierra y de la madura sabiduría de los campesinos filósofos de Hardy; pero los jóvenes nacidos en el campo no piensan más que en encontrar trabajo en las ciudades para escapar de la opresión del viento y la lluvia y cambiar la soledad de las oscuras noches de invierno por el ambiente humano y tranquilizador de la fábrica y el cine. La camaradería y la cooperación son elementos imprescindibles de la felicidad del hombre normal, y son mucho más fáciles de encontrar en la industria que en la agricultura.

Para un gran número de personas, creer en una causa es una fuente de felicidad. No estoy pensando solo en los revolucionarios, socialistas, nacionalistas de países oprimidos y similares; pienso también en otras muchas creencias de tipo más humilde. He conocido personas que creían que los ingleses eran las diez tribus perdidas de Israel, y casi invariablemente eran felices; y la felicidad no tenía límites para los que creían que los ingleses proceden solamente de las tribus de Efraím y Manases. No estoy sugiriendo que el lector adopte estas creencias, ya que no puedo abogar por una felicidad basada en lo que a mí me parece una creencia falsa. Por la misma razón, me abstengo de recomendar al lector que crea que los humanos deberían alimentarse exclusivamente de frutos secos, aunque, según tengo observado, esta creencia garantiza invariablemente una felicidad perfecta. Pero es fácil encontrar alguna causa que no sea tan fantástica, y los que sientan un interés auténtico por dicha causa habrán encontrado ocupación para su tiempo libre y un antídoto infalible contra la sensación de que la vida es algo vacío.

No muy diferente de la devoción a causas menores es dejarse absorber por una afición. Uno de los matemáticos más eminentes de nuestra época reparte su tiempo a partes iguales entre las matemáticas y el coleccionismo de sellos. Supongo que los sellos le sirven de consuelo cuando no logra hacer progresos en matemáticas. La dificultad de demostrar proposiciones en teoría numérica no es la única tribulación que se puede curar coleccionando sellos, ni son los sellos lo único que se puede coleccionar. Qué vastos campos de éxtasis se abren a la imaginación cuando uno piensa en porcelana antigua, cajas de rapé, monedas romanas, puntas de flecha y utensilios de sílex. Claro que muchos de nosotros somos demasiado «superiores» para estos placeres sencillos. Todos hemos experimentado con ellos de chicos, pero por alguna razón los hemos juzgado indignos de un hombre hecho y derecho. Esto es un completo error; todo placer que no perjudique a otras personas tiene su valor. Yo, por ejemplo, colecciono ríos: me produce placer haber bajado por el Volga y subido por el Yangtsé, y lamento mucho no haber visto aún el Amazonas ni el Orinoco. Por simples que sean estas emociones, no me avergüenzo de ellas. Pensemos también en el gozo apasionado del aficionado al béisbol: lee los periódicos con avidez y se emociona oyendo la radio. Me acuerdo de cuando conocí a uno de los principales literatos de Estados Unidos, un hombre que, a juzgar por sus libros, yo suponía consumido por la melancolía. Pero dio la casualidad de que en aquel momento la radio estaba informando de los resultados más importantes de la liga de béisbol; el hombre se olvidó de mí, de la literatura y de todas las demás penalidades de nuestra vida sublunar, y chilló de alegría porque había ganado su equipo. Desde aquel día, he podido leer sus libros sin sentirme deprimido por las desgracias que les ocurren a sus personajes.

Sin embargo, en muchos casos, tal vez en la mayoría, las aficiones no son una fuente de felicidad básica sino un medio de escapar de la realidad, de olvidar por el momento algún dolor demasiado difícil de afrontar. La felicidad básica depende sobre todo de lo que podríamos llamar un interés amistoso por las personas y las cosas.

El interés amistoso por las personas es una modalidad de afecto, pero no del tipo posesivo, que siempre busca una respuesta empática. Esta última modalidad es, con mucha frecuencia, una causa de infelicidad. La que contribuye a la felicidad es la de aquél a quien le gusta observar a la gente y encuentra placer en sus rasgos individuales, sin poner trabas a los intereses y placeres de las personas con que entra en contacto, y sin pretender adquirir poder sobre ellas ni ganarse su admiración entusiasta. La persona con este tipo de actitud hacia los demás será una fuente de felicidad y un recipiente de amabilidad recíproca. Su relación con los demás, sea ligera o profunda, satisfará sus intereses y sus afectos; no se amargará a causa de la ingratitud, ya que casi nunca la sufrirá, y, cuando la sufra, no lo notará. Las mismas idiosincrasias que a otro le pondrían nervioso hasta la exasperación serán para él una fuente de serena diversión. Obtendrá sin esfuerzo resultados que para otros serán inalcanzables por mucho que se esfuercen. Como es feliz por sí mismo, será una compañía agradable, y esto a su vez aumentará su felicidad. Pero todo esto tiene que ser auténtico; no debe basarse en el concepto de sacrificio inspirado por el sentido del deber. El sentido del deber es útil en el trabajo, pero ofensivo en las relaciones personales. La gente quiere gustar a los demás, no ser soportada con paciente resignación. El que te gusten muchas personas de manera espontánea y sin esfuerzo es, posiblemente, la mayor de todas las fuentes de felicidad personal.

En el párrafo anterior he mencionado también lo que yo llamo interés amistoso por las cosas. Puede que esta frase parezca forzada; se podría decir que es imposible sentir amistad por las cosas. No obstante, existe algo análogo a la amistad en el tipo de interés que un geólogo siente por las rocas o un arqueólogo por las ruinas, y este interés debería formar parte de nuestra actitud hacia los individuos o las sociedades. Uno puede sentir por ciertas cosas un interés que no es amistoso sino hostil. Es posible que un hombre se dedique a reunir datos sobre los hábitats de las arañas porque odia a las arañas y querría vivir donde no las hubiera. Este tipo de interés no proporciona la misma satisfacción que el que obtiene el geólogo de sus rocas. El interés por cosas impersonales, aunque pueda tener menos valor como ingrediente de la felicidad cotidiana que la actitud amistosa hacia el prójimo, es, no obstante, muy importante. El mundo es muy grande y nuestras facultades son limitadas. Si toda nuestra felicidad depende exclusivamente de nuestras circunstancias personales, lo más probable es que le pidamos a la vida más de lo que puede darnos. Y pedir demasiado es el método más seguro de conseguir menos de lo que sería posible. La persona capaz de olvidar sus preocupaciones gracias a un interés genuino por, pongamos por ejemplo, el Concilio de Trento o el ciclo vital de las estrellas, descubrirá que al regresar de su excursión al mundo impersonal ha adquirido un aplomo y una calma que le permiten afrontar sus problemas de la mejor manera, y mientras tanto habrá experimentado una felicidad auténtica, aunque pasajera.

El secreto de la felicidad es éste: que tus intereses sean lo más amplios posible y que tus reacciones a las cosas y personas que te interesan sean, en la medida de lo posible, amistosas y no hostiles.

En los capítulos siguientes ampliaremos este examen preliminar de las posibilidades de felicidad, y propondremos maneras de escapar de las fuentes psicológicas de infelicidad.

 

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-XV-

Intereses no personales

Bertrand Russell, ceremonia de entrega del Premio nobel literatura

 

Lo que me propongo considerar en este capítulo no son los grandes intereses en torno a los cuales se construye la vida de un hombre, sino esos intereses menores con que ocupa su tiempo libre y que le relajan de las tensiones de sus preocupaciones más serias. En la vida del hombre corriente, los temas que ocupan la mayor parte de sus pensamientos ansiosos y serios son su esposa y sus hijos, su trabajo y su situación económica. Aunque tenga aventuras amorosas extramatrimoniales, probablemente no le importan tanto como sus posibles efectos sobre su vida familiar. Los intereses que guardan relación con el trabajo no los consideraré por ahora como intereses no personales. Un hombre de ciencia, por ejemplo, tiene que mantenerse al corriente de las investigaciones que se hacen en su campo. Sus sentimientos hacia estas investigaciones poseen el calor y la intensidad propios de algo íntimamente relacionado con su carrera; pero si lee sobre investigaciones en otra ciencia que no tenga relación con su especialidad, lo leerá con una actitud totalmente distinta, no profesional, con menos espíritu crítico, más desinteresadamente. Aunque tenga que usar el cerebro para seguir lo que se dice, esta lectura le sirve de relajación, porque no está relacionada con sus responsabilidades. Si el libro le interesa, su interés es impersonal, en un sentido que no se puede aplicar a los libros que tratan de su especialidad. De estos intereses que se salen de las actividades principales de la vida es de lo que quiero hablar en el presente capítulo.

Una de las fuentes de infelicidad, fatiga y tensión nerviosa es la incapacidad para interesarse por cosas que no tengan importancia práctica en la vida de uno. El resultado es que la mente consciente no descansa, siempre ocupada en un pequeño número de asuntos, cada uno de los cuales supone probablemente algo de ansiedad y cierto grado de preocupación. Excepto durante el sueño, nunca se le permite a la mente consciente quedar en barbecho para que los pensamientos subconscientes maduren poco a poco su sabiduría. Esto provoca excitabilidad, falta de sagacidad, irritabilidad y pérdida del sentido de la proporción. Todo lo cual es, a la vez, causa y efecto de la fatiga. Cuanto más fatigado está uno, menos le interesan las cosas exteriores; y al disminuir el interés disminuye también el alivio que antes proporcionaban esas cosas, y uno se siente aún más cansado. Este círculo vicioso solo puede conducir al derrumbamiento nervioso. Los intereses exteriores resultan sosegantes porque no exigen ninguna acción. Tomar decisiones y realizar actos de voluntad son cosas muy fatigosas, sobre todo si hay que hacerlo con prisas y sin la ayuda del subconsciente. Tienen mucha razón los que dicen que las decisiones importantes hay que «consultarlas con la almohada». Pero no solo durante el sueño pueden funcionar los procesos mentales subconscientes. También pueden funcionar mientras la mente consciente está ocupada en otra cosa. La persona capaz de olvidarse de su trabajo al terminar la jornada y no volverse a acordar hasta que empieza el día siguiente, seguramente hará su trabajo mucho mejor que el que se sigue preocupando durante las horas intermedias. Y resulta mucho más fácil olvidarse del trabajo cuando conviene olvidarlo si uno tiene muchas más cosas que le interesen, aparte del trabajo. Sin embargo, es imprescindible que estos intereses no exijan aplicar las mismas facultades que han quedado agotadas por la jornada laboral. No deben exigir fuerza de voluntad y decisiones rápidas, no deben tener implicaciones económicas, como ocurre con el juego, y en general no deben ser tan excitantes que provoquen fatiga emocional y preocupen al subconsciente, además de a la mente consciente.

Hay muchos entretenimientos que cumplen estas condiciones. Los espectáculos deportivos, el teatro, el golf, son irreprochables desde este punto de vista. Si uno es aficionado a los libros, la lectura no relacionada con su actividad profesional le resultará muy satisfactoria. Por muy importantes que sean nuestras preocupaciones, no hay que pensar en ellas durante todas las horas de vigilia.

En este aspecto, existe una gran diferencia entre hombres y mujeres. En general, a los hombres les resulta mucho más fácil olvidarse de su trabajo que a las mujeres. En el caso de mujeres cuyo trabajo es el hogar, esto es natural, ya que no cambian de sitio como los hombres que en cuanto salen de la oficina varían de humor. Pero, si no me equivoco, las mujeres que trabajan fuera de casa son tan diferentes de los hombres en este aspecto como las que trabajan en casa. Les resulta muy difícil interesarse en algo que no tenga importancia práctica para ellas. Sus propósitos dirigen sus pensamientos y sus actividades, y casi nunca se dejan absorber por un interés totalmente intrascendente. Naturalmente, no niego que existan excepciones, pero estoy hablando de lo que me parece la norma general. En un colegio femenino, por ejemplo, las profesoras, si no hay ningún hombre delante, siguen hablando de sus clases por la noche, mientras que en un colegio masculino esto no ocurre. A las mujeres les parece que esto demuestra que son más concienzudas que los hombres, pero no creo que a largo plazo esto mejore la calidad de su trabajo. Más bien tiende a producir cierta estrechez de miras que con mucha frecuencia conduce a una especie de fanatismo.

Todos los intereses impersonales, aparte de su importancia como factor de relajación, tienen otras ventajas. Para empezar, ayudan a mantener el sentido de la proporción. Es muy fácil dejarse absorber por nuestros propios proyectos, nuestro círculo de relaciones, nuestro tipo de trabajo, hasta el punto de olvidar que todo ello constituye una parte mínima de la actividad humana total, y que a la mayor parte del mundo no le afecta nada lo que nosotros hacemos. Puede que se pregunten ustedes: ¿y por qué hay que acordarse de esto? Tengo varias respuestas. En primer lugar, es bueno tener una imagen del mundo tan completa como nos permitan nuestras actividades necesarias. Ninguno de nosotros va a estar mucho tiempo en este mundo, y cada uno, durante los pocos años que dure su vida, tiene que aprender todo lo que va a saber sobre este extraño planeta y su posición en el universo. Desaprovechar las oportunidades de conocimiento, por imperfectas que sean, es como ir al teatro y no escuchar la obra. El mundo está lleno de cosas, cosas trágicas o cómicas, heroicas, extravagantes o sorprendentes, y los que no encuentran interés en el espectáculo están renunciando a uno de los privilegios que nos ofrece la vida.

Por otra parte, el sentido de la proporción resulta muy útil y a veces muy consolador. Todos tenemos tendencia a excitarnos exageradamente, preocuparnos exageradamente, dejarnos impresionar exageradamente por la importancia del pequeño rincón del mundo en que vivimos, y del pequeño espacio de tiempo comprendido entre nuestro nacimiento y nuestra muerte. Toda esta excitación y sobrevaloración de nuestra propia importancia no tiene nada de bueno. Es cierto que puede hacernos trabajar más, pero no nos hará trabajar mejor. Es preferible poco trabajo con buen resultado a mucho trabajo con mal resultado, aunque no piensen así los apóstoles de la vida hiperactiva. Los que se preocupan mucho por su trabajo están en constante peligro de caer en el fanatismo, que consiste básicamente en recordar una o dos cosas deseables, olvidándose de todas las demás, y suponer que cualquier daño incidental que se cause tratando de conseguir esas cosas carece de importancia. No existe mejor profiláctico contra este temperamento fanático que un concepto amplio de la vida humana y su posición en el universo. Puede parecer que estamos invocando un concepto demasiado grande para la ocasión, pero aparte de esta aplicación particular, es algo que tiene un gran valor por sí mismo.

Uno de los defectos de la educación superior moderna es que se ha convertido en un puro entrenamiento para adquirir ciertas habilidades y cada vez se preocupa menos de ensanchar la mente y el corazón mediante el examen imparcial del mundo. Supongamos que estamos metidos en una campaña política y trabajamos con todas nuestras fuerzas por la victoria de nuestro partido. Hasta aquí, bien. Pero a lo largo de la campaña puede ocurrir que se presente alguna oportunidad de victoria que conlleve utilizar métodos calculados para fomentar el odio, la violencia y la desconfianza. Por ejemplo, se nos puede ocurrir que la mejor táctica para ganar sea insultar a una nación extranjera. Si nuestro alcance mental solo abarca el presente, o si hemos asimilado la doctrina de que lo único que importa es lo que se llama eficiencia, adoptaremos esos métodos tan turbios. Puede que gracias a ellos logremos nuestros propósitos inmediatos, pero las consecuencias a largo plazo pueden ser desastrosas. En cambio, si nuestro bagaje mental incluye las épocas pasadas de la humanidad, su lenta y parcial salida de la barbarie y la brevedad de toda su historia en comparación con los períodos astronómicos, si estas ideas han moldeado nuestros sentimientos habituales, nos daremos cuenta de que la batalla momentánea en que estamos empeñados no puede ser tan importante como para arriesgarse a dar un paso atrás, retrocediendo hacia las tinieblas de las que tan lentamente hemos ido saliendo. Es más: si salimos derrotados en nuestro objetivo inmediato, nos servirá de sostén ese mismo sentido de lo momentáneo que nos hizo rechazar el uso de métodos degradantes. Más allá de nuestras actividades inmediatas, tendremos objetivos a largo plazo, que irán cobrando forma poco a poco, en los que uno no será un individuo aislado sino parte del gran ejército de los que han guiado a la humanidad hacia una existencia civilizada. A quien haya adoptado este modo de pensar no le abandonará nunca cierta felicidad de fondo, sea cual fuere su suerte personal. La vida se convertirá en una comunión con los grandes de todas las épocas, y la muerte personal no será más que un incidente sin importancia.

Si yo tuviera poder para organizar la educación superior como yo creo que debería ser, procuraría sustituir las viejas religiones ortodoxas (que atraen a muy pocos jóvenes, y siempre a los menos inteligentes y más oscurantistas) por algo que tal vez no se podría llamar religión, ya que se trata simplemente de centrar la atención en hechos bien comprobados. Procuraría que los jóvenes adquirieran viva conciencia del pasado, que se hicieran plenamente conscientes de que el futuro de la humanidad será, casi con toda seguridad, incomparablemente más largo que su pasado, y que también adquirieran plena conciencia de lo minúsculo que es el planeta en que vivimos, y de que la vida en este planeta es solo un incidente pasajero. Y junto a estos hechos, que insisten en la insignificancia del individuo, les presentaría otro conjunto de hechos diseñados para grabar en la mente de los jóvenes la grandeza de que es capaz el individuo, y el convencimiento de que en toda la profundidad del espacio estelar no se conoce nada que tenga tanto valor. Hace mucho tiempo, Spinoza escribió sobre la esclavitud y la libertad; debido a su estilo y su lenguaje, sus ideas son de difícil acceso, salvo para los estudiantes de filosofía, pero lo que yo quiero decir se diferencia muy poco de lo que él dijo.

Una persona que haya percibido lo que es la grandeza de alma, aunque sea temporal y brevemente, ya no puede ser feliz si se deja convertir en un ser mezquino, egoísta, atormentado por molestias triviales, con miedo a lo que pueda depararle el destino. La persona capaz de la grandeza de alma abrirá de par en par las ventanas de su mente, dejando que penetren libremente en ella los vientos de todas las partes del universo. Se verá a sí mismo, verá la vida y verá el mundo con toda la verdad que nuestras limitaciones humanas permitan; dándose cuenta de la brevedad e insignificancia de la vida humana, comprenderá también que en las mentes individuales está concentrado todo lo valioso que existe en el universo conocido. Y comprobará que aquél cuya mente es un espejo del mundo llega a ser, en cierto sentido, tan grande como el mundo. Experimentará una profunda alegría al emanciparse de los miedos que agobian al esclavo de las circunstancias, y seguirá siendo feliz en el fondo a pesar de todas las vicisitudes de su vida exterior.

Dejando estas elevadas especulaciones y volviendo a nuestro tema más inmediato, que es la importancia de los intereses no personales, hay otro aspecto que los convierte en una gran ayuda para lograr la felicidad. Hasta en las vidas más afortunadas hay momentos en que las cosas van mal. Pocos hombres, exceptuando los solteros, no se habrán peleado nunca con sus esposas; pocos padres no habrán pasado momentos de gran angustia por las enfermedades de sus hijos; pocos hombres de negocios se habrán librado de períodos de inseguridad económica; pocos profesionales no habrán vivido épocas en que el fracaso los miraba a los ojos. En esas ocasiones, la capacidad de interesarse en algo sin relación con la causa de ansiedad representa una ventaja enorme. En esos momentos en que, a pesar de la angustia, no se puede hacer nada de inmediato, algunos juegan al ajedrez, otros leen novelas policíacas, otros se dedican a la astronomía popular y otros se consuelan leyendo acerca de la excavaciones en Ur, Caldea. Todos ellos hacen bien; en cambio, el que no hace nada para distraer la mente y permite que sus preocupaciones adquieran absoluto dominio sobre él, se porta como un insensato y pier de capacidad para afrontar sus problemas cuando llegue el momento de actuar. Se puede aplicar una consideración similar a las desgracias irreparables, como la muerte de una persona muy querida. No conviene dejarse hundir en la pena. El dolor es inevitable y natural, pero hay que hacer todo lo posible por reducirlo al mínimo. Es puro sentimentalismo pretender extraer de la desgracia, como hacen algunos, hasta la última gota de sufrimiento. Naturalmente, no niego que uno pueda estar destrozado por la pena; lo que digo es que hay que hacer lo posible para escapar de ese estado y buscar cualquier distracción, por trivial que sea, siempre que no sea nociva o degradante. Entre las que considero nocivas y degradantes están el alcohol y las drogas, cuyo propósito es destruir el pensamiento, al menos momentáneamente. Lo que hay que hacer no es destruir el pensamiento, sino encauzarlo por nuevos canales, o al menos por canales alejados de la desgracia actual. Esto es difícil de hacer si hasta ese momento la vida se ha concentrado en unos pocos intereses, y esos pocos están ahora sumergidos en la pena. Para soportar bien la desgracia cuando se presenta conviene haber cultivado en tiempos más felices cierta variedad de intereses, para que la mente pueda encontrar un refugio inalterado que le sugiera otras asociaciones y otras emociones diferentes de las que hacen tan insoportable el momento presente.

Una persona con suficiente vitalidad y entusiasmo superará todas las desgracias, porque después de cada golpe se manifestará un interés por la vida y el mundo que no puede estrecharse tanto como para que una pérdida resulte fatal. Dejarse derrotar por una pérdida, e incluso por varias, no es algo digno de admiración como prueba de sensibilidad, sino algo que habría que deplorar como un fallo de vitalidad. Todos nuestros seres queridos están a merced de la muerte, que puede golpear en cualquier momento a quienes más amamos. Por tanto, es necesario que no vivamos con esa estrecha intensidad que pone todo el sentido y el propósito de la vida a merced de un accidente.

Por todas estas razones, el que aspire a la felicidad sabiendo lo que hace procurará adquirir unos cuantos intereses secundarios, además de los fundamentales sobre los que ha construido su vida.

 

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-XVI-

Esfuerzo y resignación

 

La doctrina del justo medio no es nada interesante. Recuerdo que yo, cuando era joven, la rechazaba con desprecio e indignación porque lo que yo admiraba entonces eran los extremismos heroicos. Sin embargo, la verdad no siempre es interesante y la gente cree muchas cosas solo porque son interesantes, aunque en realidad apenas haya evidencias a su favor. Pues con el justo medio pasa eso: puede que sea una doctrina poco interesante, pero en muchísimos aspectos es verdadera.

Un aspecto en el que es necesario atenerse al justo medio es la cuestión del equilibrio entre esfuerzo y resignación. Ambas doctrinas han tenido defensores extremistas. La doctrina de la resignación la han predicado santos y místicos; la del esfuerzo la han predicado los expertos en eficiencia y los cristianos esforzados. Cada una de estas escuelas enfrentadas tenía su parte de verdad, pero no toda la verdad. En este capítulo me propongo intentar equilibrar la balanza, y empezaré hablando a favor del esfuerzo.

Excepto en muy raros casos, la felicidad no es algo que se nos venga a la boca, como una fruta madura, por una mera concurrencia de circunstancias propicias. Por eso he titulado este libro La conquista de la felicidad. Porque en un mundo tan lleno de desgracias evitables e inevitables, de enfermedades y trastornos psicológicos, de lucha, pobreza y mala voluntad, el hombre o la mujer que quiera ser feliz tiene que encontrar maneras de hacer frente a las múltiples causas de infelicidad que asedian a todo individuo. En algunos casos excepcionales puede que no se requiera mucho esfuerzo. Un hombre de buen carácter, que herede una gran fortuna, goce de buena salud y tenga gustos sencillos, puede pasarse la vida muy a gusto y pensar que no es para tanto. Una mujer guapa e indolente que se case con un hombre rico que no le exija ningún esfuerzo y a la que no le importe engordar después de casada, también podrá disfrutar de cierta dicha perezosa, siempre que tenga buena suerte con sus hijos. Pero estos casos son excepcionales. La mayoría de la gente no es rica; muchas personas no nacen con buen carácter; muchos tienen pasiones inquietas que hacen que la vida tranquila y ordenada les parezca insoportablemente aburrida; la salud es una bendición que nadie tiene garantizada para siempre; el matrimonio no es invariablemente una fuente de felicidad. Por todas estas razones, para la mayoría de los hombres y mujeres, la felicidad tiene que ser una conquista, y no un regalo de los dioses; y en esta conquista, el esfuerzo —hacia fuera y hacia dentro— desempeña un papel muy importante. En el esfuerzo hacia dentro está incluido también el esfuerzo necesario para la resignación, así que, por el momento, consideremos solo el esfuerzo hacia fuera.

En el caso de cualquier persona, hombre o mujer, que tenga que trabajar para ganarse la vida, la necesidad de esforzarse en este aspecto es tan obvia que no hay ni que hablar de ella. Es cierto que un faquir indio puede ganarse la vida sin esfuerzo, con solo presentar un cuenco para que los creyentes echen limosnas, pero en los países occidentales las autoridades no ven con buenos ojos este método de obtener ingresos. Además, el clima lo hace menos agradable que en países más cálidos y secos; en invierno, desde luego, pocas personas son tan perezosas que prefieran no hacer nada al aire libre a trabajar en recintos calientes. Así pues, en Occidente la resignación sola no es un buen camino para hacer fortuna. La mayoría de los habitantes de los países occidentales nece sita para ser feliz algo más que cubrir sus necesidades básicas; desean sentir que tienen éxito. En algunas profesiones, como por ejemplo la investigación científica, esta sensación está al alcance de personas que no ganan un gran sueldo, pero en la mayoría de las profesiones el éxito se mide por los ingresos. Y aquí tocamos un asunto en el que en la mayoría de los casos es conveniente algo de resignación, ya que en un mundo competitivo el éxito manifiesto solo es posible para una minoría.

El matrimonio es una cuestión en que el esfuerzo puede ser necesario o no, según las circunstancias. Cuando un sexo está en minoría, como ocurre con los hombres en Inglaterra y con las mujeres en Australia, los miembros de ese sexo no suelen tener que hacer muchos esfuerzos para casarse si lo desean. En cambio, a los miembros del sexo mayoritario les ocurre lo contrario. Basta con estudiar los anuncios de las revistas femeninas para darse cuenta de la cantidad de energía y pensamiento que gastan en este sentido las mujeres de los países en que son mayoría. Cuando son los hombres los que están en mayoría, suelen adoptar métodos más expeditivos, como la habilidad con el revólver. Esto es natural, ya que las poblaciones mayoritariamente masculinas suelen darse en las fronteras de la civilización. No sé qué harían los ingleses si una epidemia selectiva dejara en Inglaterra una mayoría de hombres; puede que tuvieran que recuperar la galantería de épocas pasadas.

La cantidad de esfuerzo que requiere la buena crianza de los hijos es tan evidente que no creo que nadie la niegue. Los países que creen en la resignación y en el mal llamado concepto «espiritual» de la vida son países con una gran mortalidad infantil. La medicina, la higiene, la asepsia, la dieta sana, son cosas que no se consiguen sin preocupaciones mundanas; requieren energía e inteligencia aplicadas al entorno material. Los que creen que la materia es una ilusión pueden pensar lo mismo de la suciedad, y con ello causar la muerte a sus hijos.

Hablando en términos más generales, se podría decir que es normal y legítimo que toda persona cuyos deseos naturales no estén atrofiados aspire a algún tipo de poder. El tipo de poder que desea cada uno depende de sus pasiones predominantes; unos desean poder sobre las acciones de los demás, otros desean poder sobre sus pensamientos y otros sobre sus emociones. Algunos desean cambiar el entorno material, otros desean la sensación de poder que se deriva de la superioridad intelectual. Toda clase de trabajo público conlleva el deseo de algún tipo de poder, a menos que se haga pensando únicamente en hacerse rico mediante la corrupción. El hombre que actúa movido por el puro sufrimiento altruista que le provoca el espectáculo de la miseria humana, si dicho sufrimiento es genuino, deseará poder para aliviar la miseria. Las únicas personas totalmente indiferentes al poder son las que sienten completa indiferencia hacia el prójimo. Así pues, hay que aceptar que desear alguna forma de poder es algo natural en las personas capaces de formar parte de una comunidad sana. Y todo deseo de poder conlleva, mientras no se frustre, una forma correspondiente de esfuerzo. Para la mentalidad occidental, esta conclusión puede parecer una perogrullada, pero no son pocos los occidentales que coquetean con lo que se llama «la sabiduría de Oriente», precisamente cuando Oriente la está abandonando. Es posible que a ellos les parezca discutible lo que decimos, y si es así valía la pena decirlo.

Sin embargo, la resignación también desempeña un papel en la conquista de la felicidad, y es un papel tan imprescindible como el del esfuerzo. El sabio, aunque no se quede parado ante las desgracias evitables, no malgastará tiempo ni emociones con las inevitables, e incluso aguantará algunas de las evitables si para evitarlas se necesitan un tiempo y una energía que él prefiere dedicar a fines más importantes. Mucha gente se impacienta o se enfurece ante el más mínimo contratiempo, y de este modo malgasta una gran cantidad de energía que podría emplear en cosas más útiles. Incluso cuando uno está embarcado en asuntos verdaderamente importantes, no es prudente comprometerse emocionalmente hasta el punto de que la sola idea de un posible fracaso se convierta en una constante amenaza para la paz mental. El cristianismo predicaba el sometimiento a la voluntad de Dios, y hasta los que no acepten esta terminología deberían tener presente algo parecido en todas sus actividades. La eficiencia en una tarea práctica no es proporcional a la emoción que ponemos en ella; de hecho, la emoción es muchas veces un obstáculo para la eficiencia. La actitud más conveniente es hacerlo lo mejor posible, pero contando con los hados. Existen dos clases de resignación: una se basa en la desesperación y la otra en una esperanza inalcanzable. La primera es mala, la segunda es buena. El que ha sufrido una derrota tan terrible que ha perdido toda esperanza de lograr algo bueno, puede aprender la resignación de la desesperación, y al hacerlo abandonará toda actividad seria. Puede disfrazar su desesperación con frases religiosas, o diciendo que la contemplación es el fin natural del hombre, pero por muchos disfraces que utilice para ocultar su derrota interior, seguirá siendo una persona inútil y profundamente desdichada. En cambio, la persona cuya resignación se basa en una esperanza inalcanzable actúa de manera muy diferente. Para que dicha esperanza sea inalcanzable, tiene que ser algo grande y no personal. Sean cuales fueren mis actividades personales, puedo ser derrotado por la muerte, o por ciertas enfermedades; puedo ser vencido por mis enemigos; puedo descubrir que he seguido un camino equivocado que no puede conducir al éxito. Las esperanzas puramente personales pueden fracasar de mil maneras diferentes, todas inevitables; pero si los objetivos personales formaban parte de un proyecto más amplio, que afecte a la humanidad, la derrota no es tan completa cuando se fracasa. El hombre de ciencia que desea hacer grandes descubrimientos puede que no lo consiga, o puede que tenga que dejar su trabajo a causa de un golpe en la cabeza, pero si su mayor deseo es el progreso de la ciencia y no solo su contribución personal a dicho objetivo, no sentirá la misma desesperación que sentiría un hombre cuyas investigaciones tuvieran motivos puramente egoístas. El hombre que trabaja a favor de una reforma muy necesaria puede encontrarse con que una guerra deja todos sus esfuerzos en vía muerta, y puede verse obligado a asumir que la causa por la que trabajó no se hará realidad en lo que le queda de vida. Pero si lo que le interesa es el futuro de la humanidad y no su propia participación en él, no por eso se hundirá en la desesperación absoluta.

En los casos que hemos considerado, la resignación es muy difícil; pero hay muchos otros en los que resulta mucho más fácil. Me refiero a casos en que solo salen mal cuestiones secundarias, mientras los asuntos importantes de la vida siguen ofreciendo perspectivas de éxito. Por ejemplo, un hombre que esté trabajando en un proyecto importante y se deja distraer por sus problemas matrimoniales porque le falla el tipo adecuado de resignación. Si su trabajo es verdaderamente absorbente, debería considerar estos problemas circunstanciales como se considera un día de lluvia; es decir, como una molestia por la que sería de tontos armar un alboroto.

Hay personas que son incapaces de sobrellevar con paciencia los pequeños contratiempos que constituyen, si se lo permitimos, una parte muy grande de la vida. Se enfurecen cuando pierden un tren, sufren ataques de rabia si la comida está mal cocinada, se hunden en la desesperación si la chimenea no tira bien y claman venganza contra todo el sistema industrial cuando la ropa tarda en llegar de la lavandería. Con la energía que estas personas gastan en problemas triviales, si se empleara bien, se podrían hacer y deshacer imperios. El sabio no se fija en el polvo que la sirvienta no ha limpiado, en la patata que el cocinero no ha cocido, ni en el hollín que el deshollinador no ha deshollinado. No quiero decir que no tome medidas para remediar estas cuestiones, si tiene tiempo para ello; lo que digo es que se enfrenta a ellas sin emoción. La preocupación, la impaciencia y la irritación son emociones que no sirven para nada. Los que las sienten con mucha fuerza pueden decir que son incapaces de dominarlas, y no estoy seguro de que se puedan dominar si no es con esa resignación fundamental de que hablábamos antes. Ese mismo tipo de concentración en grandes proyectos no personales, que permite sobrellevar el fracaso personal en el trabajo o los problemas de un matrimonio desdichado, sirve también para ser paciente cuando perdemos un tren o se nos cae el paraguas en el barro. Si uno tiene un carácter irritable, no creo que pueda curarse de ningún otro modo.

El que ha conseguido liberarse de la tiranía de las preocupaciones descubre que la vida es mucho más alegre que cuando estaba perpetuamente irritado. Las idiosincrasias personales de sus conocidos, que antes le sacaban de quicio, ahora parecen simplemente graciosas. Si Fulano está contando por trescientas cuarenta y siete vez la anécdota del obispo de la Tierra del Fuego, se divertirá tomando nota de la cifra y no intentará en vano acallarle con una anécdota propia. Si se le rompe el cordón del zapato justo cuando tiene que correr para tomar el tren de la mañana, pensará, después de soltar los tacos pertinentes, que el incidente en cuestión no tiene demasiada importancia en la historia del cosmos. Si un vecino pesado le interrumpe cuando está a punto de proponerle matrimonio a una chica, pensará que a toda la humanidad le han ocurrido desastres semejantes, exceptuando a Adán, e incluso él tuvo sus problemas. No hay límites a lo que se puede hacer para consolarse de los pequeños contratiempos mediante extrañas analogías y curiosos paralelismos. Yo creo que toda persona civilizada, hombre o mujer, tiene una imagen de sí misma y se molesta cuando ocurre algo que parece estropear esa imagen. El mejor remedio consiste en no tener una sola imagen, sino toda una galería, y seleccionar la más adecuada para el incidente en cuestión. Si algunos de los retratos son un poco ridículos, tanto mejor; no es prudente verse todo el tiempo como un héroe de tragedia clásica. Tampoco recomiendo que uno se vea siempre a sí mismo como un payaso de comedia, porque los que hacen esto resultan aún más irritantes; se necesita un poco de tacto para elegir un papel adecuado a la situación. Por supuesto, si uno es capaz de olvidarse de sí mismo y no representar ningún papel, me parece admirable. Pero si estamos acostumbrados a representar papeles, más vale hacerse un repertorio para así evitar la monotonía.

Muchas personas activas opinan que la más mínima pizca de resignación, la más ligera chispa de humor, destruirían la energía con que hacen su trabajo y la determinación gracias a la cual —según creen ellos— consiguen sus éxitos. En mi opinión, están equivocadas. Los trabajos que valen la pena pueden hacerlos también personas que no se engañen respecto a su importancia ni a la facilidad con que se pueden hacer. Los que necesitan engañarse a sí mismos para hacer su trabajo deberían hacer un cursillo previo para aprender a afrontar la verdad antes de continuar con su carrera, porque tarde o temprano la necesidad de apoyarse en mitos hará que su trabajo se vuelva perjudicial en vez de ser beneficioso. Mejor es no hacer nada que hacer daño. El tiempo dedicado a aprender a apreciar los hechos no es tiempo perdido, y el trabajo que se haga después tendrá menos probabilidades de resultar perjudicial que el trabajo que hacen los que necesitan inflar constantemente su ego para estimular su energía. Se necesita cierta resignación para atreverse a afrontar la verdad sobre uno mismo; este tipo de resignación puede causar dolor en los primeros momentos, pero a largo plazo protege —de hecho, es la única protección posible— contra las decepciones y desilusiones a que se expone quien se engaña a sí mismo. A la larga, no hay nada tan fatigoso y tan exasperante como esforzarse día tras día en creer cosas que cada día resultan más increíbles. Librarse de ese esfuerzo es una condición indispensable para la felicidad segura y duradera.

 

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-XVII-

El hombre feliz

 

 

La felicidad, esto es evidente, depende en parte de circunstancias externas y en parte de uno mismo. En este libro nos hemos ocupado de la parte que depende de uno mismo, y hemos llegado a la conclusión de que, en lo referente a esta parte, la receta de la felicidad es muy sencilla. Muchos opinan —y entre ellos creo que debemos incluir al señor Krutch, de quien hablamos en el Capítulo 2— que la felicidad es imposible sin creencias más o menos religiosas. Muchas personas que son desdichadas creen que sus pesares tienen causas complicadas y sumamente intelectualizadas. Yo no creo que esas cosas sean auténticas causas de felicidad ni de infelicidad; creo que son solo síntomas. Por regla general, la persona desgraciada tiende a adoptar un credo desgraciado, y la persona feliz adopta un credo feliz; cada uno atribuye su felicidad o su desdicha a sus creencias, cuando ocurre justamente al revés. Hay ciertas cosas que son indispensables para la felicidad de la mayoría de las personas, pero se trata de cosas simples: comida y cobijo, salud, amor, un trabajo satisfactorio y el respeto de los allegados. Para algunas personas también es imprescindible tener hijos. Cuando faltan estas cosas, solo las personas excepcionales pueden alcanzar la felicidad; pero si se tienen o se pueden obtener mediante un esfuerzo bien dirigido, el que sigue siendo desgraciado es porque padece algún desajuste psicológico que, si es muy grave, puede requerir los servicios de un psiquiatra, pero que en los casos normales puede curárselo el propio paciente, con tal de que aborde la cuestión de la manera correcta. Cuando las circunstancias exteriores no son decididamente adversas, la felicidad debería estar al alcance de cualquiera, siempre que las pasiones e intereses se dirijan hacia fuera, y no hacia dentro. Por tanto, deberíamos proponernos, tanto en la educación como en nuestros intentos de adaptarnos al mundo, evitar las pasiones egocéntricas y adquirir afectos e intereses que impidan que nuestros pensamientos giren perpetuamente en torno a nosotros mismos. Casi nadie es capaz de ser feliz en una cárcel, y las pasiones que nos encierran en nosotros mismos constituyen uno de los peores tipos de cárcel. Las más comunes de estas pasiones son el miedo, la envidia, el sentimiento de pecado, la autocompasión y la autoadmiración. En todas ellas, nuestros deseos se centran en nosotros mismos: no existe auténtico interés por el mundo exterior, solo la preocupación de que pueda hacernos daño o deje de alimentar nuestro ego. El miedo es la principal razón de que la gente se resista a admitir los hechos y esté tan dispuesta a envolverse en un cálido abrigo de mitos. Pero las espinas desgarran el abrigo y por los desgarrones penetran ráfagas de viento frío, y el que se había acostumbrado a estar abrigado sufre mucho más que el que se ha endurecido habituándose al frío. Además, los que se engañan a sí mismos suelen saber en el fondo que se están engañando, y viven en un estado de aprensión, temiendo que algún acontecimiento funesto les obligue a aceptar realidades desagradables.

Uno de los peores inconvenientes de las pasiones egocéntricas es que le quitan mucha variedad a la vida. Es cierto que al que solo se ama a sí mismo no se le puede acusar de promiscuidad en sus afectos; pero al final está condenado a sufrir un aburrimiento insoportable por la invariable monotonía del objeto de su devoción. El que sufre por el sentimiento de pecado padece una variedad particular de narcisismo. En todo el vasto universo, lo único que le parece de capital importancia es que él debería ser virtuoso. Un grave defecto de ciertas formas de religión tradicional es que han fomentado este tipo concreto de absorción en uno mismo.

El hombre feliz es el que vive objetivamente, el que es libre en sus afectos y tiene amplios intereses, el que se asegura la felicidad por medio de estos intereses y afectos que, a su vez, le convierten a él en objeto del interés y el afecto de otros muchos. Que otros te quieran es una causa importante de felicidad; pero el cariño no se concede a quien más lo pide. Hablando en general, recibe cariño el que lo da. Pero es inútil intentar darlo de manera calculada, como quien presta dinero con interés, porque un afecto calculado no es auténtico, y el receptor no lo siente como tal.

¿Qué puede hacer un hombre que es desdichado porque está encerrado en sí mismo? Mientras siga pensando en las causas de su desdicha, seguirá estando centrado en sí mismo y no podrá salir del círculo vicioso; si quiere salir, tendrá que hacerlo mediante intereses auténticos, no mediante intereses simulados que se adoptan solo como medicina. Aunque esto es verdaderamente difícil, es mucho lo que se puede hacer si uno ha diagnosticado correctamente su problema. Si el problema se debe, por ejemplo, al sentimiento de pecado, consciente o inconsciente, lo primero es convencer a la mente consciente de que no hay ningún motivo para sentirse pecador; y, a continuación, utilizando la técnica que hemos comentado en anteriores capítulos, implantar esta convicción racional en la mente subconsciente, manteniéndose mientras tanto ocupado con alguna actividad más o menos neutra. Si consigue disipar el sentimiento de pecado, es posible que surjan espontáneamente intereses verdaderamente objetivos. Si el problema es la autocompasión, puede aplicarle el mismo tratamiento, después de haberse convencido de que su caso no es tan extraordinariamente desgraciado. Si el problema es el miedo, puede practicar ejercicios para adquirir valor. El valor en la guerra está reconocido desde tiempos inmemoriales como una virtud importante, y gran parte de la formación de los niños y los jóvenes se ha dedicado a moldear un tipo de carácter capaz de entrar en combate sin miedo. Pero el valor moral y el valor intelectual se han estudiado mucho menos; y, sin embargo, también tienen su técnica. Oblíguese a reconocer cada día al menos una verdad dolorosa; comprobará que es tan útil como la buena acción diaria de los boy scouts. Aprenda a sentir que la vida valdría la pena vivirla aunque usted no fuera —como desde luego es— incomparablemente superior a todos sus amigos en virtudes e inteligencia. Los ejercicios de este tipo, practicados durante varios años, le permitirán por fin admitir hechos sin acobardarse, y de este modo le liberarán del dominio del miedo en muchísimas circunstancias.

La cuestión de qué intereses objetivos surgirán en nosotros cuando hayamos vencido la enfermedad del egocentrismo hay que dejarla al funcionamiento espontáneo de nuestro carácter y a las circunstancias externas. No hay que decirse de antemano «yo sería feliz si pudiera dedicarme a coleccionar sellos», y ponerse de inmediato a coleccionarlos, porque puede ocurrir que la colección de sellos no nos resulte nada interesante. Solo puede sernos útil lo que verdaderamente nos interesa, pero podemos estar seguros de que encontraremos intereses objetivos en cuanto hayamos aprendido a no vivir inmersos en nosotros mismos.

La vida feliz es, en muy gran medida, lo mismo que la buena vida. Los moralistas profesionales insisten mucho en la abnegación, y se equivocan al insistir en eso. La abnegación deliberada le deja a uno absorto en sí mismo, intensamente consciente de lo que ha sacrificado; como consecuencia, muchas veces fracasa en su objetivo inmediato y casi siempre en su propósito último. Lo que se necesita no es abnegación, sino ese modo de dirigir el interés hacia fuera que conduce de manera espontánea y natural a los mismos actos que una persona absorta en la consecución de su propia virtud solo podría realizar por medio de la abnegación consciente. He escrito este libro como hedonista, es decir, como alguien que considera que la felicidad es el bien, pero los actos recomendados desde el punto de vista del hedonista son, en general, los mismos que recomendaría un moralista sensato. El moralista, sin embargo, suele tender —aunque, desde luego, no en todos los casos— a dar más importancia al acto que al estado mental. Los efectos del acto sobre el agente serán muy diferentes, según su estado mental en el momento. Si vemos un niño que se ahoga y lo salvamos obedeciendo un impulso directo de ayudar, no habremos perdido nada desde el punto de vista moral. En cambio, si nos decimos «es una virtud ayudar a los que están en apuros y yo quiero ser virtuoso; por tanto, debo salvar a ese niño», seremos peores después de salvarlo que antes de hacerlo. Lo que se aplica a este caso extremo se puede aplicar a otros muchos casos menos obvios.

Existe otra diferencia, algo más sutil, entre la actitud ante la vida que yo recomiendo y la que recomiendan los moralistas tradicionales. El moralista tradicional, por ejemplo, dirá que el amor no debe ser egoísta. En cierto sentido, tiene razón; es decir, no debe ser egoísta más allá de cierto punto, pero no cabe duda de que debe ser de tal condición que su éxito suponga la felicidad del que ama. Si un hombre le propusiera a una mujer casarse con él explicando que es porque desea ardientemente la felicidad de ella y porque, además, la relación le proporcionaría a él grandes oportunidades de practicar la abnegación, no creo yo que la mujer se sintiera muy halagada. No cabe duda de que debemos desear la felicidad de aquéllos a quienes amamos, pero no como alternativa a la nuestra. De hecho, toda la antítesis entre uno mismo y el resto del mundo implícita en la doctrina de la abnegación, desaparece en cuanto sentimos auténtico interés por personas o cosas distintas de nosotros mismos. Por medio de estos intereses, uno se llega a sentir parte del río de la vida, no una entidad dura y aparte, como una bola de billar que no mantiene con sus semejantes ninguna relación aparte de la colisión. Toda infelicidad se basa en algún tipo de desintegración o falta de integración; hay desintegración en el yo cuando falla la coordinación entre la mente consciente y la subconsciente; hay falta de integración entre el yo y la sociedad cuando los dos no están unidos por la fuerza de intereses y afectos objetivos. El hombre feliz es el que no sufre ninguno de estos dos fallos de unidad, aquél cuya personalidad no está escindida contra sí misma ni enfrentada al mundo. Un hombre así se siente ciudadano del mundo y goza libremente del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, sin miedo a la idea de la muerte porque en realidad no se siente separado de los que vendrán detrás de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida es donde se encuentra la mayor dicha.

 

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CITAS

 

«Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación. Ésta ha sido mi vida. La he hallado digna de vivirse, y con gusto volvería a vivirla si se me ofreciese la oportunidad».

Bertrand Russell.

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Quien cree como yo, que el intelecto libre es la principal máquina del progreso humano, no puede sino oponerse fundamentalmente al Bolchevismo tanto como a la Iglesia de Roma. Las esperanzas que inspiran al comunismo son, en lo principal, tan admirables como aquellas inculcadas por el Sermón de la Montaña, pero ellas se sostienen fanáticamente y son igual de probables de hacer tanto daño como ellas.
 
Bertrand Russell – La Práctica y Teoría del Bolchevismo, 1920
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Por mi parte, mientras soy un socialista convencido tanto como el más ardiente marxista, no considero al Socialismo como un evangelio de venganza proletaria, ni siquiera, principalmente, como un medio de asegurar justicia económica. Lo considero principalmente como un ajuste a la máquina de producción requerido por consideraciones de sentido común, y calculadas para incrementar la felicidad, no solo del proletariado, sino de todos excepto una minoría pequeña de la raza humana.
Bertrand Russell, «The case for socialism» (In praise of idleness, 1935)
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Métodos modernos de producción nos han dado la posibilidad de bienestar y seguridad para todos; en vez de eso, hemos escogido tener sobrecarga de trabajo para algunos y hambruna para el resto. Hasta ahora seguimos siendo tan enérgicos como éramos antes que hubiera máquinas; en esto hemos sido estúpidos, pero no hay razón para serlo por siempre.
 
Bertrand Russell, In praise of idleness, 1935
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Llegó a la conclusión de que, tanto hoy como en tiempos de Locke, el liberalismo empirista (que no es incompatible con el socialismo democrático) es la única filosofía que puede ser adoptada por el hombre que, por una parte, demande alguna evidencia científica a sus convicciones y, por otra parte, desee la felicidad humana por encima de la prevalencia de cualquier partido o credo.
Bertrand Russell, Unpopular essays, 1950
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A veces se estipula que la mezcla racial es indeseable. No existe evidencia alguna para tal opinión. No existe, aparentemente, ninguna razón para pensar que los negros son congénitamente menos inteligentes que los blancos, pero eso será difícil de juzgar hasta que ellos tengan las mismas oportunidades y buenas condiciones sociales.
Bertrand Russell
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Esta política puede durar algún tiempo, pero al final vamos a tener que ceder el paso – solo estamos posponiendo el momento; el único remedio verdadero es el control de la natalidad, que es conseguir que las gentes del mundos se limiten a la cantidad de hijos que puedan mantener en su propia tierra… No veo cómo podemos tener la esperanza permanente de ser lo suficientemente fuertes como para mantener las razas de color por fuera; tarde o temprano están obligados al desbordamiento, por lo que lo mejor que podemos hacer es esperar que las naciones vean la sabiduría de Control de la natalidad…. Necesitamos una autoridad internacional fuerte.
«Lecture by the Honorable Bertrand Russell», en Birth Control News, diciembre de 1922, pág. 2
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En casos extremos puede existir poca duda de la superioridad de una raza sobre otra… No existe motivo razonable para considerar a los negros inferiores como término medio respecto a los blancos, aunque para trabajos en los trópicos ellos son indispensables, por lo que su exterminación (dejando de lado los asuntos humanitarios) sería altamente indeseable.
Bertrand Russell, Matrimonio y moral (Marriage and Morals) (1929)
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Nunca sostuve que los negros eran intrínsecamente inferiores. La afirmación en Marriage and morals se refiere al condicionamiento ambiental. La he retirado de ediciones subsiguientes porque claramente es ambigua.
Bertrand Russell, carta fechada el 17 de marzo de 1964 en Querido Bertrand Russell…, una selección de su correspondencia con el público en general, 1950-1968. Editado por Barry Feinberg y Ronald Kasrils. (Londres: Allen & Unwin, 1969, p. 146)
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He vivido en busca de una visión, tanto personal como social. Personal: cuidar lo que es noble, lo que es bello, lo que es amable; permitir momentos de intuición para entregar sabiduría en los tiempos más mundanos. Social: ver en la imaginación la sociedad que debe ser creada, donde los individuos crecen libremente, y donde el odio, la codicia y la envidia mueren porque no hay nada que los sustente. Estas cosas, y el mundo, con todos sus horrores, me han dado fortaleza.
Bertrand Russell, Reflexiones en mi octogésimo cumpleaños
 
 

 

 

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